24 junio 2016

A un hijo muerto

En su alegato final el abogado del automovilista dijo:
“Señoras y señores del Jurado:
¿En qué clase de familia se estaba criando ese niño? ¿Qué clase de educación estaba recibiendo? En definitiva, qué tipo de persona hubiese llegado a ser.
Un niño de diez años que juega en la calle, sin la debida atención parental, sin ser en todo momento monitorizado por sus padres, es un vivo ejemplo de lo que en nuestros días puede denominarse con absoluta propiedad un caso evidente de abuso infantil pasivo. O, dicho de otro modo, de la despreocupación generalizada y la inhibición de responsabilidades que reina, por desgracia, en tantos y tantos hogares actualmente. ¿O es que no somos todos conscientes del peligro que hoy en día conlleva el tráfico rodado en nuestras urbes? ¿Qué tipo de familia permitiría que uno de sus vástagos deambulase a su libre albedrío, y nada menos que con un balón, por las calles de la insegura ciudad?
Estoy convencido de que a muchos de ustedes, padres y madres responsables, les obsesionan y martirizan, a la par que a mí mismo, estas cuestiones. Y yo les pregunto: ¿Ustedes, como progenitores conscientes de esos mil peligros, lo hubiesen permitido? ¿Relajarían ustedes su responsabilidad hasta tal punto? ¿Aman ustedes a sus hijos o, por el contrario, coexisten pasivamente con ellos, insensibles y ajenos a la problemática de sus vidas? ¿Cuál es su concepto de paternidad proactiva y responsable?
No seré yo quien responda a estas preguntas, dejo que cada uno de ustedes, respetables miembros de este Jurado, se den en conciencia las respuestas. No es a mí a quien corresponde aleccionarles. Jamás lo intentaría ni se me pasaría tal cosa por el pensamiento.
Y, si el entorno familiar de este chico le permitía vivir en tal permisividad suicida, ¿no cabe responsabilizar a sus indolentes padres por el desgraciado accidente que sufrió? ¿Acaso la inhibición de las obligaciones familiares ha de ser premiada no ya por este tribunal, sino por la sociedad a la que todos aquí representamos? ¿Podemos permanecer como impávidos cómplices de este soterrado maltrato? Piénsenlo ustedes.
Sí, desgraciadamente, el muchacho murió en el accidente. Y no cabe sino sentir conmiseración por él. Y nuestros ánimos se ven urgidos a castigar al culpable de inmediato. Tal es, no sólo nuestra inclinación natural, sino la naturaleza de nuestras leyes, tan garantistas como céleres en el castigo.
Y ahora queremos ver en el conductor a ese culpable. La triste pérdida de una vida bajo las ruedas de un coche, aún sin haber sido testigos del luctuoso hecho, hace que nuestra compasión se incline por el accidentado. Es natural, ese desdichado era un inocente cuya vida segó un conductor al que, los más indulgentes, tildarán de despistado y, los más severos, de infractor de alguna de las innumerables normas del Código de la Circulación. Ésas de las que tantas veces nos olvidamos al volante pero que tan presentes tenemos cuando somos peatones. Que cada uno de ustedes reflexione sobre mis palabras y las pondere en conciencia. ¿Acaso no pudo esto ocurrirnos a cualquiera de nosotros?
