Le había costado mucho a sus cuarenta y tantos años hacerse con la bici. No hacerse con ella para dar un paseo, sino para andar con soltura unos 50 ó 60 kilómetros. Bien es verdad que se trataba de una buena bici de montaña que, si lo necesitaba, tenía unos desarrollos muy cortos que, cómo dicen los castizos, casi le permitían subirse por las paredes. Pero desengáñense de los dichos, hay que hacer piernas. Así que entrenó y entrenó moviendo desarrollos cortos una hora, dos horas… hasta que se sintió con fuerzas y preparación para marcharse en solitario a dar vueltas por los pueblos de la provincia, a veces saliendo de la capital, a veces desde otros pueblos a los que previamente llegaba con la bici dentro del coche.
Ciertamente era un placer, incluso en los días calmos de invierno, salir con la bici sintiendo que la máquina obedecía y las piernas no acusaban el cansancio ni llegaban al agotamiento. Era una sensación estupenda el subir las pendientes con la regularidad rítmica que dan unas piernas preparadas para aguantar el esfuerzo y dosificarlo. El entrenamiento de los tres o cuatro primeros meses había valido la pena pues, intentar distancias en bici sin entrenamiento, es una garantía segura para aborrecer al artefacto.
Por el contrario, estando preparado, debe de producirse quizás lo que algunos consideran como una producción de endorfinas a las que el ciclista o el deportista en general se vuelve adicto. Algunos sostienen que la práctica controlada y regulada de ejercicio físico produce una estimulación en la producción de neurotransmisores cerebrales que generan en los deportistas analgesia y una sensación de placer y bienestar. El ciclista pensaba que algo de esto tenía que haber pues él sentía una sensación estupenda de plenitud cada vez que se daba sus mañanas o tardes de bicicleta. ¿Sería un adicto al que, por dedicarse al deporte, no llamaban abiertamente drogadicto? Casi tenía sus dudas.
Un día calmo y soleado de invierno, después de haber subido un pequeño puerto, hizo un descenso bastante excitante por el acicate de la velocidad. En aquella estrecha carreterilla secundaria, llena de curvas sin visibilidad, era un reto bajar a una velocidad tan desproporcionada. Un inquietante cosquilleo del estómago para abajo le acompañó todo el descenso. ¿Sería la droga del deporte?, pensó según descendía, menospreciando el peligro.
Lentamente concluyó la bajada y llegó a Sedeín, el pueblo al pie del puerto. Dejó que la inercia le llevara a la fuente del pueblo, situada en una espaciosa plaza junto a la carretera por la que descendió. Allí tomó agua y rellenó la cantimplora. Al reanudar la marcha iba distraído mirando las bonitas fachadas… cuando sin saber ni cómo ni de qué manera fue a dar con sus huesos en el duro suelo de cemento liso de la plaza. El casco recibió un buen impacto pero no fue menor el que recibió el hombro derecho. ¿Cómo se había caído? No se lo explicaba pero, en cuanto se puso en pie, se dio cuenta que algo en el hombro no andaba bien. Miró a su alrededor y la media docena de personas que estaban en la plaza se estaban descojonando de risa ostentosamente.
- ¿Pero dónde vas con tanta bici, gilipollas?
- Pues anda que si te caes aquí, en lo más llano…
- No me jodas, caerse aquí, tiene cojones la cosa…¿Estás tonto o qué?
- Anda lárgate, modorro, no vayan a venir los de tráfico a hacerte la prueba de la alcolemia…
- Eso digo yo, ni que hubieras desayunao con aguardiente.
El ciclista enseguida comprendió que poca ayuda podía esperar de aquella gente. Hizo de tripas corazón y aprovechando que aún estaba caliente se montó de nuevo en la bici. A las dos pedaladas se dio cuenta que tenía que mantener el cuerpo rígido e inmóvil de cintura para arriba pues, si no, el dolor en el hombro era insoportable. Gracias a su buena forma pudo llegar al pueblo donde, a 30 kilómetros del de la caída, había dejado el coche.
En el centro médico local, el ciclista tuvo suerte, había un médico joven que le tiró al suelo como si fuera una res y le colocó el hombro con soltura, a despecho de sus bramidos de dolor. Luego le dijo que le llevaran a urgencias porque tenía también fracturado el acromio.
Uno de los viejos que estaban esperando en el centro médico le preguntó que dónde se había caído. El ciclista le refirió que había sido en Sedeín y que la gente en vez de ayudarle se había reído de él. El viejo con mucha calma le dijo:
- Si ha sido en Sedeín no le extrañe a usted nada, bastante es que no le remataran a garrotazos.
Y así fue como el ciclista abandonó su adición a las endorfinas.
Ciertamente era un placer, incluso en los días calmos de invierno, salir con la bici sintiendo que la máquina obedecía y las piernas no acusaban el cansancio ni llegaban al agotamiento. Era una sensación estupenda el subir las pendientes con la regularidad rítmica que dan unas piernas preparadas para aguantar el esfuerzo y dosificarlo. El entrenamiento de los tres o cuatro primeros meses había valido la pena pues, intentar distancias en bici sin entrenamiento, es una garantía segura para aborrecer al artefacto.
Por el contrario, estando preparado, debe de producirse quizás lo que algunos consideran como una producción de endorfinas a las que el ciclista o el deportista en general se vuelve adicto. Algunos sostienen que la práctica controlada y regulada de ejercicio físico produce una estimulación en la producción de neurotransmisores cerebrales que generan en los deportistas analgesia y una sensación de placer y bienestar. El ciclista pensaba que algo de esto tenía que haber pues él sentía una sensación estupenda de plenitud cada vez que se daba sus mañanas o tardes de bicicleta. ¿Sería un adicto al que, por dedicarse al deporte, no llamaban abiertamente drogadicto? Casi tenía sus dudas.
