Lázaro, enfundado en un traje que había sido de su padre y que su madre había arreglado y mandado teñir de negro, cayó por casualidad en uno de los antros de La Zambra. Fue una noche, un algo tarde, en la que salió solo y paseó pensativo y taciturno. Era una noche de otoño y apenas nadie le conocía aún allí. Deambulando sin rumbo por la parte más arrabalera de la ciudad dio con un bar que tenía la luz encendida. Entró en él al azar como muy bien podía no haber entrado, pues nada externamente le llamó la atención.
Apenas dentro notó algo extraño en aquel local que él había tomado por un bar y que, en efecto, así lo parecía en su planta baja. Los camareros le observaban algo inquietos y lo mismo hacían los pocos clientes que tomaban copas en la barra, pero se dijo que serían figuraciones suyas. El muchacho alto, serio, atlético y que, enfundado en aquel traje negro, parecía mucho mayor, se quitó unos guantes de cuero también negros y los metió cuidadosamente en uno de los bolsillos de la chaqueta. Notó que los guantes habían desteñido y que le habían manchado las manos con restos de tinte. Preguntó a los camareros y éstos, con respetuosa seriedad, le indicaron el lavabo. Más que servicios aquello parecían una letrinas cuarteleras. Los retretes eran agujeros en un suelo de cemento y estaban separados por unas cuantas mamparas de madera de contraplaqué medio desvencijadas y con las puertas rotas y astilladas y las cerraduras arrancadas. En la penumbra que procuraba una bombilla, que iluminaba tan poco como la llama de una vela, le pareció vislumbrar una rata corriendo pegada a la pared que se colaba por uno de aquellos agujeros. De las cisternas pendían cuerdas oscuras y sobadas y todas ellas goteaban, dando a la estancia un fondo de sonido monótono y rítmico. De un clavo de la pared pendían unas hojas de periódicos cortadas en cuatro que servían para rematar la toilet si se hacían necesidades mayores. Había dos lavabos, el uno roto y el otro arpado, cuyos grifos daba grima tocar por la suciedad que en todas partes se acumulaba en tomos y costras visibles hasta con aquella luz tan mortecina. Tras lavarse las manos, sofocando con esfuerzo la arcada que le provocaba el hedor de los retretes, y procurando no mancharse con la mugre que allí se acumulaba, salió cuanto antes del cochambroso servicio. Apenas salió, notó Lázaro como los dos camareros, ante su aparición, dejaron repentinamente de cuchichear entre sí y cómo los pocos parroquianos que había le miraban también de reojo. Pidió un café y mientras lo probaba sintió que no se relajaba la tensión. Al poco bajó un hombre algo mayor del piso de arriba por unas escaleras que daban a un extremo de la barra del bar, pero por la parte de los clientes, y se dirigió a él, apenas le observó, con decisión.
- Le ruego que nos disculpe por lo sucio de los servicios, pero desde esta mañana que se limpiaron…
Lázaro no salía de su asombro por lo que a él le pareció un detalle educado por parte del encargado del local y, sobre todo, por la gran mentira que salió de su boca, pues aquellos servicios acumulaban la porquería, al menos por trienios, como los funcionarios hacían con su antigüedad.
- No he venido a ver sus servicios –dijo Lázaro cortésmente para no avergonzar al encargado.
- Sí, ya supongo que desea ver la parte de arriba. Estoy seguro que le va a parecer bien ya que, según creo, es la primera vez que usted viene por aquí.
- Pues sí, no conocía este local y hoy, al dar con él y verlo abierto, me he decidido a entrar.
- Suba, suba por aquí, por favor –y el encargado le condujo escalera arriba mostrando deferencia.
