17 mayo 2016

La fiesta flamenca


"No quiero mandar en naide
ni que me manden a mí..." 
(Camarón de la Isla)

Me alegro mucho, queridos hijos, de que hayáis venido todos.
Cada uno de vosotros, como hijo, tiene la misma antigüedad en su filiación que yo en mi paternidad. Así que podemos hablar de igual a igual.
Nunca os he tratado como padre porque eso hubiese supuesto que daba por sentada una sumisión que jamás os he exigido y que pienso que no me debéis por el simple hecho de haberos engendrado.
Supongo que estaréis extrañados de que parezca que por una vez os hablo en serio. No temáis, no voy a cambiar ahora.
Ya sabéis que vuestra madre ha sido mi contrapunto. Celosa como una loba me ha tenido en un puño. Por mi parte siempre fui cabal y no le di motivos. Pero a las personas tan posesivas no les hacen falta.
Es cierto que una vez la policía me pilló en una redada. Fue con mi amigo Julián y una amiga suya. Suya, que quede claro. Ni sé cómo llegamos allí. Pero cuando los agentes entraron en aquel burdel, seguramente avisados del escándalo, allí nos pillaron. Ella de torero y Julián y yo de chulaponas. Los tres bebíamos alegremente mistela en un orinal. No nos dejaron cambiarnos y, tras declarar beodos ante el juez, vuestra madre pasó un mal rato cuando vino a buscarme. De nada sirvieron mis razonables explicaciones excepto para complicarlo todo. Estuvo un mes sin hablarme ni… nada.
Yo lo aguanté todo porque cuando uno ama de veras, a veces y por mantener la paz, ha de ceder de sus derechos.
Pero, aparte de esos disgustos entre vuestra madre y yo, puedo deciros con orgullo que ninguno de vosotros es hijo de un descuido o de un accidente. Todos fuisteis engendrados voluntariamente, por amor, por mutua entrega. Vuestra madre añade que también por incontinencia, pero ya sabéis cómo es: siempre le gusta poner el puntito a la i. Pero sé que vosotros me entendéis.
La gente ociosa es la que más trabajo da a sus lenguas. Y por eso, aquellos años que estuve sin ocupación fija por la crisis de entonces, porque en mi época tampoco nos privábamos de nada, me tomó el vecindario por cuerpo de moro a alancear.
Que si, sí, sí…la crisis.
Que si el jefe me pilló con su mujer.
Que si en las chapuzas que hacía por el barrio, para sacaros adelante, las vecinas ponían el material y yo la mano de obra.
Mil infamias, queridos hijos, que no hacían más que exacerbar los celos incontenibles de vuestra madre.
No podía ni mirar a una mujer por la calle.
-¿A quién miras?
-Mujer,  a ésa que ha pasado, que va muy escandalosa.
Yo creí que alguna vez vuestra madre me sacaba los ojos. Pero de nada me servía declararme inocente pues ella era incapaz de perdonar ni el vuelo del pensamiento. Y así, mientras yo sobrellevaba con alegría mis tareas, ella penaba con sus negros recelos.  Y yo le decía:
-Pero, Angustias, ¿qué necesidad tienes tú de sufrir, bien mío?
-¡Las mismas que tienes tú de darme martirio, en que sátiro!
Y, de ese modo tan tonto, no salíamos nunca de aquel círculo vicioso en el que el vicio siempre a mí se me endilgaba. Ya veis, hijos, los nefastos efectos de las lenguas cuando, por entretenerse, se dedican a levantar falsos.
Aprovechando este momento en que no está vuestra madre, quiero pediros una cosa. Es una ilusión que tengo. Sólo a vosotros puedo encargárosla.
Mirad, cuando falte madre, si acaso muere antes que yo, Dios no lo quiera, quiero que cumpláis este deseo. Os lo digo ahora que aún estoy en mis cabales pero, aunque pierda la cabeza, quiero que lo recodéis y lo cumpláis.
Es la ilusión de mi vida: tenéis que llevarme a una fiesta flamenca. Pero a una buena, sin reparar en gastos, en una cueva del Albaicín o en el mejor tablao de Sevilla, donde haya mucho cante, mucho toque y mucho baile. Me dejáis allí en cuanto empiece la jarana, pero no os quedéis a mi cuidado. Solamente decidles a las chicas: “¡Ahí os dejamos a mi padre, preciosas. Que no le falte de na a su cuerpo gitano!”
Y me dejáis allí aunque esté como una piltrafa. Luego ya, a la madrugada, volvéis a por mí. Y entonces, aunque no me quiera ir, aunque gimotee, aunque me empeñe en alguna tontería o me empecine o esté como un pingajo y diga: “¡Quiero ésa, quiero ésa!” Vosotros ni caso, me lleváis a casa y me acostáis. Como buenos hijos.

