17 marzo 2011

Conmiseración


Por la noche, cuando iba para el cuartelillo, la decepción del Colás era doble. Era la conjunción rabiosa de dos hechos contrapuestos.
- ¡Puta miseria! Me han cogido sin haberme cogido, me cago en diole.
Aquella mañana, cuando se metió al mohedal del barranco del Alacrancín y se encaminó a lo más espeso, debajo del bardo, no contó con que el Toledano hubiera intuido sus intenciones. Pensó que, en un rato y con un par de tenazones, se saldaría su incursión en el coto. Un golpe de mano más. Iba como el que va a sus melones. Tantas había hecho que, sin tener mucha conciencia de ello, había convertido lo excepcional en hábito.
Al primer tiro, el conejo rodó desmadejado entre las jaras. Pero no le dio tiempo ni a tocarlo. A sus espaldas y por encima de su cabeza, ni a veinte metros, escuchó la voz del Toledano desde las piedras:
- ¡Alto ahí!
Le sorprendió más su confianza rota que la voz airada del guarda.
- ¡Colás, tú tenías que ser¡ ¡Me cago en la enclavación! ¡Eres peor que siete zorras, cabrón! –gritaba el guarda con la tercerola encarada.
Más que por lo que le gritara el Toledano, se le hundió el pundonor por verse sorprendido por aquel zampabollos, aquel inútil comemierdas de la marquesa. Y, encima, le había reconocido. Seguramente por el orgullo abrasador, que en aquel momento le cegó, hizo lo que hizo. Sin pensárselo, saltó hacia las jaras más altas, se internó entre las matas y quebrando como los conejos se lanzó a la carrera.
- ¡Date Colás, date¡ ¡Date Colás, por tu madre, que te pego un tiro!
Pero el Colás, lejos de parar o atarantarse, corrió con más brío, saltó con más ímpetu, se tapó entre la fusca y se internó en el breñal.
- ¡Date Colás, date! ¡Date Colás, date que te mato! ¡Cago en tu dios, que te dejo seco!
- Tira si ties cojones –aún tuvo corazón a replicar mientras huía.
Pero el Toledano no tiró y el Colás, en cuanto se desenfiló, se metió como una fiera acorralada por lo más espeso del arcabucal. Sabía que el guarda estaba demasiado fondón para siquiera intentar perseguirle, pero estaba seguro de que le denunciaría. Sólo entonces pensó en la locura de su huida, una fuga que no iba a servirle para nada. Pero en su mente aún resonaban los gritos: ¡Date, date! Y maquinalmente, tumbado en lo espeso y recobrando el aire, contestaba: ¿Date?, ¡unos cojones, que se dé tu puta madre!
Remoloneó por el campo cuanto pudo. Inconscientemente quería eludir llegar al pueblo. Son cosas que hace el cuerpo sin permiso, como si, a veces, mandara más que la propia voluntad.
Pero era cosa cantada. Tan pronto llegó a su casa, la madre, alterada, preguntó:
- Hijo, ¿qué ha pasado? Que ha venido un guardia y ha dicho que de parte del sargento que te presentes en el cuartel.
La primera hostia del sargento la encajó sin chistar y como mal menor. Pero su instinto de ganapán le decía que la aceptación de los golpes sin quejas rebajaría la multa. Y, a ésa, sí que la temía.
- ¿Y todavía lo niegas? –dijo el sargento.
- Que yo no he sido, mi sargento. Que he estao por los riojanos, mi sargento, que yo no he pisao el monte.
Y los dos bofetones del sargento salpicaron de sangre la pared. El Toledano, hasta ese momento testigo mudo, se puso blanco. La imagen del hombre abofeteado, que echaba sangre por la nariz y miraba al suelo, empezó a revolverle las tripas.
- ¿Todavía sostienes que no has sido tú, teniendo aquí delante al guarda? –insistió amenazador el sargento.
- Se lo juro, mi sargento. Por mi madre.
Cuando el guardia echó un par de pasos adelante con evidentes intenciones, el Toledano dijo:
-Pare usted, mi sargento. Ahora que reparo, tenía el sol de cara y no estoy seguro, además, el que fue, llevaba una camisa gris y no una verdocha como la que lleva éste.
El sargento se reportó, miró al Toledano con recelo, se dio la vuelta y fue a sentarse tras su mesa. Encendió un cigarrillo y, mirando al Colás con mucha mala baba, dijo:
- Por esta vez te libras, Colás. Pero que sea la primera y la última vez que te veo por aquí. Vete a tu casa.
Tan pronto como el Colás salió, el suboficial miró al Toledano con fijeza:
- Usted, para otra vez, a ver si se fija mejor.
A la mañana siguiente el Toledano, que no había pasado buena noche, salió de la casa para dirigirse como de costumbre a sacar el tractor del almacén. En el suelo, frente a la puerta, encontró los seis cepos que le quitaron en el pejugal.

5 comentarios:

isidro dijo...

Yo creo que era al revés. Esa era la grandeza del personaje.
El colás, había hecho de lo excepcional un hábito, aunque a veces, se le escaparan algunos detalles.
Otros, ni se hubieran atrevido, a tocar la alambrera.

Buen relato Soros, como todos los que haces del Colás.

Saludos

isidro dijo...

¡Ah!, y se me olvidaba, ¡vaya foto! Soros. Seguro que el Colás, también ha andado por ahí.

Saludos

Soros dijo...

Ya veo que los relatos del Colás son muy de tu gusto.
De la foto, nadie mejor que tú para apreciarla.
Saludos.

Paz Zeltia dijo...

el alma en vilo todo el relato.
y el final, de los de película de sorber moquillo.
(Me gustó muchísimo)

Soros dijo...

Son relatos de caza, Zeltia. Aunque mis relatos de caza raramente hablan de la caza y terminan, casi siempre, hablando de otras cosas.
Me alegro de que te gustase.
Saludos.