23 abril 2007

Los visitantes


Por la tarde, después de la sobremesa y de la entrega de nuestros primeros regalos, Eduardo dijo que traía todo lo necesario para embotellar un cierto vino generoso que su padre había comprado hacía años y que nos había traído en una vieja garrafa. Sin embargo, antes de esto, me dijo que se creía en la obligación de comunicarme algo, ya que estaba en mi casa y creía que yo debía de saberlo. Miró a su amigo Manuel y me indicó que Manuel iba siempre acompañado de una “pucha” pues no en vano era su guardaespaldas y ayudante y en el mundo nunca sabía uno con lo que podía encontrase. Al notar mi cara de extrañeza y mi gesto de interrogación ante la palabra “pucha”, hizo un gesto a Manuel quien inmediatamente sacó de debajo de su chaquetón una monumental pistola de la que me dijo que era reglamentaria y que su calibre era del 9 mm parabellum y que tenía de ella todos los papeles en regla. Esto último se conoce que lo dijo para que no me preocupara. Inmediatamente le repliqué, con mucho miramiento y tacto, que eso en nuestro entorno no le iba a ser necesario y que le rogaba que no la sacara a la calle. Manuel, ante mi asombro más que disimulado, me dijo con tranquilidad que, por supuesto, no iba a utilizarla pero que sabía por experiencia que si había algún problema de relieve, su pucha, apuntando a la cabeza del interesado, solía resolver asuntos de apariencia complicada. Le repetí mis recomendaciones y le rogué que no la sacara de casa. Procuré disimular mi preocupación, que era muy grande, y pensé para mí: Pero, ¿a quién he metido en casa? Mi mujer se quedó lívida con esta inesperada revelación, pero los dos procuramos disimular y no nos echamos a llorar allí mismo. Siempre hay que guardar las formas. Entereza, amigo.

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