Lejos de querer influir en este Jurado, infiero lo siguiente:
Este muchacho pereció por un error que cualquiera podemos cometer. Eso está fuera de toda discusión. Porque intencionadamente ni mi defendido ni nadie en su sano juicio atropellaría deliberadamente a un niño.
Pero yo no quiero dejar impune este accidente, sino hacerles ver con afilada claridad hasta dónde llega la responsabilidad de cada cual. Es mi obligación ir más allá. Llegar a la última causa. De otro modo, no podría decir que actúo buscando la justicia, ni de acuerdo con mi ética profesional, ni tampoco con respecto a mis convicciones personales que, seguramente, coincidirán inevitablemente con las suyas.
Pongamos un ejemplo:
¿Se extrañarían ustedes de que un potro suelto, dejado escapar y sin control, fuese atropellado?
Estoy seguro de que no. Es más, pedirían responsabilidades al dueño no sólo por tal acto, sino también por los daños que el accidente hubiese causado tanto a los ocupantes como al propio vehículo, ambos sujetos pasivos del atestado. Lo considerarían lógico. No titubearían. Tal es la claridad de la razón cuando se enfrenta a la evidencia.
Pues, en nuestro caso, piensen que si un potro genera una responsabilidad tal en su dueño, qué no generará la patria potestad que tienen los padres sobre sus hijos. Señoras y señores, estamos hablando aquí de un ser humano, ¿o es que acaso es menor la responsabilidad sobre un hijo que la que nos genera una mascota?
Por otro lado, con el tipo de educación que ese muchacho estaba recibiendo y que, por lo que yo deduzco y temo, más se parecía a la total ausencia de ella, a ninguno nos pueden extrañar los hechos.
¿Qué hubiera sido de ese muchacho en la vida? Seguramente habría sido un perro sin amo, una bala perdida, un ser no sujeto a normas ni principios, un individuo asocial. El legado educativo, que nunca recibió de sus padres, le habría llevado a la marginalidad sin duda y, probablemente, a la delincuencia. Si supieran ustedes cuántos casos parecidos, de muchachos procedentes de hogares disfuncionales, sin principios, pasan desgraciadamente por mis manos en innumerables delitos menores y aun mayores, comprenderían muy bien mis palabras. De modo que, sin apenas riesgo de equivocarme, pues la estadística está de mi parte, podría muy bien suponer que, en este caso, una vida abocada al delito, que no a otra cosa, se ha visto truncada. Doloroso, pero así es. Así me lo dicta la experiencia, así lo confirman los datos, por duro que resulte aceptarlo.
Propongo por tanto que se declare inocente a mi defendido y que, ya que nadie va a indemnizarle por los daños en su vehículo, que se le compense con un juicio libre de costas.
¡Muchas gracias, señoras y señores del Jurado!”


