Han sido muchos los hombres
ilustres, e incluso historiadores de muchas campanillas, los que han narrado
esta leyenda a lo largo del tiempo. Pues, por no ser ideada por nadie sino
responder a unos hechos, a todos y a nadie pertenece y cada cual puede dar su
versión. Eso sí, sin desvirtuar el rigor de los acontecimientos porque, aunque
las leyendas carezcan de derechos de autor, son una herencia común que no debe
alterarse al buen tuntún.
En estas tierras cristianas de
Castilla, reinando Alfonso el sexto (otros sostienen que el séptimo), vivió don Muño Sancho de Finojosa que,
pese a las obligaciones debidas a sus muchas propiedades y riquezas, era
también grande del reino.
Reunía don Muño bajo su liderazgo,
y previa soldada, una mesnada de setenta caballeros y otros muchos peones y
otros más hombres de servicio y algunos cuantos criados y zagales. Y de todos
ellos sabía ser el estricto capitán en la guerra y el padre bondadoso en la
paz. Pero esta paternidad, espiritual casi siempre, le ocupaba poco tiempo pues
el más de él lo dedicaba a la batalla y, cuando descansaba, cazaba.
Y, como la guerra era y es un
buen justificante de la violencia, atravesó muchas veces la frontera con el
infiel agareno y volvió siempre victorioso, cargado ora de botín, ora de
cautivos, ora de bienes muebles y ganados… mas, siempre, tiznado de despojos y
sangre sarracena. La guerra, entonces, requería dedicación exclusiva y, aún así
y pese al esfuerzo de tantos caballeros, duró aquélla ochocientos años, sobre
poco más o menos.
Y no por vivir en la Edad Media
carecía don Muño de esos anhelos por viajar y conocer mundo que obnubilan a
nuestros conciudadanos del siglo XXI. Mas, por aquel entonces, los viajes eran,
cuando no Cruzadas (no confundir con cruceros), peregrinaciones o romerías o
visitas a los Santos Lugares para volver de Jerusalén con la palma de palmero
(no confundir con los flamencos). Lugar, éste último, al que don Muño,
solemnemente, tenía prometida visita. Pero no adelantemos los acontecimientos.
El hecho fue que aquel día, de guerra
como todos, tras indagar por dónde andaba la frontera (difícilmente podría
hacerse hoy, pero entonces cambiaban de sitio las fronteras casi todos los
días), se internó con sus huestes en el hostil y proceloso territorio de la
Media Luna.
Fue feliz don Muño cuando avistó
una comitiva enemiga cuyo séquito deslumbraba por el lujo de sus atuendos y la
calidad y alcurnia que sus miembros mostraban. Sin hacer uso de las armas, pues
no encontró respuesta armada que justificase ninguna escabechina, los detuvo a
todos, gozoso de que no ofrecieran resistencia a su brazo justiciero e
implacable.
Pero hete aquí que, de entre los
moros principales, uno se dirigió a él con el tono doliente del que, aunque sin
miedo, sufre profundamente. Por sus nobles palabras supo que se llamaba Albail
y que, junto a su amada Alifra, viajaban en cortejo nupcial para contraer bodas
en un cercano alcázar.
Pronto el cristiano corazón de
don Muño comprendió que no era gloria, para un caballero de honor como era él,
hacer botín de gente principal que sólo le ofreció el blando brillo de la telas
de sus vestimentas, sin mostrar siquiera el mínimo destello del acero de sus
agudos alfanjes. (Comprendió, la verdad, que les había pillado por sorpresa y
de bonito.)
Así ascendió de grado a sus cautivos
y, además de no matarles, encarcelarles o, como poco, deshonrarles (costumbres
habituales de la época), les atendió como a amigos e iguales y, con gran
liberalidad, les llevó a su castillo y les ofreció fiestas para celebrar los
esponsales durante quince días y así vivieron mezclados como hermanos árabes y
cristianos, esas dos estirpes enemigas más allá de la muerte. (Fueron tan
grandes las celebraciones, que hasta se alancearon toros como en Tordesillas,
sin incidentes, no les digo más.)
