19 marzo 2011

Nice people

El Apollonia cruzaba de Igoumenitsa a Brindisi. En las bodegas superpuestas se alineaban ordenados, y meticulosamente juntos, los pulidos y brillantes coches europeos de la interesante gente guapa; también, entre aquéllos, y de trecho en trecho, aparecían algunas furgonetas sucias, viejas y destartaladas, repletas de bultos y sobrecargadas de bártulos. Eran de aquella otra gente que, sin que nadie la llamase fea, carecía de interés. 
En la parte regia del navío, los alegres y dicharacheros turistas, con sus aprestos de Loewe, Cartier, Dior y otras divinidades, pasarían la noche distendidamente entre el ambiente acogedor del restaurante, el jolgorio de la discoteca y el lujo de los cómodos camarotes exteriores; los otros embarcados, los del mirar furtivo y desconfiado, se dedicarían al placer regalado de mirar al horizonte con los brazos apoyados en la borda.
Los pasajes de cubierta daban derecho, sobre todo, a eso: a mirar y, en todo caso, a que el viento les hiciera tremolar las camisetas.
El ferry fue dejando atrás la bahía, luego el estrecho de Corfú y, paulatinamente, se adentró en la oscuridad silenciosa de la noche que venía y en la calma del mar. A estribor, las tímidas luces de Albania fueron quedando cada vez más al fondo, como pavesas mortecinas y lejanas. Poco a poco, a babor, aparecieron las deslumbrantes luces de la costa italiana. Albania, lucecitas; Italia, luminaria, qué contraste tan grande entre dos costas que estaban tan cercanas.
El halo de la costa italiana suavizaba el cielo y resplandecía silenciosamente, con la luna, en la superficie de la mar sosegada. El arrullo rítmico, profundo y ronco de las máquinas empujaba al barco en el mar y en la noche. Y el surco que iba dejando el Apollonia era un trazo nítido que su tajamar partía en dos, produciendo con su pequeño oleaje un tintineo de agua y espuma en la superficie mansa del Adriático. Hacía ya un buen rato que la brisa nocturna, añadida a la velocidad del barco, había hecho que los pasajeros de cubierta buscasen los rincones protegidos y se tendieran, por aquí y por allá, apretujados entre sí y acurrucados bajo mantas. Los papeles de los bocadillos y los cascos vacíos atestaban las papeleras de cubierta.
Dos horas después de amanecer, el buque, pesada y lentamente, enfiló la entrada del puerto de Brindisi. Disminuyó mucho la marcha para permitir la subida del práctico. Y, luego, con movimientos lentos y medidos, inició la maniobra.
El grupo de los de cubierta lo formaban: emigrantes turcos, albaneses, kurdos y gente procedente de las entonces enredadas naciones balcánicas, más algunos otros individuos de macuto, saco de dormir, pantalón vaquero y procedencia incierta. Apenas avistado el puerto, se aproximaron lentamente a los accesos a las bodegas y, casi en silencio, medio adormilados, pasaban frente a la gran terraza, amparada por varios quitasoles, de la cafetería.
En la terraza, los turistas pudientes, con la solvencia que da el dinero y el no tener ninguna prisa, charlaban satisfechos frente a los desayunos. Miraban con condescendencia la cola que hacían los de cubierta y dejaban caer la vista sobre ellos de un modo indolente, como si el desfile de aquellos desgraciados fuera algo exótico que viniera incluido en el precio del billete.
Aquellas personas, las unas vestidas atildadamente, las otras aún con pijama o con bata, se imaginaban a sí mismas disfrutando de una aventura colonial, mientras los camareros les servían café, té, leche, brioches, fruta, zumos y sándwiches calientes. Y matizaban, con mucha propiedad, lo adecuado del término paquebote para el barco o si, tal vez, sería mejor llamarlo buquebús o sobre las ventajas, en la navegación moderna, de los aerodeslizadores u hovercrats, o de los catamaranes y del  proyectado ro-pax; mientras, los otros desfilaban cabizbajos, echando alguna ojeada a sus viandas y también a sus poses cinematográficas.
Sólo pudieron entender el indignante comentario de uno de los de la fila que, al pasar, les dijo burlón:
- Oh là là! Le petit déjeuner dans le bateau!
Y es que, de la chusma, qué podía esperarse.


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