28 abril 2017

Visita a San Salvador de Cantamuda


Los dos niños, de siete y nueve años, preguntan a la mujer y al hombre si se saben la historia.
No se la saben.
-Casi nadie se la sabe –dice el pequeño.
-Si queréis, os la contamos –dice el mayor.
-Y os enseñamos un oso y la cara del que hizo la iglesia –dice el pequeño.
Siguen a la pareja que, ansiosos, quieren dar la vuelta al edificio y tomar fotografías. Ella les hace caso, pero él no para de fisgar las piedras, ajeno a los niños, como si le faltase tiempo para verlas o como si pudieran escaparse, en un descuido, del ojo de la cámara.
-¿Has visto la cara del que hizo la iglesia? –dicen los dos niños a coro.
-No.
-Pues está ahí, en esa ventana –dice el mayor.
-Pero hay otra por detrás –apostilla el menor- y la puso para que todos supieran quién había hecho la iglesia. Aunque, ya veréis, era un poco feo.
Giran por delante de la espadaña y comienzan a observar el otro lateral. Hay una escalera de piedra que da acceso a una torre cilíndrica con una puerta cerrada. Los niños les siguen.
-¿A que no ves al oso?
-Sí, está ahí.
-¡Qué va, hombre, eso es un jabalí! Tienes que mirar a la esquina de arriba del todo.
El hombre obedece y, por fin, localiza al oso.
-Lo ves, si no te lo decimos te lo habías perdido.
El hombre y la mujer siguen dando la vuelta a la iglesia y, tras el ábside, dan con un cementerio. Los chicos detrás, sin quitarles ojo.
La mujer les pregunta entonces por la historia.
-Es que vais muy deprisa y así no se puede contar ninguna historia –dice el niño mayor.
-Bueno, pues nos paramos y nos la contáis –le contesta la mujer sonriendo y haciendo un gesto amable al hombre.
Se recuestan los dos adultos en el pasamanos que rodea la iglesia, en la esquina donde se junta con el muro del camposanto. Los niños se empeñan en subirse de pie a la barbacana y el mayor, más ágil, lo consigue. El hombre ayuda a subirse al pequeño. Repara, de repente, en que los niños son una aparición y que las piedras no van a evaporarse.
-Bueno, a ver esa historia –dice la mujer.
El mayor de los chicos comienza la narración.
-Esto era un conde que se llamaba Munio.
-Yo creo que se llamaba Nuño –puntualiza el pequeño- pero, bueno.
-El caso es que el conde, que era muy viejo, lo menos de sesenta años o así, se enamoró de una chica muy guapa pero que tenía veinte. Pero, como le gustaba tanto, se casó con ella.
-No, el conde era muy viejo –vuelve a puntualizar el pequeño- pero sólo tenía cuarenta o casi cincuenta.
-No, no, de eso nada, tenía por lo menos sesenta –impone el mayor su autoridad en la materia- Y, claro, pues no tenían hijos porque él era muy viejo y, y…bueno, que no podía ser. Y entonces el conde le echó la culpa a ella y empezó a mirarla mal y a regañar con ella muchas veces y a darle voces y todo eso.
-Y, además, le entraron celos también –añade el pequeño- porque ella era muy guapa y él muy viejo, aunque cazara muchos osos y otros animales carnívoros.
-Bueno, el caso es que un día se enfadó mucho el conde porque no tenían hijos y eso. Y la noche de ese día se enfadó aún más, porque había bebido mucho vino, y la echó de su castillo que estaba por ahí muy arriba en el pico de una montaña. Y sólo dejó que una sirvienta la acompañase en la bajada de la montaña con un caballo.
El pequeño no está de acuerdo, así que añade:
-Sí, pero la sirvienta, además, era muda y no le dejó un caballo, le dejó una burra vieja que, encima, estaba muy coja.
-Bueno, es verdad –dice el mayor- Se conoce que el conde quería que en aquella noche tan oscura, al bajar del castillo, cruzando por los precipicios, se despeñaran las dos con la burra y se mataran.
-Sí, pero además aquella noche –dice el pequeño como si lo hubiera visto- había mucha tormenta, con rayos blancos y mucha lluvia. Y el conde lo hizo aposta, del enfado que tenía, para que se escurrieran y se cayeran a un barranco muy hondo y se las comieran los lobos.
-Sí, es verdad, también lo de la tormenta –vuelve el mayor al relato, algo chinchado por el pequeño- Pero, por suerte o por lo que fuera, no les pasó nada y llegaron al pueblo sanas y salvas con la burra.
-Sí, pero es que, además, al llegar al pueblo la muda comenzó a cantar muchas canciones y todos dijeron que era un milagro verdadero –añade el pequeño.
-Claro, ya lo iba a decir yo, pero es que no me dejas terminar. Y por eso a la iglesia le pusieron el nombre ese tan raro de San Salvador de Cantamuda.
Parece que el pequeño ya no tiene nada que añadir. El mayor le mira un poco retador, como diciendo: A ver ahora qué se te ocurre, chinche.
Y el pequeño cavila un poco y dice:
-Sí, pero la burra se quedó coja, la pobre.

7 comentarios:

Sara dijo...

¡¡¡Uyyyy, cómo me ha gustado!!! Esas pinceladas de realismo mágico te han quedado geniales. Te has superado a ti mismo.¡Bravo!

Besitos.

Soros dijo...

Gracias, Sara. Hay que ver lo que me animas siempre.

Conxita C. dijo...

Jajajaj genial la ocurrencia del niño pequeño, anda que se iba a quedar callado.
Me encanta.Siempre me sorprenden los niños y sus ocurrencias, muy logrado Soros.
Saludos

Soros dijo...

Gracias, Conxita.
Los niños tenían razón: vamos, casi siempre, muy deprisa.
Saludos.

Ángeles dijo...


Lo de Canta-muda me había llamado la atención, y al final, mira, tenía su porqué. Menos mal que estaban allí esos dos aparecidos para explicarlo todo tan bien.

Me ha encantado, seriously.

Soros dijo...

Ángeles, existen, cómo no, textos históricos con nombres completos y genealogía que hacen referencia al hecho. Los niños fueron al meollo de la cuestión, en esencia, el mismo que cuentan las crónicas. Pero contando por los niños, no sólo queda claro, sino que no se olvida.
Gracias.

Anónimo dijo...

Me encanta cuando los que narran son los niños, queda todo mucho más claro.
Menos por lo de viejos de cuarenta años, eso ya no me hace tanta gracia.