Los dos niños, de siete y nueve
años, preguntan a la mujer y al hombre si se saben la historia.
No se la saben.
-Casi nadie se
la sabe –dice el pequeño.
-Si queréis,
os la contamos –dice el mayor.
-Y os
enseñamos un oso y la cara del que hizo la iglesia –dice el pequeño.
Siguen a la pareja que, ansiosos,
quieren dar la vuelta al edificio y tomar fotografías. Ella les hace caso, pero
él no para de fisgar las piedras, ajeno a los niños, como si le faltase tiempo
para verlas o como si pudieran escaparse, en un descuido, del ojo de la cámara.
-¿Has visto la
cara del que hizo la iglesia? –dicen los dos niños a coro.
-No.
-Pues está ahí,
en esa ventana –dice el mayor.
-Pero hay otra
por detrás –apostilla el menor- y la puso para que todos supieran quién había
hecho la iglesia. Aunque, ya veréis, era un poco feo.
Giran por delante de la espadaña
y comienzan a observar el otro lateral. Hay una escalera de piedra que da
acceso a una torre cilíndrica con una puerta cerrada. Los niños les siguen.
-¿A que no ves al oso?
-Sí, está ahí.
-¡Qué va,
hombre, eso es un jabalí! Tienes que mirar a la esquina de arriba del todo.
El hombre obedece y, por fin,
localiza al oso.
-Lo ves, si no
te lo decimos te lo habías perdido.
El hombre y la mujer siguen dando
la vuelta a la iglesia y, tras el ábside, dan con un cementerio. Los chicos
detrás, sin quitarles ojo.
La mujer les pregunta entonces
por la historia.
-Es que vais
muy deprisa y así no se puede contar ninguna historia –dice el niño mayor.
-Bueno, pues
nos paramos y nos la contáis –le contesta la mujer sonriendo y haciendo un
gesto amable al hombre.
Se recuestan los dos adultos en
el pasamanos que rodea la iglesia, en la esquina donde se junta con el muro del
camposanto. Los niños se empeñan en subirse de pie a la barbacana y el mayor,
más ágil, lo consigue. El hombre ayuda a subirse al pequeño. Repara, de
repente, en que los niños son una aparición y que las piedras no van a
evaporarse.
-Bueno, a ver
esa historia –dice la mujer.
El mayor de los chicos comienza
la narración.
-Esto era un
conde que se llamaba Munio.
-Yo creo que
se llamaba Nuño –puntualiza el pequeño- pero, bueno.
-El caso es
que el conde, que era muy viejo, lo menos de sesenta años o así, se enamoró de
una chica muy guapa pero que tenía veinte. Pero, como le gustaba tanto, se casó
con ella.
-No, el conde
era muy viejo –vuelve a puntualizar el pequeño- pero sólo tenía cuarenta o casi
cincuenta.
-No, no, de
eso nada, tenía por lo menos sesenta –impone el mayor su autoridad en la
materia- Y, claro, pues no tenían hijos porque él era muy viejo y, y…bueno, que
no podía ser. Y entonces el conde le echó la culpa a ella y empezó a mirarla mal
y a regañar con ella muchas veces y a darle voces y todo eso.
-Y, además, le
entraron celos también –añade el pequeño- porque ella era muy guapa y él muy
viejo, aunque cazara muchos osos y otros animales carnívoros.
-Bueno, el
caso es que un día se enfadó mucho el conde porque no tenían hijos y eso. Y la
noche de ese día se enfadó aún más, porque había bebido mucho vino, y la echó
de su castillo que estaba por ahí muy arriba en el pico de una montaña. Y sólo
dejó que una sirvienta la acompañase en la bajada de la montaña con un caballo.
El pequeño no está de acuerdo,
así que añade:
-Sí, pero la
sirvienta, además, era muda y no le dejó un caballo, le dejó una burra vieja
que, encima, estaba muy coja.
-Bueno, es
verdad –dice el mayor- Se conoce que el conde quería que en aquella noche tan
oscura, al bajar del castillo, cruzando por los precipicios, se despeñaran las
dos con la burra y se mataran.
-Sí, pero además
aquella noche –dice el pequeño como si lo hubiera visto- había mucha tormenta,
con rayos blancos y mucha lluvia. Y el conde lo hizo aposta, del enfado que
tenía, para que se escurrieran y se cayeran a un barranco muy hondo y se las
comieran los lobos.
-Sí, es
verdad, también lo de la tormenta –vuelve el mayor al relato, algo chinchado por
el pequeño- Pero, por suerte o por lo que fuera, no les pasó nada y llegaron al
pueblo sanas y salvas con la burra.
-Sí, pero es
que, además, al llegar al pueblo la muda comenzó a cantar muchas canciones y
todos dijeron que era un milagro verdadero –añade el pequeño.
-Claro, ya lo
iba a decir yo, pero es que no me dejas terminar. Y por eso a la iglesia le
pusieron el nombre ese tan raro de San Salvador de Cantamuda.
Parece que el pequeño ya no tiene
nada que añadir. El mayor le mira un poco retador, como diciendo: A ver ahora
qué se te ocurre, chinche.
Y el pequeño cavila un poco y
dice:
-Sí, pero la
burra se quedó coja, la pobre.
7 comentarios:
¡¡¡Uyyyy, cómo me ha gustado!!! Esas pinceladas de realismo mágico te han quedado geniales. Te has superado a ti mismo.¡Bravo!
Besitos.
Gracias, Sara. Hay que ver lo que me animas siempre.
Jajajaj genial la ocurrencia del niño pequeño, anda que se iba a quedar callado.
Me encanta.Siempre me sorprenden los niños y sus ocurrencias, muy logrado Soros.
Saludos
Gracias, Conxita.
Los niños tenían razón: vamos, casi siempre, muy deprisa.
Saludos.
Lo de Canta-muda me había llamado la atención, y al final, mira, tenía su porqué. Menos mal que estaban allí esos dos aparecidos para explicarlo todo tan bien.
Me ha encantado, seriously.
Ángeles, existen, cómo no, textos históricos con nombres completos y genealogía que hacen referencia al hecho. Los niños fueron al meollo de la cuestión, en esencia, el mismo que cuentan las crónicas. Pero contando por los niños, no sólo queda claro, sino que no se olvida.
Gracias.
Me encanta cuando los que narran son los niños, queda todo mucho más claro.
Menos por lo de viejos de cuarenta años, eso ya no me hace tanta gracia.
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