25 marzo 2007

La verdad nos hará daño.


Cuando, de pequeño, jugaba al fútbol pensaba que, en los choques, las faltas debían ser a favor del que más daño se hacía, del más débil o, en todo caso, del más pequeño. Enseguida, el chico grande que le había fulminado contra el suelo, le sacó de su error y, lo que fue peor, el coro de chavales de variados tamaños que seguían al balón convinieron en un tris, y apenas sin interrumpir el juego, que el culpable era él. Así que Juan, desengañado ya desde niño, comenzó a aprender que las reglas de la sociedad eran, en su mayoría, contra natura y que al dolor raramente se le compensaba, si es que alguna vez se le percibía siquiera.
Lo mismo, o parecido en cierto sentido, le pasó con su madre. Ella le inculcó enseguida que debía decir la verdad siempre, aunque supiera que ello tendría consecuencias dolorosas para él. Las verdades de Juan, cuando algún cacharro roto o alguna desobediencia o travesura había de por medio, solían recibir su justiprecio con una buena azotaina que, su madre, le administraba con una zapatilla, mientras le mantenía echado boca abajo sobre sus rodillas. La asociación de su madre quitándose la chancleta le quedó ligada para siempre al precio de la verdad. Y, así, el decirla, supuso toda la vida para Juan un acto, en cierto modo, masoquista que le acompañó siempre y la aceptación de un axioma que no solía fallar: La verdad nos hará daño.
Sus recuerdos primeros se remontaban a un lugar impreciso y oscuro donde estuvo con unos cuantos más no sabía cuanto tiempo. No recordaba exactamente ni cuántos ni cómo eran ni quienes eran, pero allí estaban, eran todos figuras anónimas sin rostro ni rasgos. Alguien, también sin rostro y también desconocido, les iba llamando sin pronunciar nombres y salían, uno a uno, sin ruido.
Cuando sólo quedaron dos enseguida llamaron al otro y él, totalmente solo, tuvo miedo por primera vez durante el tiempo, también indefinido e impreciso, de aquella primera soledad. Pero también a él le llamaron y nació. Con el paso del tiempo llegó a pensar que, a lo mejor, morir también era, después de todo, así de fácil. Una última soledad corta.
Del lugar obscuro pasó a otro cuyo rasgo principal era el opuesto, la claridad. Tanta claridad que le impedía ver. Allí, lo mismo que sus ojos se acostumbraron a la luz o, dicho de otro modo, se hicieron ojos con ella, se acostumbró también a vivir entre unos extraños a los que, con el paso del tiempo, aprendió a definir con las palabras que ellos mismos le enseñaron.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Morir será, creo yo, la última y más grande soledad.

No sé dónde leí que la vida nos abandona mucho antes de que nosotros abandonemos la vida. Y estoy de acuerdo siempre que lleguemos a viejitos. Y en ese tiempo en que la vida nos va abandonando poco a poco, la soledad debe ser larga en ese lento morir.