En Lisboa, hace años, una noche de enero bastante fría, mientras tomábamos ginginha servida en una taberna del Rossio pero tomada en la calle en pie, vimos actuar un coro improvisado de vagabundos que tocaban unos pobres y viejos instrumentos en el frío de la noche, apoyadas sus espaldas contra una pared de la plaza. Tocaban fados en la calle formando una pequeña banda improvisada. Era una banda inusual y surrealista, iban vestidos con ropas ajadas por el uso, con abrigos viejos, sucios y bastante rotos y se protegían las manos del frío con guantes de goma de los que se usan para fregar. Después de cada fado pedían la voluntad al público, que les echaba monedas en una canastilla que tenían a sus pies. Un hombre joven, famélico, mal vestido también, y que cojeaba, se acercó a ellos y les pidió que le dejaran cantar un fado acompañado por sus pocos y pobres instrumentos. Los vagabundos accedieron. El hombre joven cantó. Lo hizo mejor que nadie y la gente le aplaudió y le echó bastantes monedas. Él las recogió, dio las gracias al resto del grupo por haberle dejado actuar y se despidió marchándose calle adelante.
Yo le dije a mi mujer: Ese es nuestro hombre.
Le seguimos unos metros y enseguida le llamamos. Le dije que queríamos escuchar fados de verdad, pero no donde iban los turistas, sino en el Barrio Alto donde van los portugueses verdaderos, que eso era lo queríamos ver. Le dije que le habíamos oído cantar y que nos parecía que él tenía que saber dónde se cantaban buenos fados de verdad, interpretados por gente que lo hacía de corazón, no para obtener unas monedas de los turistas. Él nos dijo que le tendríamos que llevar en taxi, convidar a cenar y luego llevarle de regreso a su casa de nuevo en taxi. Le dije que de acuerdo.
Así nos vimos tomando un taxi y, en compañía de nuestro improvisado amigo, que se llamaba Mario, subiendo al Barrio Alto.
Mi mujer estaba asustada por mi atrevimiento y me dijo que hiciera el favor de no beber y de tener cuidado, que lo que estábamos haciendo era muy peligroso. Yo le prometí que tendría cuidado y que bebería poco. Al cabo de un rato estábamos en un local atestado de gente sentada en mesas corridas con bancos, donde los asistentes se apuntaban en una lista para cantar fados o para declamar poesía. La jefa era una mujer madura, que tenía toda la pinta de ser una vieja meretriz, y que tenía por nombre o mote Milú Ferrero o algo así. Los camareros tenían todos una facha muy sospechosa y el jefe de los camareros un aspecto evidente de maricón (paneleiro, que dicen los autóctonos) que tiraba para atrás pero, eso sí, era un gigante de casi dos metros el tío.
Durante el espectáculo, protagonizado por la propia concurrencia, se exigía silencio y si alguien osaba hablar era duramente recriminado. La comida no era de calidad y la bebida tampoco pero el espectáculo fue inolvidable. En esto aparecieron dos hombres a los que la jefa buscó sitio inmediatamente (justamente frente a nosotros) y les sirvió con celeridad unos aperitivos mucho más selectos que al resto de la concurrencia. Los hombres enseguida repararon en nosotros y especialmente en Mario que no hacía más que esconder la cara.
-¿Tú qué haces aquí?, se dirigieron a Mario de modo directo.
-Estoy con estos españoles amigos que me han invitado.
-¿Es eso cierto? Me preguntó uno de ellos.
- Sí, así es. (Ya me había dado cuenta de que eran policías)
- ¿Saben ustedes con quien se han juntado? Mucho cuidado con él. Y, tú, Mario, mucho cuidado con lo que haces con estos señores que nosotros hemos estado muchas veces en España y siempre fuimos muy bien tratados, que no te tengamos que buscar mañana por el centro o en tu barrio.
En esto se me ocurrió invitar a los policías y me aceptaron la invitación, aunque sólo bebió uno de ellos, pero al ir yo a pagar al camarero alargándole un billete de 5000 escudos, uno de ellos me agarró por la muñeca y le dijo: ¡Observa bien que te da 5000 escudos y no 500! (Con lo cual, por ciego que fuera, me quedó muy clara la calaña del local).
Los policías hablaron con nosotros largo rato y Mario aprovechó para comerse todo lo que nos habían puesto y beberse todo el vino. El hombre estaba hambriento y muerto de necesidad. Enseguida comprendí que era un drogadicto. El pobre era muy joven y su cojera se debía a una herida infectada en una pierna.
Los policías nos dijeron que al sentarse nos habían tomado por portugueses, pues mi mujer, con su pelo tan recogido, les había parecido de la tierra. Luego se marcharon y nosotros lo pasamos estupendamente escuchando fados y poesía sin parar, hasta que a las 4 de la madrugada nos marchamos con nuestro cicerone Mario. Le llevamos a su casa en un taxi y le dimos un poco de dinero para que se lo gastase en comer... Dios sabe lo que haría con él.
Regresamos a nuestro camping muy contentos y emocionados de haber pasado una noche en un lugar verdadero, con gente verdadera y con problemas verdaderos. Los fados, en ese ambiente, me conmovieron especialmente, pues además de la música y la letra podíamos ver los gestos y las caras emocionadas de los cantantes, todos con sus cachenés oficiosamente reglamentarios. Una noche inolvidable en Lisboa. Y todo empezó tomando una ginginha en la calle.
