01 noviembre 2011

Rocatiesa (continuación del cuento de las Ánimas)

Cuando los niños contaron que un hombre sin edad, que se llamaba Rocatiesa, vino a por el Oscar para llevarle de esta vida, al tío Golgodos se le complicaron las cosas.
Los padres de aquellos niños, a los que contaba historias, prohibieron a sus hijos volver a escucharle. Los padres del Oscar le denunciaron por conocer al que, según ellos, había sido el causante de la muerte de su hijo. Los guardias le llevaron al cuartel donde, tras escuchar su historia, le tomaron por un viejo excéntrico y, tal vez, demente, y le dejaron en paz con la advertencia de que no volviera a contar historias truculentas a los niños. En el pueblo la gente comentó que aquello se veía venir, que el tío Golgodos toda la vida había sido un tipo extraño y solitario y que, a la fuerza, las gentes como él sólo terminaban trayendo desgracias.
¿Cómo era que el tal Rocatiesa no hubiera aparecido por el pueblo excepto para cuando se mató el Oscar? ¿Es que no había muerto gente en el pueblo desde su desaparición? ¿Por qué no había vuelto aquel vinculeiro excepto en aquella ocasión? ¿De dónde se había sacado el tío Golgodos la palabra aquella o la misma idea de los vinculeiros?
El tío Golgodos también se hacía aquellas preguntas. Y, como ya nadie hablaba con él, a nadie pudo contar sus conclusiones.
Al poco tiempo todo el mundo pareció haber olvidado el asunto. Sin embargo, si Golgodos era antes un hombre solitario, a partir de aquel hecho lo fue casi del todo porque ya nadie quería hablar con él.
Así que, por pura incomunicación, aquel hombre comenzó a subir al cementerio y se sentaba en la tumba de su mujer, porque el tío Golgodos estuvo casado, y le contaba a ella todo lo que por su cabeza pasaba. Esto, en el pueblo, les terminó de confirmar a todos su locura pero, como no volvió a hablar a los niños ni se metía con nadie, como por otro lado había sido la norma de su vida, terminaron por considerarle un loco, sí, pero inofensivo. Y la gente le dio de lado como a un trasto inservible.
El tío Golgodos tomó la costumbre de dar grandes paseos por el campo. Había días que iba hasta el nacedero del monte; otros, hasta las Tres Doncellas; otros, hasta la Castellana, o hasta las Quitinas, o hasta la Fuente de las Palomas, o hasta la Quinta Mora, o hasta el Barranco del Tesoro, o hasta el Castro Quimera o a los Prados de Juan Herrón…
En todos aquellos paseos terminaba el viejo sentado en alguna peña, mirando el campo de su juventud y fumándose un cigarro mientras se recreaba en las vistas. Lo cierto era que el tío Golgodos era el único viejo que quedaba de su generación que había permanecido siempre en el pueblo. Era, por tanto, un testigo de la evolución de la vida en los últimos años y de la del mismo pueblo también. Ahora, además, era un testigo mudo pues nadie quería hablar con él y los niños, que antes escuchaban sus historias, le rehuían por encargo de sus padres. Así que el viejo, en sus paseos, se daba cuenta de que su soledad se había multiplicado.
Un día subió al alto que hay sobre el Barranco de Agualobos. Ni siquiera él supo de dónde sacó las fuerzas para trepar hasta el alto por aquellas escarpaduras. El cerro era impresionante y de acceso difícil y, quitando ese punto de subida, una senda de cabras, estaba cortado casi a pico sobre los barrancos de los dos arroyos que dominaba, el uno seco normalmente y el otro siempre con agua, pero ambos igualmente profundos. Desde allí arriba no se veía ningún rebaño, nadie en las tierras, ni un alma en las vegas y, ni siquiera, se veía el pueblo. Caminó por el borde sintiendo el vértigo en la boca del estómago. Esa sensación profunda le asustó y le oprimió la garganta. Sabía que bajo las peñas cortadas a pico estaban antaño las zorreras y aguzó la vista por ver si la silueta fugaz de alguna zorra le hacía compañía, pero no vio ninguna. Sólo un buitre, desconfiado y asustado por su proximidad, se lanzó al vacío desde una peña aislada y calva de vegetación. El viejo le vio pasar por debajo de él, buscando sin duda alguna corriente de aire más caliente que le hiciera remontar y, haciendo círculos excéntricos, perderse en lo vasto del cielo.
