Creo que todas las comunidades, en algún momento o por algún
hecho, hemos tendido a sentirnos superiores a las demás (A veces con relativa
razón, claro, aunque siempre con la sinrazón más absoluta). Porque sentirnos
superiores es un contrasentido si, al mismo tiempo, pensamos democráticamente. Pero
cuando ese sentimiento de superioridad se convierte, como objetivo político, en
intolerancia hacia “los otros”, el peligro es inminente.
Uno de los primeros carteles de propaganda turística que se
ideó en España sólo decía: “España es diferente”. Hoy algunas de nuestras
comunidades se promocionan con la misma idea y, en general, se camufla bajo la
palabra “diferentes” la idea, más real pero menos vendible democráticamente, de
sentirse simplemente superiores de raíz. Ver que tus semejantes tienen ese
concepto de sí mismos da pena (y miedo).
Aunque parece que, de este sentimiento de superioridad, no
escapa eventualmente nadie en el mundo, siempre quedan personas que, al tiempo
que afirman esa superioridad íntima y regocijante, ponen en duda su chovinista
osadía con finísimo humor. Porque el humor es una forma adulta y deportiva de
desechar con elegancia la fácil convicción del autoengaño:
“Oh Señor y Dios
nuestro, serás siempre adorado en esta isla cristiana, porque con tu ejemplo nos enseñaste la virtud de la
humildad pero, además y por si acaso, en tu divina omnisciencia, creaste el
alcohol para impedir, de todo punto, que los irlandeses dominásemos La Tierra.”
(Anónimo leído en
una taberna de una aldea irlandesa)
Pero para buscar ese sentimiento de superioridad, que también
se dio en la España Imperial (aunque cueste creerlo), y quizá hoy rebrota, como
ha hecho periódicamente a lo largo de los siglos, en algunas de nuestras
comunidades, será más conveniente citar el comentario de un inglés de aquella
época del Imperio Español. Aquel hombre nos miraba desde fuera y, además, no
debía ser nada rencoroso porque, pese a haber luchado contra La Armada
Invencible y los intereses españoles, escribió lo siguiente, a comienzos del
siglo XVII, sin que nadie le obligara (que nos conste):
“No puedo por menos que
ensalzar la valiente virtud de los españoles. Pocas naciones, o acaso ninguna,
han soportado tantas desdichas y padecimientos como los españoles durante su
descubrimiento de Las Indias. Y, sin embargo, persistiendo en sus empresas, con
indomable constancia, han anexionado a su reino tantas extraordinarias
provincias como para enterrar el recuerdo de todos los peligros afrontados.
Tempestades y naufragios, hambre, derrocamientos, motines, el frío y el calor,
la peste y todo tipo de enfermedades, antiguas y nuevas, junto a una extrema
pobreza y carencia de lo más necesario, han sido los enemigos que han tenido
que afrontar, en un momento u otro, en todos y cada uno de sus más nobles
descubrimientos.” (Sir
Walther Raleigh, “History of the World”)
Es significativo que sir Walther hable de los españoles y no
de España, pues de ese modo parece que implícitamente admira a unas gentes
esforzadas pero no a sus gobernantes. Y es que seguramente, si los malos
gobernantes han sido el sino irrevocable de los españoles a lo largo de nuestra
historia, el milagro de que perviva España es difícil atribuírselo a alguien
que no sea la Divina Providencia o, simplemente, la carambola.
La frase “¡Dios, qué
buen vasallo, si hubiera buen señor!” ya la dijo, no en vano, un anónimo
juglar, bastante antes de que se fundara la España actual, para definir la
relación del Cid con su rey, y quizás valiera también para definir la relación
de los españoles con nuestros gobernantes a lo largo de la historia.
También, uno de los fundadores de la España moderna y, al
parecer, uno de los pocos buenos gobernantes que tuvimos, el rey Fernando el
Católico, decía de nosotros: "La
nación es bastante apta para las armas, pero desordenada, de suerte que sólo
puede hacer con ella grandes cosas el que sepa mantenerla unida y en
orden". Claro que a este buen rey los nobles castellanos de la época
le apodaban, y no creo que con cariño, el “viejo catalán”. O sea, que las
reticencias vienen de lejos.
Pero dejando a un lado elogios y gloriosas palabras (por
merecidos que unos y otras sean), recapacitemos con realismo sobre algunos
antecedentes al primer viaje colombino. Pues hay algunos hechos previos, y poco
conocidos, que podrían movernos a la reflexión.
Por ejemplo, desde finales del siglo XV y durante el siglo
XVI a los españoles les estaba permitido tomar los apellidos que desearan de
cualquiera de sus cuatro abuelos. Teniendo en cuenta nuestro mestizaje de
siglos con judíos y moros (amén de otros muchos anteriores, y nuestra
resistencia a reconocerlo) y los correspondientes decretos de expulsión de
finales del siglo XV hacia los miembros no conversos de estas comunidades, cabe
pensar si no se trataría con aquella medida de homogeneizar los nombres de
todos los cristianos de aquel nuevo reino para ocultar nominalmente las raíces
judías o moras de muchos.