Lázaro intrigado le siguió algo sorprendido pero sin hacer preguntas. Tras abrir una puerta recia y recorrer un corto pasillo, una segunda puerta les condujo a una especie de sala amplia, caliente y más confortable, con una salamandra encendida en una de sus esquinas. Tenía un par de sofás amplios junto a las paredes y una serie de sillones con mesitas bajas y una minúscula barra con estantería donde había copas y botellas de licores variados. La decoración era extraña y recargada: cuadros con angelotes, malas imitaciones de Rubens con mujeres carnosas y un conjunto de cortinas con ostentosos lazos en tonos pastel que daban a otra puerta y otras más, a juego, que cubrían tres ventanas. En ese momento las cortinas de la puerta se movieron y salieron dos hombres uno joven y otro mayor, de más de 60 años. El mayor iba muy congestionado y el joven bromeaba con él.
- Coño, tío Damián, que no me imaginaba que aún valía usted.
- Vamos a tomar una copa, Paco –repuso el viejo, algo sofocado, carraspeando y con la respiración agitada.
Sin embargo apenas vieron al encargado, acompañando a Lázaro, se callaron y pasaron ligeros a tomar el pasillo que les llevaría escaleras abajo. Lázaro miró intrigado a su interlocutor y este azorado le dijo que tenían todo en regla, que en ese momento tenían cuatro mujeres en la casa pero que de todas ellas tenía notificación la policía y que, como siempre, había un buen entendimiento mutuo. Lázaro escuchaba atónito a aquel hombre pero calló porque no supo qué decir. Fue entonces cuando, sacando un sobre del bolsillo, se lo introdujo discretamente en uno de los bolsillos laterales de su chaqueta.
- Espero que sigamos como siempre. Ya saben que aquí sólo encontrarán colaboración.
- Bueno, no esperaba encontrarme con esto pero le agradezco su información. Tomaré mi café y me iré.
- Bien. Muchas gracias. Aquí nos tienen ustedes para lo que quieran.
No se entretuvo mucho Lázaro en terminar su café, que de ningún modo quisieron cobrarle, y se marchó del local sin desengañar a nadie sobre su identidad. Al salir de allí casi le entra la risa a carcajadas. Sólo el intenso frío, que caía desde el cielo estrellado, le hizo apretar el paso para llegar pronto a la habitación de la residencia. Al entrar, encendió la luz y sacó el sobre que el del burdel le había metido en el bolsillo. Dentro había cinco billetes de los grandes. Comprendió de inmediato que ser policía en aquellos tiempos, y vaya usted a saber si acaso en todos, era un gran chollo pues ya lo era, simplemente, el que por tal le hubieran tomado. Por policía nuevo, evidentemente, le tuvieron los del antro. Y él, claro, andando canino y viendo el detalle del sobre, no se molestó en desengañarles, que no era él de esos que, orgullosos, despreciaban lo que de tan buena fe se les pone en la mano, que bien decían los clásicos que se coge lo que te dan y se suspira por lo que queda. Y no era él, tan joven, quien para contradecir la sabiduría de los antiguos con actos de soberbio desprecio y desapego. Que había que tener un poco de humildad.
Miró el dinero de nuevo y se sintió orgulloso de, con sólo su porte, haber sido merecedor de recibirlo. Pensó, ignorante e inexperto en todo como era, que ya era hora de que la vida le sonriese con la buena fortuna. Parece, se ufanó por otro lado, que tenía una virtud desconocida: el arte de aparentar lo que no era sin esfuerzo. Se miró en el espejo del armario poniéndose alternativamente de frente y de perfil e intentando percibir lo que su gesto adusto podría transmitir a quien no fuera él. Alto, serio, fuerte, con el pelo cortado al estilo militar, vestido de negro de pies a cabeza… ¡Coño, si parecía un nazi! Pues bien, si por tal le habían tomado, no sería él quien les desengañara, del mismo modo que no fue él quien les mintió ni, con una sola palabra o gesto, insinuó que fuera policía.
No estaba mal tener un don y, de vez en cuando, poder explotarlo. Y se durmió risueño de su hazaña y creyendo conocerse más y suponiendo haber descubierto en sí mismo cierta planta que, con el tiempo, daría frutos y más frutos siempre aprovechables para el amo que, sin duda, era él y por siempre lo sería. Dulce ingenuidad.