Apenas terminó, llegó su mujer y, haciendo un gesto extraño, él perdió el habla.
-        Está acabando –dijo Angustias
Los hijos no dijeron nada. Entonces las personas agonizaban en las casas. Sin ayudas. Sin sedantes. Dejando que la naturaleza de cada cual se consumiera luchando contra su afán loco por vivir. Por eso agonía significa lucha. Para todos era una cosa natural morir sufriendo. La religión lo aprobaba, la medicina no se atrevía a interferir. Y se suponía que la contemplación de una agonía era aleccionadora para la moral de los hijos y allegados. Se tenía a la muerte por cosa educativa.
La de aquel hombre empezó a la doce y terminó a las siete de la tarde. Era horrible verle irse, perder la respiración, volvérsele los ojos, írsele los latidos, quedarse inmóvil.
Pero no era así de fácil. Una especie de grito sofocado le emanaba de no se sabe dónde al moribundo. Se doblaba sobre su cintura, se incorporaba, hacía denodados esfuerzos por respirar, abría los ojos desmesuradamente y también la boca, se convulsionaba horriblemente. Luego caía otra vez rendido y, al poco, volvía a resucitar y así un número de veces que los hijos dejaron de contar. Hasta que dieron las siete y, de uno de aquellos grandes estertores, ya no volvió.
El único pensamiento que consoló a sus hijos fue pensar que no eran los estertores de la muerte lo que oían, que eran los jipíos de su padre cantando con las tripas en la fiesta flamenca y, voluntariamente, quisieron tomar las convulsivas contorsiones que la muerte le dictaba por los airosos movimientos del baile por sevillanas. ¡Olé!

10 comentarios:

Anónimo dijo...

Aunque está tremendamente bien escrito me produce mucha pena la muerte del padre entre la complaciente inacción de sus hijos, esos que se consuelan con la vana imaginación de una improbable fiesta en la muerte...
En este relato nos acercas a otros tiempos que no hace tanto eran presente, a otros deseos y a otro tipo de familias. Y lo haces desde uno de sus momentos más delicados y que, por tanto, los exhibe con más crudeza, el momento en que dejan de existir.
Muy bueno, Soros:)
Besos.

Soros dijo...

Los hijos, impotentes ante aquella agonía, quisieron ver en las muecas de la muerte la imagen del sueño de su padre.
A veces, todos preferimos distorsionar la realidad a creerla.
Pero comprendo, Eme, que los hechos, en los que te aseguro que no me he cebado, te hayan revuelto un poco las tripas.
Eres tierna, Mala Hierba. :-)
Besos.

Conxita C. dijo...

Buen relato, bien escrito, aunque estoy con Eme en que es triste esa muerte del padre y esa impotencia al no poder librarlo ni de la muerte ni de darle ese momento que deseaba.
Me han gustado esas pinceladas de humor en el "pájaro" que era el padre y el aguante de la pobre madre.

Es cierto que con frecuencia preferimos distorsionar o ver la realidad con nuestros ojos que verla como es, aunque cuando todo se ha intentado y nada se puede hacer, quizás es mejor pensar que se cumple su sueño.

Un saludo

Sara dijo...

¡Olé, olé y olé!... Pero por ti, Soros. Aparte de ser un deleite formal, este relato me ha llevado de inmediato a una España castiza y pícara; y, obviando el final, me he reído de lo lindo. ¡Olé!

Besitos.

Soros dijo...

Gracias, Conxita.
La vida de las personas es así. Tú, como Angustias, estás convencida de que el padre era un prenda. Pero eso no se sabe. Y cada cual, a los relatos, les pone la parte de narración que falta.
El contrapunto de la muerte, sin embargo, hace que te dé pena, después, la agonía del prenda.
Las lecturas nos producen algunas veces sentimientos contrapuestos. La vida también.
Saludos y gracias por pasarte por aquí.

Soros dijo...

Me alegro, Sara, de que a ti te haya gustado tanto.
Es uno de los relatos que, pese a su final, he escrito con más alegría. He jugado a escribirlo como la primera vez que, de niño, me regalaron una pelota.
¡Ojalá siempre pudiera escribir así!
Gracias y besos, flamenca.

Ángeles dijo...

A tu ironía estoy acostumbrada, al humor negro, no tanto. Me ha sorprendido un poco, para bien.

Soros dijo...

Gracias, Ángeles. Pero creo que algunas veces la fuerza que puede sacar la mente para distorsionar algunas cosas es un sentimiento claro e inocente que sirve para contarnos cuentos encantados a nosotros mismos.
Y, algunas veces, los sones que salen de las gargantas flamencas no suenan a bullanga y a alegría y te remueven las entrañas, porque son lo más parejo al trueno de dolor de una agonía.

Anónimo dijo...

El humor puede ser negro, sigue siendo humor. El relato me ha gustado, bien escrito como todos los tuyos y también divertido, pese a que trates el tema de la muerte o del tránsito a la misma.
Tema delicado, aún tabú para muchos, de los pocos que quedan.

Soros dijo...

Gracias, Palomamzs, el relato es real.