06 mayo 2011

El cementerio jardín

Mientras acudía a su última cita con la mamá grande, iba recordando las innumerables veces en que fue a visitarla sin hora y sin aviso. De un modo tranquilo iba repasando los episodios de calma que aquella mujer puso, como hitos, en su vida.
Visualizando interiormente todo aquello, conducía maquinalmente. Le interesaba más el viaje que estaba realizando en su interior que el del coche entre el tráfico de la ciudad.
Después de tres cuartos de hora entre aquella marea de la circulación, llegó a una enésima rotonda cuya última salida era la del cementerio jardín.
En cuanto entró dejó atrás el tumulto del tráfico. Aquel cementerio tenía más extensión que muchos pueblos. Su coche se deslizó por las calles asfaltadas de una urbanización hecha para muertos. Y, según avanzaba por ella, le pareció, en conjunto, mucho más razonable que aquéllas que se hacen para vivos.
No vio a nadie en el trayecto. Sólo había campo, árboles, arbustos, hierbas e hileras de aligustres y arizónicas, estas últimas cada vez más definidas y cuidadas a medida que avanzaba el vehículo hacia el pabellón principal. En la sombreada explanada, frente al único edificio de una planta, encontró cuatro o cinco coches aparcados. Éstos, entre los árboles y en ausencia de todo movimiento, daban la sensación de llevar allí, olvidados, un tiempo indefinido.
Tras apearse, caminó por la explanada sombreada por álamos y pinos y cuarteada por setos. Le llamó la atención el inusual silencio y pensó que aquella calma producía en las personas de ciudad desconfianza e invitaba al silencio, del mismo modo que lo hacía el entrar a una iglesia.
Al llegar a la entrada acristalada, dos hojas de cristal se deslizaron a los lados franqueando el paso. Entró en un recibidor diáfano al que un semicírculo dividía en dos anchos pasillos inundados por la luz de una tarde de bonanza. Ambos pasillos estaban también desiertos. Al azar tomó el de la izquierda y, con la vista, fue buscando un nombre a la entrada de las salas de los velatorios. Pero sólo encontró a las puertas de ellas unas tarjetas con  una publicidad que le pareció estática, pasiva, carente del agresivo colorido que suele tener ésta. Pensó que aquella entidad no tenía que molestarse en atraer clientes, que le bastaba con esperarlos.
Casi al final, en la penúltima sala, notó de lejos una estructura y una grafía diferente en la tarjeta blanca adosada a la entrada. A medida que se acercó adivinó primero y luego leyó cada vez con mayor nitidez, como si un oculista le fuera cambiando de lentes, el nombre de la mamá grande.
A medida que el nombre se iba definiendo se acercó con más rapidez, avivando inconscientemente el paso, hasta llegar a la puerta. Conocía perfectamente el nombre, pero al verlo escrito allí lo miró vacilante. Titubeó por unos instantes. Era la primera vez que la iba a ver muerta. Y se sorprendió de la cándida simplicidad de su pensamiento. Y reparó que a los muertos, en puridad, sólo se les puede ver una vez y, llamándose idiota en su interior, se preguntó si la muerte de los seres amados era capaz de enajenarle como a un tonto de baba.
Reparó, en ese instante, en que no había venido solo. Y, para concederse unos instantes y recobrar las riendas de sí mismo, abrió la puerta y cedió el paso a sus acompañantes. Entró tras ellas.
Dentro están dos hijas de la muerta. Las recién llegadas las besan y les dicen cosas con murmullos, porque el primer gesto de pésame ha de ser apenas murmurado para parecer creíble, luego ya vendrán otros tonos, otras palabras relativas al mundo y hasta imprevistas risas si se tercia. Él no sabe qué decir y, cuando le llega el turno, las abraza en silencio. Hace bien en no decir nada, porque una de ellas le musita, confidencialmene, con la voz quebrada:
-Todo lo que nos contaste no ha salido de nosotras, como te prometimos.
Y él, que no sabe a qué se refieren, ni identifica qué secretos contó, ni a quién, ni en qué momento de su vida, se calla. La última que le abraza, le coge de las manos. Él queda, por un instante, en suspenso y retira las manos lentamente volviendo la mirada. Se gira suavemente y se aproxima a la mampara de cristal, a la ventana de ese escaparate, que separa a los vivos de la muerta. Se queda fijo en ella unos instantes. Y ve que la mamá grande se parece también a los otros muertos, que ni siquiera ella ha podido evadirse del parecido final. Y piensa si lo que siempre ha pensado: que de viejos nos parecemos a nuestros viejos, no se sublima al morir y, en ese instante, damos un paso más y todos nos parecemos a todos los demás.