Apenas dentro notó algo extraño en aquel local que él había tomado por un bar y que, en efecto, así lo parecía en su planta baja. Los camareros le observaban algo inquietos y lo mismo hacían los pocos clientes que tomaban copas en la barra, pero se dijo que serían figuraciones suyas. El muchacho alto, serio, atlético y que, enfundado en aquel traje negro, parecía mucho mayor, se quitó unos guantes de cuero también negros y los metió cuidadosamente en uno de los bolsillos de la chaqueta. Notó que los guantes habían desteñido y que le habían manchado las manos con restos de tinte. Preguntó a los camareros y éstos, con respetuosa seriedad, le indicaron el lavabo. Más que servicios aquello parecían una letrinas cuarteleras. Los retretes eran agujeros en un suelo de cemento y estaban separados por unas cuantas mamparas de madera de contraplaqué medio desvencijadas y con las puertas rotas y astilladas y las cerraduras arrancadas. En la penumbra que procuraba una bombilla, que iluminaba tan poco como la llama de una vela, le pareció vislumbrar una rata corriendo pegada a la pared que se colaba por uno de aquellos agujeros. De las cisternas pendían cuerdas oscuras y sobadas y todas ellas goteaban, dando a la estancia un fondo de sonido monótono y rítmico. De un clavo de la pared pendían unas hojas de periódicos cortadas en cuatro que servían para rematar la toilet si se hacían necesidades mayores. Había dos lavabos, el uno roto y el otro arpado, cuyos grifos daba grima tocar por la suciedad que en todas partes se acumulaba en tomos y costras visibles hasta con aquella luz tan mortecina. Tras lavarse las manos, sofocando con esfuerzo la arcada que le provocaba el hedor de los retretes, y procurando no mancharse con la mugre que allí se acumulaba, salió cuanto antes del cochambroso servicio. Apenas salió, notó Lázaro como los dos camareros, ante su aparición, dejaron repentinamente de cuchichear entre sí y cómo los pocos parroquianos que había le miraban también de reojo. Pidió un café y mientras lo probaba sintió que no se relajaba la tensión. Al poco bajó un hombre algo mayor del piso de arriba por unas escaleras que daban a un extremo de la barra del bar, pero por la parte de los clientes, y se dirigió a él, apenas le observó, con decisión.
- Le ruego que nos disculpe por lo sucio de los servicios, pero desde esta mañana que se limpiaron…
Lázaro no salía de su asombro por lo que a él le pareció un detalle educado por parte del encargado del local y, sobre todo, por la gran mentira que salió de su boca, pues aquellos servicios acumulaban la porquería, al menos por trienios, como los funcionarios hacían con su antigüedad.
- No he venido a ver sus servicios –dijo Lázaro cortésmente para no avergonzar al encargado.
- Sí, ya supongo que desea ver la parte de arriba. Estoy seguro que le va a parecer bien ya que, según creo, es la primera vez que usted viene por aquí.
- Pues sí, no conocía este local y hoy, al dar con él y verlo abierto, me he decidido a entrar.
- Suba, suba por aquí, por favor –y el encargado le condujo escalera arriba mostrando deferencia.
Lázaro intrigado le siguió algo sorprendido pero sin hacer preguntas. Tras abrir una puerta recia y recorrer un corto pasillo, una segunda puerta les condujo a una especie de sala amplia, caliente y más confortable, con una salamandra encendida en una de sus esquinas. Tenía un par de sofás amplios junto a las paredes y una serie de sillones con mesitas bajas y una minúscula barra con estantería donde había copas y botellas de licores variados. La decoración era extraña y recargada: cuadros con angelotes, malas imitaciones de Rubens con mujeres carnosas y un conjunto de cortinas con ostentosos lazos en tonos pastel que daban a otra puerta y otras más, a juego, que cubrían tres ventanas. En ese momento las cortinas de la puerta se movieron y salieron dos hombres uno joven y otro mayor, de más de 60 años. El mayor iba muy congestionado y el joven bromeaba con él.
