16 enero 2018

Leyenda de Muño Sancho



Han sido muchos los hombres ilustres, e incluso historiadores de muchas campanillas, los que han narrado esta leyenda a lo largo del tiempo. Pues, por no ser ideada por nadie sino responder a unos hechos, a todos y a nadie pertenece y cada cual puede dar su versión. Eso sí, sin desvirtuar el rigor de los acontecimientos porque, aunque las leyendas carezcan de derechos de autor, son una herencia común que no debe alterarse al buen tuntún.

En estas tierras cristianas de Castilla, reinando Alfonso el sexto (otros sostienen que el séptimo), vivió don Muño Sancho de Finojosa que, pese a las obligaciones debidas a sus muchas propiedades y riquezas, era también grande del reino.

Reunía don Muño bajo su liderazgo, y previa soldada, una mesnada de setenta caballeros y otros muchos peones y otros más hombres de servicio y algunos cuantos criados y zagales. Y de todos ellos sabía ser el estricto capitán en la guerra y el padre bondadoso en la paz. Pero esta paternidad, espiritual casi siempre, le ocupaba poco tiempo pues el más de él lo dedicaba a la batalla y, cuando descansaba, cazaba.

Y, como la guerra era y es un buen justificante de la violencia, atravesó muchas veces la frontera con el infiel agareno y volvió siempre victorioso, cargado ora de botín, ora de cautivos, ora de bienes muebles y ganados… mas, siempre, tiznado de despojos y sangre sarracena. La guerra, entonces, requería dedicación exclusiva y, aún así y pese al esfuerzo de tantos caballeros, duró aquélla ochocientos años, sobre poco más o menos.

Y no por vivir en la Edad Media carecía don Muño de esos anhelos por viajar y conocer mundo que obnubilan a nuestros conciudadanos del siglo XXI. Mas, por aquel entonces, los viajes eran, cuando no Cruzadas (no confundir con cruceros), peregrinaciones o romerías o visitas a los Santos Lugares para volver de Jerusalén con la palma de palmero (no confundir con los flamencos). Lugar, éste último, al que don Muño, solemnemente, tenía prometida visita. Pero no adelantemos los acontecimientos.

El hecho fue que aquel día, de guerra como todos, tras indagar por dónde andaba la frontera (difícilmente podría hacerse hoy, pero entonces cambiaban de sitio las fronteras casi todos los días), se internó con sus huestes en el hostil y proceloso territorio de la Media Luna.

Fue feliz don Muño cuando avistó una comitiva enemiga cuyo séquito deslumbraba por el lujo de sus atuendos y la calidad y alcurnia que sus miembros mostraban. Sin hacer uso de las armas, pues no encontró respuesta armada que justificase ninguna escabechina, los detuvo a todos, gozoso de que no ofrecieran resistencia a su brazo justiciero e implacable.

Pero hete aquí que, de entre los moros principales, uno se dirigió a él con el tono doliente del que, aunque sin miedo, sufre profundamente. Por sus nobles palabras supo que se llamaba Albail y que, junto a su amada Alifra, viajaban en cortejo nupcial para contraer bodas en un cercano alcázar.

Pronto el cristiano corazón de don Muño comprendió que no era gloria, para un caballero de honor como era él, hacer botín de gente principal que sólo le ofreció el blando brillo de la telas de sus vestimentas, sin mostrar siquiera el mínimo destello del acero de sus agudos alfanjes. (Comprendió, la verdad, que les había pillado por sorpresa y de bonito.)

Así ascendió de grado a sus cautivos y, además de no matarles, encarcelarles o, como poco, deshonrarles (costumbres habituales de la época), les atendió como a amigos e iguales y, con gran liberalidad, les llevó a su castillo y les ofreció fiestas para celebrar los esponsales durante quince días y así vivieron mezclados como hermanos árabes y cristianos, esas dos estirpes enemigas más allá de la muerte. (Fueron tan grandes las celebraciones, que hasta se alancearon toros como en Tordesillas, sin incidentes, no les digo más.)