Pasados los quince días, tras
buscar la frontera, que ya estaba en otra parte, les devolvió a su reino (casados
por la Iglesia, se supone). La generosidad, la hidalguía, el afecto y el
agradecimiento sazonaron la grata despedida y en ella se oyeron mil cumplidos.
Pero cada cual tenía que volver a su fe, a su patria y a sus esencias puras.
Esto era ineludible. Y los dos bandos, con los pendones ondeando enhiestos y
las retadoras armas brillando en la distancia, partieron en contrarias
direcciones, o sea, en la misma dirección pero en distintos sentidos. Mañana
ya, podrían matarse con saña, que para eso eran enemigos irreconciliables hasta
el vómito. Que ya valía de tanto pasteleo. Había que volver a la normalidad,
que no otra cosa sino ésa, la más elemental, constituye la historia de los
pueblos. La violencia, digo. Que marcaba tendencia en las guerras de entonces.
Fue poco tiempo después, tras
pasar la frontera por donde estaba ese día, cuando don Muño Sancho dio con el
ejército de un moro poderoso. Pero, con inquebrantable fe en su Dios, le
presentó batalla. La dicha fe abdujo al cristiano caballero y, convencido de
que aquella ocasión sería la excepción del viejo dicho: “Dios protege a los
buenos cuando son más que los malos”, se lanzó con los suyos ferozmente contra
los agarenos, despreciando la inferioridad numérica.
Pero enseguida se vieron rodeados
de enemigos y a don Muño un hachazo le segó un brazo de cuajo. Los suyos le
animaron a salir de la batalla, pues no era deshonor retirarse con semejante
herida (considerada en la época parcialmente incapacitante por conservar el
otro brazo para seguir la lucha armada).
¡Antes morir como Muño Sancho,
que vivir como Muño Manco! Contestó el bravo caballero.
Y animó a los suyos, por la fe en
el Dios que les guiaba, a meterse en el cogollo de la lucha y allí, rodeados,
murieron todos por su fe, con el orgullo intacto, pero, eso sí: cosidos a
puñaladas y lanzazos. Tanto fue así que en toda la Cristiandad, para mayor
gloria de Dios, más se consideró el hecho martirio que batalla.
Sucedieron ese día dos cosas. La
una fue material y muy humana, la otra, anímica y portentosa. Dejaremos la
trascendente para el final, pues sin duda se trata de una deleitadora ambrosía
espiritual.
Tras la desigual batalla, se vio
a un notable, entre los sarracenos, buscar por entre los montones de cadáveres.
Topó primeramente con el brazo (eso le dio una pista) y, a no mucha distancia,
con el resto de don Muño. No era otro que el moro Albail, el que, con los ojos
bañados en agua de tristeza, recogió los restos de su benefactor (y seguramente
padrino de boda). Dicen las crónicas que lo envolvió en un xemet bermejo y lo
depositó en un féretro de abenut forrado de guadalmecí con abrazaderas y
cierres de plata. (Ya, ya, yo tampoco sé lo que es el xemet, ni el abenut, ni
el guadalmecí…Pero no me digan que no les suenan estas bellas palabras a lujazo
total.)
Y, bajo bandera blanca, lo llevó
a San Sebastián de Silos, donde don Muño descansa para siempre.
Pero viajemos ahora con el alma, a esa velocidad
que dicen que es, al menos, la misma que la luz posee. A la fuerza hay que
hacerlo, pues en esta historia se relata que Muño Sancho y sus caballeros,
fenecidos todos en batalla, fueron vistos en Jerusalén en la fecha y hora de su
postrer combate. (Un caso portentoso, sin medios telemáticos)
Un conocido de don Muño lo
reconoció en las proximidades de los Santos Lugares y raudo anunció al
Patriarca la presencia de tan distinguido caballero y de su séquito. Avisado el
Patriarca los recibió en procesión solemne. Los caballeros oyeron misa con
recogimiento y cuando, terminada ésta, todos se dieron la vuelta para hablar
con ellos, repararon en que los caballeros habían desaparecido ( y, además, sin
hacer declaraciones y sin dejar siquiera un comunicado). El Patriarca,
sorprendido por lo insólito del hecho, mandó tomar nota de él y de su punto,
fecha y hora y, también, mandó emisarios a Castilla. A la vuelta de éstos se
conoció que el caballero Muño Sancho y sus mesnaderos habían muerto en batalla
el día de la fecha.