Un día calmo y soleado de invierno, después de haber subido un pequeño puerto, hizo un descenso bastante excitante por el acicate de la velocidad. En aquella estrecha carreterilla secundaria, llena de curvas sin visibilidad, era un reto bajar a una velocidad tan desproporcionada. Un inquietante cosquilleo del estómago para abajo le acompañó todo el descenso. ¿Sería la droga del deporte?, pensó según descendía, menospreciando el peligro.
Lentamente concluyó la bajada y llegó a Sedeín, el pueblo al pie del puerto. Dejó que la inercia le llevara a la fuente del pueblo, situada en una espaciosa plaza junto a la carretera por la que descendió. Allí tomó agua y rellenó la cantimplora. Al reanudar la marcha iba distraído mirando las bonitas fachadas… cuando sin saber ni cómo ni de qué manera fue a dar con sus huesos en el duro suelo de cemento liso de la plaza. El casco recibió un buen impacto pero no fue menor el que recibió el hombro derecho. ¿Cómo se había caído? No se lo explicaba pero, en cuanto se puso en pie, se dio cuenta que algo en el hombro no andaba bien. Miró a su alrededor y la media docena de personas que estaban en la plaza se estaban descojonando de risa ostentosamente.
- ¿Pero dónde vas con tanta bici, gilipollas?
- Pues anda que si te caes aquí, en lo más llano…
- No me jodas, caerse aquí, tiene cojones la cosa…¿Estás tonto o qué?
- Anda lárgate, modorro, no vayan a venir los de tráfico a hacerte la prueba de la alcolemia…
- Eso digo yo, ni que hubieras desayunao con aguardiente.
El ciclista enseguida comprendió que poca ayuda podía esperar de aquella gente. Hizo de tripas corazón y aprovechando que aún estaba caliente se montó de nuevo en la bici. A las dos pedaladas se dio cuenta que tenía que mantener el cuerpo rígido e inmóvil de cintura para arriba pues, si no, el dolor en el hombro era insoportable. Gracias a su buena forma pudo llegar al pueblo donde, a 30 kilómetros del de la caída, había dejado el coche.
En el centro médico local, el ciclista tuvo suerte, había un médico joven que le tiró al suelo como si fuera una res y le colocó el hombro con soltura, a despecho de sus bramidos de dolor. Luego le dijo que le llevaran a urgencias porque tenía también fracturado el acromio.
Uno de los viejos que estaban esperando en el centro médico le preguntó que dónde se había caído. El ciclista le refirió que había sido en Sedeín y que la gente en vez de ayudarle se había reído de él. El viejo con mucha calma le dijo:
- Si ha sido en Sedeín no le extrañe a usted nada, bastante es que no le remataran a garrotazos.
Y así fue como el ciclista abandonó su adición a las endorfinas.
7 comentarios:
A mi en Sedeín me trataron muy bien, si te refieres al pueblo de la plaza amplia con una fuente con caños. Al poco de llegar yo y de andar dando una vuelta para ver el percal (bonita palabra, que como modorro ya se me estaba olvidando de no oirlas)apareció el furgon del pan y por el olor y porque tenía que llegar a Berlanga para comer, se me ocurrio acercarme a comprar una hogaza de esas tan buenas que hacen por aqui. Había dos paisanos delante de mi y al verme me rogaron que me pusiera delante de ellos porque no tenían ninguna prisa y suponían que yo la tenía. Luego a la hora de ir a pagar resulta que el panadero no tenía cambio de uno de esos billetes modernos y la calderilla no llegaba y me dijo que le diese lo que llevase suelto. El pueblo no era nada especial pero el trato exquisito y esa subida, espectacular.
Un saludo.
Me alegro por ti y también por esos irredentos de Sedeín, que rompan con su fama y se porten bien con alguien de vez en cuando.
Saludos, Kobo.
Hay pueblos que arrastran mala fama; en uno de ellos que no diré su nombre, reza un lema no oficial por supuesto, que dice "Los de XXX, con la razón o sin ella" Luego resulta que te acercas hasta allí, y es todavía peor.
Salud.
Bueno eso de la fama es muy relativo y muchas veces las rimas tienen la culpa de todo. Por ejemplo:
Centenera y Atanzón,
en cada casa un ladrón.
Y en casa del alcalde,
el hijo y el padre.
Pero son como todo el mundo, la culpa la tenemos las personas, sobre todo las que somos algo burlonas ;-)
Los de Osma dicen de las de Berlanga que por una peseta veintiun ajo dieron, y los de Berlanga recitan esta coplilla: Santa Cristina bendita / a que pueblo hemos venido / las mujeres sin peinar / y borrachos los maridos.
Lo de los ajos, tratándose de Berlanga está muy bien traído. Y la otra me suena un montón por haberla oído dedicada a otros pueblos. Un día tenemos que ponernos a recopilar coplillas de esas populares, a ver cuántas juntamos.
Saludos.
Lo de las endorfinas lo dice todo el mundo q ue practica deporte, pero yo nunca experimenté esa sensación, más bien me deprime ver lo poco fuerte que soy. Pero de joven me pasaba igual!
Supongo que no todos tienen condiciones para practicar deporte, igual que no todos tienen condiciones para ser pianista.
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