Al taxista que nos llevó al Parque de Campismo de Monsanto le pregunté: ¿Cómo recoge usted gente a estas horas?
El hombre me dijo con solvencia: No crea, solo recojo a la gente que me parece de confianza, a los que tienen buena pinta.
Su afirmación tenía mucho peso, sobre todo teniendo en cuenta que fue Mario quien paró al taxi.
Yo le dije a mi mujer: Ese es nuestro hombre.
Le seguimos unos metros y enseguida le llamamos. Le dije que queríamos escuchar fados de verdad, pero no donde iban los turistas, sino en el Barrio Alto donde van los portugueses verdaderos, que eso era lo queríamos ver. Le dije que le habíamos oído cantar y que nos parecía que él tenía que saber dónde se cantaban buenos fados de verdad, interpretados por gente que lo hacía de corazón, no para obtener unas monedas de los turistas. Él nos dijo que le tendríamos que llevar en taxi, convidar a cenar y luego llevarle de regreso a su casa de nuevo en taxi. Le dije que de acuerdo.
Así nos vimos tomando un taxi y, en compañía de nuestro improvisado amigo, que se llamaba Mario, subiendo al Barrio Alto.
Mi mujer estaba asustada por mi atrevimiento y me dijo que hiciera el favor de no beber y de tener cuidado, que lo que estábamos haciendo era muy peligroso. Yo le prometí que tendría cuidado y que bebería poco. Al cabo de un rato estábamos en un local atestado de gente sentada en mesas corridas con bancos, donde los asistentes se apuntaban en una lista para cantar fados o para declamar poesía. La jefa era una mujer madura, que tenía toda la pinta de ser una vieja meretriz, y que tenía por nombre o mote Milú Ferrero o algo así. Los camareros tenían todos una facha muy sospechosa y el jefe de los camareros un aspecto evidente de maricón (paneleiro, que dicen los autóctonos) que tiraba para atrás pero, eso sí, era un gigante de casi dos metros el tío.
Durante el espectáculo, protagonizado por la propia concurrencia, se exigía silencio y si alguien osaba hablar era duramente recriminado. La comida no era de calidad y la bebida tampoco pero el espectáculo fue inolvidable. En esto aparecieron dos hombres a los que la jefa buscó sitio inmediatamente (justamente frente a nosotros) y les sirvió con celeridad unos aperitivos mucho más selectos que al resto de la concurrencia. Los hombres enseguida repararon en nosotros y especialmente en Mario que no hacía más que esconder la cara.
-¿Tú qué haces aquí?, se dirigieron a Mario de modo directo.
-Estoy con estos españoles amigos que me han invitado.
-¿Es eso cierto? Me preguntó uno de ellos.
- Sí, así es. (Ya me había dado cuenta de que eran policías)
- ¿Saben ustedes con quien se han juntado? Mucho cuidado con él. Y, tú, Mario, mucho cuidado con lo que haces con estos señores que nosotros hemos estado muchas veces en España y siempre fuimos muy bien tratados, que no te tengamos que buscar mañana por el centro o en tu barrio.
En esto se me ocurrió invitar a los policías y me aceptaron la invitación, aunque sólo bebió uno de ellos, pero al ir yo a pagar al camarero alargándole un billete de 5000 escudos, uno de ellos me agarró por la muñeca y le dijo: ¡Observa bien que te da 5000 escudos y no 500! (Con lo cual, por ciego que fuera, me quedó muy clara la calaña del local).
Los policías hablaron con nosotros largo rato y Mario aprovechó para comerse todo lo que nos habían puesto y beberse todo el vino. El hombre estaba hambriento y muerto de necesidad. Enseguida comprendí que era un drogadicto. El pobre era muy joven y su cojera se debía a una herida infectada en una pierna.
Los policías nos dijeron que al sentarse nos habían tomado por portugueses, pues mi mujer, con su pelo tan recogido, les había parecido de la tierra. Luego se marcharon y nosotros lo pasamos estupendamente escuchando fados y poesía sin parar, hasta que a las 4 de la madrugada nos marchamos con nuestro cicerone Mario. Le llevamos a su casa en un taxi y le dimos un poco de dinero para que se lo gastase en comer... Dios sabe lo que haría con él.
Regresamos a nuestro camping muy contentos y emocionados de haber pasado una noche en un lugar verdadero, con gente verdadera y con problemas verdaderos. Los fados, en ese ambiente, me conmovieron especialmente, pues además de la música y la letra podíamos ver los gestos y las caras emocionadas de los cantantes, todos con sus cachenés oficiosamente reglamentarios. Una noche inolvidable en Lisboa. Y todo empezó tomando una ginginha en la calle.
Al taxista que nos llevó al Parque de Campismo de Monsanto le pregunté: ¿Cómo recoge usted gente a estas horas?
El hombre me dijo con solvencia: No crea, solo recojo a la gente que me parece de confianza, a los que tienen buena pinta.
Su afirmación tenía mucho peso, sobre todo teniendo en cuenta que fue Mario quien paró al taxi.
1 comentario:
HEY ME HA ENCANTADO LA HISTORIA Y TENGO CURIOSIDAD POR CONOCER EL LOCAL, SI PUEDES ENVÍAME LA DIRECCIÓN O ALGÚN DATO PARA ENCONTRARLO.yo pasare noche vieja en lisboa y buen quisiera pasarme por alli
GRACIAS
cyberdanteydaniela@hotmail.com
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