No aguanta mucho. Y, cuando se vuelve, las hijas quieren rememorar detalles intimistas, familiares, pero no puede ser porque, entonces, entran unos desconocidos y las besan, y les dan el pésame, y comienza la rigurosa y lúgubre letanía de las frases rituales:
-Ha terminado de sufrir.
Ora pro nobis.
-Parece que está dormida.
Ora pro nobis.
-Menos mal que tuvo una muerte dulce.
Ora pro nobis.
-Me han dicho que no sufrió.
Ora pro nobis.
-Más no habéis podido hacer por ella.
Ora pro nobis.
-Bien tranquilas podéis estar.
Ora pro nobis.
-Qué buena era.
Ora pro nobis.
-Parece que está dormida.
Ora pro nobis.
-Lo que habéis perdido.
Ora pro nobis.
-No os dejéis llevar por el dolor.
Ora pro nobis.
-Así es la vida.
Ora pro nobis, ora pro nobis y ora pro nobis.
Y una de las hijas, buscando un escape, se dirige a él:
-Los hombres se han salido fuera, para despejarse un poco.
Interpreta que quiere que vaya en busca de ellos por eso de que, en los ritos, se vuelve inconscientemente a lo ancestral, y, por sexos, han de hacerse de modos distintos. Y, si distintos somos en la vida, distinta debe ser nuestra forma de lamentar la muerte.
Pero no, él está equivocado, porque ella sale con él. Le halaga haberle servido de excusa para huir de aquel jardín monocorde de frases hechas. Cuando están fuera ella le dice:
-Ya estoy igual que tú.
Y por la evidencia de esta frase, que concuerda con las demás frases manidas, se da cuenta de que, en estos casos, nadie quiere que hables, sólo que escuches. Y ella narra cómo sucedió la muerte, como si la muerte fuera sólo el último instante de la vida. Y, haciéndolo, se echa a llorar. Él cree que su papel en ese momento es abrazarla, pero no lo hace. Y, justo entonces, ella ve que los hombres vuelven al edificio caminando lentamente por los jardines, como si fueran, por una vez, gente antigua, sin prisa.
- Mira, ahí están.
Son los maridos y los hermanos. Él sale a su encuentro y los abraza. Pero tampoco dice  nada. El hijo mayor le pregunta:
-¿Cómo estás?
-Mal.
Y siguen su camino hacia adentro, pues ven que la gente va llegando y hay que atenderla. Sólo el hijo menor remolonea y se queda con él, a las puertas del edificio y frente a los jardines. Contemplan en silencio una pradera de césped medio asilvestrado con un estanque artificial donde los patos nadan apaciblemente. Los grupos de chopos, como caídos por azar aquí y allá, rompen el horizonte ondulado de la hierba. Y, cuando iba a hablar, para decirle a su hijo cosas de la mamá grande, de lo que ella había sido para él, de lo importante que había sido en su vida, de las razones por las que adoraba a aquella mujer, el hijo dijo:
-¿Te das cuenta de lo apacible que es este lugar? ¿Has visto que está lleno de conejos? Fíjate que no hacen más que pasar cigüeñas con ramas en el pico. Mira, aquello son torcaces. En el estanque hay algunos patos cebados, pero también los hay silvestres. Y hasta he observado algunas pequeñas rapaces sobrevolando el lugar de cuando en cuando.
- Sí, es mucho mejor que los tanatorios de Madrid.
- Ni punto de comparación con el de la M-30.
Y, de nuevo en silencio, se ponen a pasear por la pradera. El hijo comenzó a hablarle de sus padres con palabras que le sorprendieron, con una versión que en poco coincidía con la suya. Pero, nuevamente, comprendió que lo que se esperaba de él era que escuchara. Y escuchó. Porque enseguida recordó que el protagonista de un velatorio no es el muerto.
Dejó que el hijo se explayara pero, en su empeño por hablar, iba a decir algo, cuando llegaron nuevos familiares. Y sus palabras, por educación, fueron sustituidas por el ritual de los saludos. Y el pequeño grupo que se había formado en la pradera regresó dentro.
Gentes desconocidas se le acercaron y le saludaron con familiaridad, llamándole por su nombre.
-¡Glub!
-Pero, ¿no me conoces? Soy Celina, la hija de Pepe y de Celia.
-Claro que sí. Disculpa, es que ni me había fijado.
-Pues tú eres igualito que tu padre.
-Bueno, pues gracias. Supongo que es lo suyo.
-¿Qué dices, Celina? Lo que es, es clavadito a su madre.
-En cualquier caso, parece cosa natural, ¿no?
-Pero, Celina, por favor, su padre era mucho más delgado, menudo tipazo.
-Anda que su madre, con lo proporcionadita que era de cara y lo chatica de nariz, no sé donde tienes tú lo ojos.