Si así fue, sólo se consiguió a medias, pues los cristianos
de pura cepa, recelando de los conversos, inmediatamente crearon los términos
de “cristianos viejos” y “cristianos nuevos”, para evitar que los nombres
adoptados por los conversos (algunos muy pomposos) enmascararan la abyecta y
traicionera sangre infiel oculta bajo ellos. De modo que, si aquello de los
apellidos fue un intento de unificar, resultó en lo contrario. Creó una nueva
diferencia. Un nuevo “nosotros” y “ellos” que se sobreponía a las demás
diferencias ya existentes. Un nuevo sectarismo, por si teníamos pocos.
Así, a la tradicional rivalidad e inquina entre los reinos
viejos: aragoneses (y sus subconjuntos, para no omitir a los catalanes y
valencianos, entre otros), castellanos de distinta antigüedad (de la Vieja, de
la Nueva y de la “Novísima” Castilla, que venía a ser Andalucía), vascos
(vizcaínos, alaveses y guipuzcoanos, no confundirlos, por favor, que, pese a
vivir en un área chiquita, son identidades muy distintas. Los de Bilbao, punto
y aparte, claro), navarros, gallegos, leoneses (estos dos últimos con los del
Bierzo en medio, y estos a su vez con los de Los Ancares), cántabros,
asturianos, extremeños, murcianos…(absolutamente todos con infinidad de
particularidades internas aun entre poblaciones limítrofes) se les unía ahora,
por si no estaban ya lo suficientemente “diferenciados” entre ellos, la
clasificación transversal de cristianos viejos y nuevos. Esta última diferencia
afectaba a todas las comunidades en lo más sagrado: la pureza de sus cristianas
almas, aunque éstas residieran en cuerpos de sangre secularmente mestiza. Pero
curiosamente se llamó al asunto: “Pureza de sangre”, cuando muy poco tenía que
ver con ella, ya que el mestizaje en España venía de muy antiguo y por eso
algunos, en lugar de llamarlo por su nombre, inventaron el candorosos eufemismo
de llamar al suelo patrio “Crisol del culturas” y no tierra de mestizos
seculares.
Y todo lo anterior sin mencionar a los vituperados gitanos,
habitantes también de la vieja España, y que, tan integrados como el que más en
la nación, aún proclaman hoy en día sin ningún reparo sus reticencias a perder
su secular identidad: “¡Ay qué desgracia,
caballero, ay qué desgracia tan grande, peor que un cáncer, peor que la
cárcel, peor que la discriminación de
esa mala, pero mala, mala: que mi niño, el Dieguito, se quiere casar con una
paya!”
Así estaba el panorama. ¿Qué hacer con aquel maremágnum
étnico y cultural de pueblos tan puros y genuinos, tan peculiares, de
irreconciliables “diferencias identitarias”, etc. que el mundo contempló y que, con admiración
estupefacta, varios siglos después parece seguir vigente? Aquel “¡Santiago y
cierra España!” (los indios debían creer que Santiago era el dios de la guerra
de los españoles, pues también el grito se lanzó en América) siguió sirviendo
en Las Indias después de acabada la Reconquista en España. Y ni por esas España
se ha cerrado.
Opino, con vergüenza, que parece que el vínculo del mutuo
rencor es el yugo que ha mantenido unidos a los españoles tanto en las grandes
empresas como en nuestra interminable refriega interior, con o sin imperio.
Hace muchos años que perdimos aquél y, sin embargo, nuestras inquinas
permanecen y llevan camino de seguir. Parece que la identidad de España es
siempre su lucha interna y su falta de unidad. Pero, al menos, nos dimos una pausa, en el mejor
sentido, con Las Indias.
6 comentarios:
¿Y no ocurrirá algo parecido en otros países? Lo digo porque el ser humano es igual en todas partes, por mucho que siempre estemos queriendo ser distintos, mejores, otros.
Muy bien documentado el texto.
¿Es verdadero el cantar gitano?, supongo que sí.
Besos, Soros
Como siempre, tus textos resultan muy interesantes, no sólo por lo que se dice en ellos, sino porque siempre ofreces una visión propia y reflexiva de los hechos.
Es un análisis muy honesto, que si así lo hiciéramos en todas partes, se facilitaría mucho el entendimiento entre naciones.
Un abrazo.
Sí, Paloma, yo creo que también existen en otros países esos problemas. Pero los españoles somos los que más años llevamos sin resolverlos. Tiende a verse por los propios, como cosa natural, que las zonas más ricas quieran separarse de las que devinieron en menos ricas. Da igual cuál sea la historia, a todo el mundo parece importarle más el aquí y ahora. Da la impresión de que para ser solidarios no es bueno enriquecerse.
Procuro documentarme para decir las menos tonterías que pueda.
No es un cantar, el comentario, es un lamento que he oído personalmente a una señora gitana.
Besos.
Claro, Ángeles. Me parece que, después de leer un poco, hay que sacar alguna conclusión propia para que la digestión de las lecturas sean algo de provecho. Las letras, si se disfrutan y se paladean, suelen provocar nuevas letras. ¿Para qué queremos, si no, este cerebro pensador con el que venimos de fábrica? :-)
Sara O. Durán, no aspiro yo a tanto. Ya me conformo con que nos vayamos entendiendo entre personas. Fíjate, hasta me conformaría con que hubiera paz, entendimiento y conformidad en mi comunidad de vecinos. Estoy seguro de que si lograra esto, luego ya podría pasar a logros mayores. Un abrazo. :-)
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