Pasados los quince días, tras buscar la frontera, que ya estaba en otra parte, les devolvió a su reino (casados por la Iglesia, se supone). La generosidad, la hidalguía, el afecto y el agradecimiento sazonaron la grata despedida y en ella se oyeron mil cumplidos. Pero cada cual tenía que volver a su fe, a su patria y a sus esencias puras. Esto era ineludible. Y los dos bandos, con los pendones ondeando enhiestos y las retadoras armas brillando en la distancia, partieron en contrarias direcciones, o sea, en la misma dirección pero en distintos sentidos. Mañana ya, podrían matarse con saña, que para eso eran enemigos irreconciliables hasta el vómito. Que ya valía de tanto pasteleo. Había que volver a la normalidad, que no otra cosa sino ésa, la más elemental, constituye la historia de los pueblos. La violencia, digo. Que marcaba tendencia en las guerras de entonces.

Fue poco tiempo después, tras pasar la frontera por donde estaba ese día, cuando don Muño Sancho dio con el ejército de un moro poderoso. Pero, con inquebrantable fe en su Dios, le presentó batalla. La dicha fe abdujo al cristiano caballero y, convencido de que aquella ocasión sería la excepción del viejo dicho: “Dios protege a los buenos cuando son más que los malos”, se lanzó con los suyos ferozmente contra los agarenos, despreciando la inferioridad numérica.

Pero enseguida se vieron rodeados de enemigos y a don Muño un hachazo le segó un brazo de cuajo. Los suyos le animaron a salir de la batalla, pues no era deshonor retirarse con semejante herida (considerada en la época parcialmente incapacitante por conservar el otro brazo para seguir la lucha armada).

¡Antes morir como Muño Sancho, que vivir como Muño Manco! Contestó el bravo caballero.

Y animó a los suyos, por la fe en el Dios que les guiaba, a meterse en el cogollo de la lucha y allí, rodeados, murieron todos por su fe, con el orgullo intacto, pero, eso sí: cosidos a puñaladas y lanzazos. Tanto fue así que en toda la Cristiandad, para mayor gloria de Dios, más se consideró el hecho martirio que batalla.

Sucedieron ese día dos cosas. La una fue material y muy humana, la otra, anímica y portentosa. Dejaremos la trascendente para el final, pues sin duda se trata de una deleitadora ambrosía espiritual.

Tras la desigual batalla, se vio a un notable, entre los sarracenos, buscar por entre los montones de cadáveres. Topó primeramente con el brazo (eso le dio una pista) y, a no mucha distancia, con el resto de don Muño. No era otro que el moro Albail, el que, con los ojos bañados en agua de tristeza, recogió los restos de su benefactor (y seguramente padrino de boda). Dicen las crónicas que lo envolvió en un xemet bermejo y lo depositó en un féretro de abenut forrado de guadalmecí con abrazaderas y cierres de plata. (Ya, ya, yo tampoco sé lo que es el xemet, ni el abenut, ni el guadalmecí…Pero no me digan que no les suenan estas bellas palabras a lujazo total.)

Y, bajo bandera blanca, lo llevó a San Sebastián de Silos, donde don Muño descansa para siempre.

Pero  viajemos ahora con el alma, a esa velocidad que dicen que es, al menos, la misma que la luz posee. A la fuerza hay que hacerlo, pues en esta historia se relata que Muño Sancho y sus caballeros, fenecidos todos en batalla, fueron vistos en Jerusalén en la fecha y hora de su postrer combate. (Un caso portentoso, sin medios telemáticos)

Un conocido de don Muño lo reconoció en las proximidades de los Santos Lugares y raudo anunció al Patriarca la presencia de tan distinguido caballero y de su séquito. Avisado el Patriarca los recibió en procesión solemne. Los caballeros oyeron misa con recogimiento y cuando, terminada ésta, todos se dieron la vuelta para hablar con ellos, repararon en que los caballeros habían desaparecido ( y, además, sin hacer declaraciones y sin dejar siquiera un comunicado). El Patriarca, sorprendido por lo insólito del hecho, mandó tomar nota de él y de su punto, fecha y hora y, también, mandó emisarios a Castilla. A la vuelta de éstos se conoció que el caballero Muño Sancho y sus mesnaderos habían muerto en batalla el día de la fecha.