-Bueno, pues me alegro mucho de veros después de tantos años.
Y, deambulando por las amplias dependencias, se decía: y yo que había venido para despedirme de ella, para decirle a alguien que era la persona más buena que en mi vida he conocido, para decirle, al menos a alguno, que yo la quería.
Fue entonces cuando el hijo mayor, amablemente, le tomó del brazo. Y, creyendo que su oportunidad era llegada, comenzó a decirle:
- Hay algunas cosas que tú no sabes de tu madre…
-Una cosa quiero decirte, y parece mentira que haya escogido este momento en que mi madre está de cuerpo presente.
-Tú dirás.
-Durante mucho tiempo sentí hacia ti una envidia. Una envidia sana. He tardado mucho tiempo en digerir el que tuvieras aquella relación con mi padre que yo nunca alcancé y que tanto deseé.
Aterrado por el desasosiego que le producían las envidias sanas, escuchó una disertación sentimental, un discurso imparable, una confesión amable y afectuosa hacia él, que enmascaraba el más oscuro de los resentimientos hacia un padre impositivo y áspero, hacia un tirano. Y la escuchó impertérrito, con el alma sombría, y se calló. Porque otra vez comprendió que se le requería para escuchar, no para hablar. Pero, desafortunadamente para aquel hombre, lanzado y arrastrado ya en aquel torrente de sinceridades, hubo de interrumpirlas porque llegaron nuevos familiares y amigos. Y no pudo desprenderse totalmente de la angustia que en algún punto de su ser tenía retenida desde hacía muchos años.
-Te acompaño en el sentimiento.
-Es ley de vida, hijo.
-Todos sabemos que tiene que llegar, pero a nadie nos pilla bien.
-Una madre, tenga los años que tenga, siempre es una madre.
-Habéis hecho todo lo humanamente posible. Bien tranquilos podéis estar.
-Bien acompañada la habéis tenido.
-Dios, al final, se ha acordado de ella.
-¡Qué rica gloria!
-Pero, al fin y al cabo, ha vivido una vida. Por fortuna, su muerte no ha sido prematura.
-Ya firmaba yo por los noventa pasados de la tía.
-Sí, quién los pillara.
-Gracias, gracias –decía el hijo mansamente.
Para entonces ya se había despistado, se había escabullido de los corros, y salió de nuevo al césped, caminó entre los parterres, llegó al columbario y deambulaba entre nichos y jardines cuidados con esmero. Con ese silencio que no es voluntario, sino consecuencia del no saber qué decir, se le unieron las dos mujeres con que llegó, ambas huidas del crisol de exclamaciones acuñadas. Fue entonces cuando lo vieron. Era un hombre tumbado transversalmente sobre una tumba con sus flores y sus orlas. Dormía con los pies cruzados y las manos ligeramente en el aire, sobre el pecho pero sin tocarlo, como si levitaran.
-¿Estará llorando amarga y desesperadamente la muerte de un ser amado?
-¿Habrá sufrido un desmayo en sus oraciones ante la tumba?
-¿Querría dejarse llevar con el difunto hacia las fronteras inciertas del silencio?
-Sí, de ese silencio frío del que nunca se vuelve. Tal vez sea un ser desolado, un pozo de dolor.
-Parece que respira. Y también se rebulle.
-¿Y si le ocurre algo?
-Algo, ¿te parece poco?
-Quiero decir de salud, imbécil.
En aquéllas estaban cuando toparon con dos hombres mayores, desconocidos pero del mismo velatorio.
-Miren, hay aquí mismo un hombre tirado o, según se considere, postrado sobre una tumba.
-A ver, a ver. No nos pase la del samaritano. Puede que necesite ayuda.
Y, con mucha prevención, se acercaron los cinco al yacente.
-Oiga, oiga, qué hace ahí.
Como, pese a las reiteradas voces, no hubo respuesta, le tocaron:
-¿Le pasa a usted algo?
-Uh, ah, ag, no. Nada, nada. Estoy bien –contestó con los ojos de un náufrago de sueños.
-Bueno pues, entonces, usted perdone.
-Joder, menudo colocón. Ése va puesto hasta las cejas.
-O drogado, vete tú a saber. Menudo ciego lleva.
-Pues vaya sitio que ha venido a buscarse.
-Vivir para ver.
-Oye, fíjate qué sitio tan sombreado para una sepultura.
-Ya, pero en invierno tiene que ser muy frío.
-Sí, pero, ¿y en verano? Menudo fresquito.
Cuando los dos viejos se alejaron en una bifurcación, entre los cuidados parterres, los tres se encaminaron a la gerencia del cementerio jardín.
-Oiga que ahí arriba, siguiendo el camino que va a los columbarios hay un hombre tumbado en una tumba.