Se sentó en una piedra, allá en lo alto, y se dijo si aquella piedra habría servido de asiento a alguien tan triste como él o, simplemente, a alguien siquiera en otro tiempo cercano o lejano. Luego se echó mano al bolso y sacando el tabaco se encendió un cigarro. Mientras fumaba no dejaba de mirar los mosaicos que los pedazos hacían en la vega, unos sembrados ya, otros conservando el rastrojo y otros de rojizos terrones; miró también los cachos perdidos a cuyos dueños él era aún capaz de identificar, aunque todos hubieran muerto ya. Y se dijo que el destino del hombre era la soledad, por más que se empeñara en otro. Y la soledad, con el paso de los años, era una soledad concéntrica, una soledad dentro de otra y de otra y de otra. Y se dijo que para qué servía todo el camino de la vida si desembocaba en aquellos desiertos. Imaginó también la caprichosa selección de la muerte llevándose a unos y dejando a otros, sin criterio ninguno, sin lógica.
Fue entonces cuando oyó las campanas. Recordó que era del día de todos los santos.
¿Santos? Él no había conocido ninguno. En las ánimas sí que creía porque, al igual que él se preguntaba las razones de las cosas de la vida, seguro que muchos otros como él acabaron las suyas con las mismas dudas. Y, ¿no serían las ánimas las que volvieran por este mundo, bajo unas formas u otras, a intentar descubrir lo que ignoraron o a arreglar las cuentas que no dejaron claras por un motivo u otro?
Sin embargo, era curioso, los santos tenían día y las ánimas, noche. Como si lo de los santos, siendo dudoso que los hubiera, estuviera claro; y lo de las ánimas, siendo innegable su existencia, fuera algo que no terminaba de estar iluminado, que se acompasaba más con las tinieblas e incertidumbres de la noche.
La tarde se había hecho y el sol se estaba yendo por allá, por la sinuosa cumbre del Mojoncillo y el badén que, en la distancia, perfilaba el misterioso barranco del Tesoro. El viejo, con aquella luz, descubrió una peña erosionada, aislada y solitaria que se erguía en las sombras nacientes. A medida que se fijaba en ella con más insistencia descubrió en la piedra las facciones de Rocatiesa. Y le pareció que la roca le miraba y, lo que en principio, era una mueca, luego se le antojo al viejo una sonrisa, un gesto afable, una bienvenida. Y caminó hacia ella repentinamente tranquilo, con el alma liviana, olvidando grietas, vacíos, precipicios y sombras.
Del tío Golgodos nunca se volvió a saber ni para bien ni para mal.
-        Pues para lo que hacía, mejor está donde quiera que esté.
-        Creo que se marchó con una hija que tenía en Badalona.
-        Quiá, si no sabía de ella.
-        Me han dicho que los guardias lo llevaron a un geriátrico, porque estaba ya perdidito de la cabeza.
-        Debió llevarle una ambulancia al hospital, a morir, creo.
-        A un manicomio, si es que no lo han hecho, es donde debían de haberle llevado.
-        Pues yo creo que nadie sabe su paradero y que, aunque lo han buscado, nadie ha dado con él.
Sólo un niño, el Isma, creo recordar, dijo por lo bajo a los otros:
-        Pues yo creo que se ha marchado con su amigo la Patasma porque se aburría ya de estar aquí.

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