“De la guerra santa, a la paz
eterna. Antes muerto que manco. Don Muño dio el gran salto.” Así se pronunció
el Patriarca ante esa nuevas.
Y muchos cristianos de fe firme,
concluyeron que lo mismo que Albail, el moro desposado, mostró un alma
agradecida y noble y devolvió tras la muerte el gran favor que don Muño le hizo
en vida, no quiso ser menos el Señor Nuestro Señor, Dios de los Ejércitos
Cristianos, procurando a don Muño y a sus fieles mesnaderos, que habían
dedicado su vida a honrarle con las armas, la postrera visita prometida (aunque
fuera por bilocación, dada la urgencia del caso). Y así, por más fugaz que fue
la estancia, se vieron trasportados a los lugares a los que, de vivos,
prometieron ir. Y viajaron de muertos con la ligereza y discreción que la
liberación del cuerpo mortal suele producir en los humanos. Pues todos sabemos
que el cuerpo sólo es un ancla que nos mantiene a la fuerza unidos a la tierra
y que, cuántas veces, nos impide visitar esos ansiados lugares con encanto que
todos, alguna vez, hemos tenido en mente.
Aún hoy, en nuestros días, pese a
la violencia controlada que reina en el mundo, pese a la hostilidad contenida
que se filtra hasta en las calles de la Jerusalén eterna, muchos de los
visitantes se trasponen de gozo en ella y (como si también ellos estuviesen
bilocados) exclaman desde lo más profundo de sus ser: ¡Dios mío, qué paz se
respira en Tierra Santa!
Y es que todos creemos, sin
pruebas fehacientes, que la paz ha de estar en algún lado. Y quizá cuando, como
don Muño, logremos alcanzar la velocidad de la luz, demos con ella.
7 comentarios:
Me ha gustado la leyenda, sobre todo porque tu versión mola muchísimo.
Me ha encantado "los ojos bañados en agua de tristeza", aunque también las acotaciones aclaratorias, que siempre son convenientes ;)
Y a ver si alguien inventa de una vez la teletransportaciónm que con eso sería todo bastante más fácil.
Saludos.
Como bien dices, tu leyenda tiene dos aspectos. Yo solo me voy a quedar con el terreno, que me parece de una humanidad poética gloriosa (al menos como lo has contado tú), porque el espiritual, aunque plausible, me resulta menos fácil de comprender.
Una leyenda hermosa, con ingredientes tan antiguos como la dignidad y el honor, y a la que tú has añadido además y como siempre el humor. Muy bonita.
Ángeles, tenía ganas de escribir pero no se me ocurría de qué. Así que tomé una vieja leyenda y la escribí a mi modo. Como no tenía autor. :-)
Sara, te veo con poca fe. Si no entiendes la bilocación sobrenatural de don Muño, no sé cómo vas a comprender estas cosas modernas que se esperan hacer desde Bruselas. Ten un poco de fe, mujer. ¿Acaso creerían los mesnaderos de don Muño en los medios telemáticos de hoy día? Pues ves, les pasaba como a ti con los milagros. La mutua imcomprensión, lo peor que existe.
Besos.
Podrá ser una leyenda muy conocida, pero al transmitirla tú con tu estilo quedó bordada.
Un abrazo.
Aunque yo no la conocía.
Se guardan, Sara O., en los anales de las viejas leyendas. Dejaron de leerse hace mucho y, de vez en cuando, me gusta rescatar alguna.
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