-¿En una tumba tumbado? ¿Tumbado? ¿Tumbado en una tumba?
-Pues sí.
Y volvieron al pasillo de los velatorios. En ese momento una mujer mayor, demacrada, vacilante, que parecía querer reclamar más atención que las cigüeñas, y que los conejos, y que las torcaces, y que los patos domésticos y salvajes, y que el entorno primaveral del cementerio jardín y que los mismos deudos, exclamó, avanzando pasillo adelante:
-¡Quiero besarla! ¡Quiero besarla por última vez! ¡No me voy sin besarla!
-Bésala, sí. Bésala que, hace un momento, aún estaba caliente.
Y, por un momento, temió que la concurrencia reaccionara solidariamente y gritaran al unísono: ¡Que la bese! ¡Que la bese! Pero todos guardaron la compostura.
Al rato apareció más tranquila.
-Lo he conseguido. Me han abierto la puerta. Han tenido que bajar el catafalco porque no llegaba, pero lo he conseguido: la he besado.
Lentamente comienzan las despedidas porque la tarde va cayendo y porque la gente se cansa.
-Mañana no podremos ir al entierro, ya sabes lo que son hoy en día los trabajos.
-Oye, lo que necesitéis. No tenéis más que llamarme. Ya lo sabéis.
-Mi hermana no ha podido venir, pero que sepáis que lo ha sentido enormemente.
-Si podemos, iremos a la iglesia, pero ya veremos.
-Gracielita no ha venido porque está en Cancún, pero ya sabéis lo mucho que la apreciaba.
-Haré lo que pueda para asistir mañana, al menos, a la inhumación.
-Iría mañana, pero ya sabéis como tengo a mi madre.
-Con buenas ganas se ha quedado de venir mi padre, pero ya sabes lo limitado de movimientos que está.
-El pobre Ginés se demenció, por eso no ha venido el pobrecillo. No sé si lo sabíais.
-Hijos, llevadlo con paciencia, que por ahí hemos pasado todos.
-Fue fácil quererla pero olvidarla va a ser imposible.
-¿A qué hora es el funeral?
-Un abrazo, en espíritu estaré con vosotros.
-Sufro mucho en estos casos pero, tratándose de vuestra madre, no he podido dejar de venir.
-Ya sabéis, pese a los años, seguimos siendo los de siempre.
-Ella ya ha terminado de sufrir, el dolor es ahora para vosotros, hijos.
-Afortunadamente vuestra madre había terminado su tarea, era una vida hecha.
-Sí, pero los viejos son garantes de la unión de las familias. Seguid como si ella estuviera viva.
-Ya sabéis, hijos, es ley de vida.
-Para esto hemos nacido.
-Todo en la vida tiene un ciclo que, fatalmente, hemos de recorrer.
-Todo tiene un principio y un fin. El fin es imprevisto pero, el de vuestra madre, ha sido un fin de ciclo, una consumación. Aceptadlo como ley de vida. No hay más remedio.
-Por fortuna vuestra madre ha recorrido la pendiente de una vejez, sintiéndose amada, querida y respetada. Y ha culminado su vida como muchos hubieran deseado. Bien alta podéis tener la cabeza.
-La muerte siempre es inoportuna, digamos lo que digamos. ¿Verdad hijo?
-Hoy ha muerto pero, hasta que no pasé un tiempo, no notaréis lo que habéis perdido.
-¿Qué quieres que te diga? Dame un abrazo.
-Descansad, hijos, que bien merecido lo tenéis.
-Que nos volvamos a ver pronto, pero en otras circunstancias.
-Amparito ya le ha encargado una misa en Barcelona.
-Estoy fatal de la ciática pero por tu madre hubiera venido a rastras.
- …
Y los aludidos sólo aciertan a decir gracias a unos y a otros, a poner las mejillas, a aceptar los abrazos, a dejarse palmear lomos y espaldas, a estrechar manos, a recibir cariñosos cogotazos en la nuca, cómplices apretones en los brazos, a devolver guiños, a responder a los adioses con la mano…
Cuando dejó, con las primeras sombras de la noche, el recinto calmo del cementerio jardín, se fue como vino, si acaso más triste. Pensó que el último homenaje a la mamá grande se había disuelto en las frases de siempre, en la cruel nimiedad que da la muerte a las vidas ejemplares. Y le dolió ver tapada de inmediato la memoria de aquella mujer, antes que por la tierra y el olvido, por aquella absurda sabiduría de lo evidente, por aquel vacío de la palabrería corrosiva y vana. Y sintió mucho no haber podido hablar con nadie de lo grande que fue aquella mujer y, sin embargo, haber tenido que escuchar tantas tonterías. Y le dio pena que la ley de la vida fuera aquella. Sí.

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