“De la guerra santa, a la paz eterna. Antes muerto que manco. Don Muño dio el gran salto.” Así se pronunció el Patriarca ante esa nuevas.

Y muchos cristianos de fe firme, concluyeron que lo mismo que Albail, el moro desposado, mostró un alma agradecida y noble y devolvió tras la muerte el gran favor que don Muño le hizo en vida, no quiso ser menos el Señor Nuestro Señor, Dios de los Ejércitos Cristianos, procurando a don Muño y a sus fieles mesnaderos, que habían dedicado su vida a honrarle con las armas, la postrera visita prometida (aunque fuera por bilocación, dada la urgencia del caso). Y así, por más fugaz que fue la estancia, se vieron trasportados a los lugares a los que, de vivos, prometieron ir. Y viajaron de muertos con la ligereza y discreción que la liberación del cuerpo mortal suele producir en los humanos. Pues todos sabemos que el cuerpo sólo es un ancla que nos mantiene a la fuerza unidos a la tierra y que, cuántas veces, nos impide visitar esos ansiados lugares con encanto que todos, alguna vez, hemos tenido en mente.

Aún hoy, en nuestros días, pese a la violencia controlada que reina en el mundo, pese a la hostilidad contenida que se filtra hasta en las calles de la Jerusalén eterna, muchos de los visitantes se trasponen de gozo en ella y (como si también ellos estuviesen bilocados) exclaman desde lo más profundo de sus ser: ¡Dios mío, qué paz se respira en Tierra Santa!

Y es que todos creemos, sin pruebas fehacientes, que la paz ha de estar en algún lado. Y quizá cuando, como don Muño, logremos alcanzar la velocidad de la luz, demos con ella.

7 comentarios:

Ángeles dijo...

Me ha gustado la leyenda, sobre todo porque tu versión mola muchísimo.

Me ha encantado "los ojos bañados en agua de tristeza", aunque también las acotaciones aclaratorias, que siempre son convenientes ;)
Y a ver si alguien inventa de una vez la teletransportaciónm que con eso sería todo bastante más fácil.

Saludos.

Sara dijo...

Como bien dices, tu leyenda tiene dos aspectos. Yo solo me voy a quedar con el terreno, que me parece de una humanidad poética gloriosa (al menos como lo has contado tú), porque el espiritual, aunque plausible, me resulta menos fácil de comprender.

Una leyenda hermosa, con ingredientes tan antiguos como la dignidad y el honor, y a la que tú has añadido además y como siempre el humor. Muy bonita.

Soros dijo...

Ángeles, tenía ganas de escribir pero no se me ocurría de qué. Así que tomé una vieja leyenda y la escribí a mi modo. Como no tenía autor. :-)

Soros dijo...

Sara, te veo con poca fe. Si no entiendes la bilocación sobrenatural de don Muño, no sé cómo vas a comprender estas cosas modernas que se esperan hacer desde Bruselas. Ten un poco de fe, mujer. ¿Acaso creerían los mesnaderos de don Muño en los medios telemáticos de hoy día? Pues ves, les pasaba como a ti con los milagros. La mutua imcomprensión, lo peor que existe.
Besos.

Sara O. Durán dijo...

Podrá ser una leyenda muy conocida, pero al transmitirla tú con tu estilo quedó bordada.
Un abrazo.

Sara O. Durán dijo...

Aunque yo no la conocía.

Lan dijo...

Se guardan, Sara O., en los anales de las viejas leyendas. Dejaron de leerse hace mucho y, de vez en cuando, me gusta rescatar alguna.