- Coño, tío Damián, que no me imaginaba que aún valía usted.
- Vamos a tomar una copa, Paco –repuso el viejo, algo sofocado, carraspeando y con la respiración agitada.
Sin embargo apenas vieron al encargado, acompañando a Lázaro, se callaron y pasaron ligeros a tomar el pasillo que les llevaría escaleras abajo. Lázaro miró intrigado a su interlocutor y este azorado le dijo que tenían todo en regla, que en ese momento tenían cuatro mujeres en la casa pero que de todas ellas tenía notificación la policía y que, como siempre, había un buen entendimiento mutuo. Lázaro escuchaba atónito a aquel hombre pero calló porque no supo qué decir. Fue entonces cuando, sacando un sobre del bolsillo, se lo introdujo discretamente en uno de los bolsillos laterales de su chaqueta.
- Espero que sigamos como siempre. Ya saben que aquí sólo encontrarán colaboración.
- Bueno, no esperaba encontrarme con esto pero le agradezco su información. Tomaré mi café y me iré.
- Bien. Muchas gracias. Aquí nos tienen ustedes para lo que quieran.
No se entretuvo mucho Lázaro en terminar su café, que de ningún modo quisieron cobrarle, y se marchó del local sin desengañar a nadie sobre su identidad. Al salir de allí casi le entra la risa a carcajadas. Sólo el intenso frío, que caía desde el cielo estrellado, le hizo apretar el paso para llegar pronto a la habitación de la residencia. Al entrar, encendió la luz y sacó el sobre que el del burdel le había metido en el bolsillo. Dentro había cinco billetes de los grandes. Comprendió de inmediato que ser policía en aquellos tiempos, y vaya usted a saber si acaso en todos, era un gran chollo pues ya lo era, simplemente, el que por tal le hubieran tomado. Por policía nuevo, evidentemente, le tuvieron los del antro. Y él, claro, andando canino y viendo el detalle del sobre, no se molestó en desengañarles, que no era él de esos que, orgullosos, despreciaban lo que de tan buena fe se les pone en la mano, que bien decían los clásicos que se coge lo que te dan y se suspira por lo que queda. Y no era él, tan joven, quien para contradecir la sabiduría de los antiguos con actos de soberbio desprecio y desapego. Que había que tener un poco de humildad.
Miró el dinero de nuevo y se sintió orgulloso de, con sólo su porte, haber sido merecedor de recibirlo. Pensó, ignorante e inexperto en todo como era, que ya era hora de que la vida le sonriese con la buena fortuna. Parece, se ufanó por otro lado, que tenía una virtud desconocida: el arte de aparentar lo que no era sin esfuerzo. Se miró en el espejo del armario poniéndose alternativamente de frente y de perfil e intentando percibir lo que su gesto adusto podría transmitir a quien no fuera él. Alto, serio, fuerte, con el pelo cortado al estilo militar, vestido de negro de pies a cabeza… ¡Coño, si parecía un nazi! Pues bien, si por tal le habían tomado, no sería él quien les desengañara, del mismo modo que no fue él quien les mintió ni, con una sola palabra o gesto, insinuó que fuera policía.
No estaba mal tener un don y, de vez en cuando, poder explotarlo. Y se durmió risueño de su hazaña y creyendo conocerse más y suponiendo haber descubierto en sí mismo cierta planta que, con el tiempo, daría frutos y más frutos siempre aprovechables para el amo que, sin duda, era él y por siempre lo sería. Dulce ingenuidad.
2 comentarios:
Es que un golpecillo de suerte... hace a un joven inexperto, lo que le sucedió a Lázaro. No se aun lo que venga mas arriba, pero me pongo a ello ahora mismo.
(me dio asquito lo de los sanitarios del local ¿eh?)
Besillos primaverales
Es que casi pringan... A mí también.
Besos.
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