En su alegato final el abogado del accidentado dijo:
“Señoras y señores del jurado:
Henos aquí ante un caso en el que, aunque la evidencia salta a la vista, el cinismo, amén de anegarnos el ánimo, parece querer arrancarnos los ojos.
Por el hecho de que un niño de diez años juegue a la pelota en la calle, se pone en duda la integridad de su familia, lo esmerado de su educación e incluso lo que, de vivir, hubiese sido su futuro, un futuro que, como ha quedado demostrado por todos los indicios, se vislumbraba no sólo prometedor, sino brillante.
Sepan ustedes, señoras y señores miembros de Jurado, que los padres del niño atropellado le dieron la mejor educación posible. Ésa que dicta la inteligencia y no el temor, ésa que da alas a las personas en lugar de cercenárselas. Le educaron para adaptarse a su medio, para saber decidir en cada momento, para que tuviera sus propios criterios al enfrentarse a la cotidianeidad, para que fuera crítico y supiera desenvolverse y adaptarse a las vicisitudes de la vida. Le educaron, en suma y nada más y nada menos, que en la libertad, pasando por todos los objetivos trasversales que la adquisición global de ésta conlleva.
¡Gran delito por lo que se ve!, siendo la libertad, como bien se sabe, lo único que anima a afrontar los riesgos de la vida y aun a poner la misma vida en juego por lograrla o mantenerla. Que de esto nos sobra bibliografía acreditada, tanto de nuestros clásicos como de otros autores, no menos fidedignos, de allende nuestras fronteras.
Sin embargo, parece ser que es un gran pecado, una falta imperdonable, el dotar progresivamente de libertad a un niño en su curricular progreso hacia la edad adulta. Parece que es mejor tenerlo atado, encerrado entre las cuatro seguras paredes de un piso, atontolinado permanentemente frente a un ordenador o jugando con un teléfono móvil, dependiendo permanentemente de sus padres y evitándole cualquier pernicioso o peligroso contacto con el mundo real.
Pero, introspectando en mi conciencia, yo me digo: ¿Es evitando los problemas como se enseña a nuestra juventud a enfrentarse a ellos? ¿Es tapándoles y tapándonos los ojos como queremos enseñarles a descubrir el mundo? ¿Es evitándoles todos los riesgos como queremos que se habitúen a lidiar con la vida?
Y me cuestiono, señoras y señores del Jurado, qué ideales educativos tiene nuestra sociedad: ¿Hacer de nuestros hijos unos seres estabulados, en aras de una seguridad a ultranza, o darles la progresiva libertad que necesitan para aprender y llegar a ser personas independientes y con criterio? ¿Cuál de estos sentimientos debe ocupar la mente y el corazón de unos dignos progenitores?
No sé lo que pensarán ustedes al respecto pero, lo que sí sé, es que los padres de este niño supieron arrinconar todos sus miedos pacatos y educarle dotándole de libertad, asumiendo que la ejerciera e inculcándole estos sagrados principios desde la edad más tierna. Padres que educan así a sus hijos son para mí dignos de la mayor admiración y el más grande respeto. Y diría más: Son ejemplos a emular. Porque dan a sus hijos lo que más les cuesta confiarles: La libertad. Porque son conscientes de que, aunque la seguridad a ultranza a ellos, como padres, les mantendría más tranquilos, no es eso lo que precisan sus hijos para remontarse en la vida. Los padres pueden sentirse confortados por la seguridad, pero los hijos necesitan libertad para aprender, tanto como las aves precisan del aire para volar.
¿Qué padres son más generosos, los que se tragan sus temores y ofrecen libertad a sus hijos o los que se la niegan por el egoísmo de vivir ellos tranquilos? ¿Qué somos, padres egoístas o padres generosos? Porque no es a los hijos a quien debe juzgarse, en este aspecto, sino a los padres.
Pues bien, los padres de mi defendido, eran unos padres tan generosos como responsables. Su desdichado hijo, aparte de unas habilidades balompédicas reconocidas por el barrio entero, era un buen estudiante, sus profesores así lo atestiguan.
Todo lo anterior me permite concluir que el muchacho atropellado tenía todas las mejores bazas en su mano para enfrentarse al futuro. ¿Quién sabe? Con las premisas educativas que he descrito, ¿llegaría a matemático, a filósofo, a médico, a profesor universitario, a fisioterapeuta…? ¿Abrazaría tal vez la literatura, la física, la ingeniería, tal vez la ortodoncia? ¿Hubieran querido los hados que llegara a Premio Nóbel? O, incluso, y en el mejor de los casos, ¿quién asegura que no hubiera podido llegar al súmmum del talento y haber acabado bien como astro del fútbol, o bien como líder político de un partido emergente?
Desgraciadamente para el muchacho y para su familia, ya nunca lo sabremos.
Al parecer alguien lo ha matado. Alguien que, al parecer, es tan distraído y confiado al volante como cualquiera de nosotros. Alguien que, como cualquiera de los presentes, no deseaba hacer lo que hizo.
Pero, como al fallecido esta intencionalidad o falta de ella le trae ya sin cuidado, solicito de todos ustedes que tengan la misma comprensión con sus padres que la que parecen sentir por el conductor. En consecuencia, pido que se les indemnice con la cantidad que el Sr. Juez estipule y que, además, tenga la consideración de pagar el acusado los costes de este juicio.
No pido pena de cárcel para él porque, por lo que se ve, tendría que pedirla también para todos ustedes ya que, tan comprensivamente, se ponen en su lugar.
¡Muchas gracias, señoras y señores del Jurado!”

8 comentarios:

Sara dijo...

Un magnífico relato para esta jornada de reflexión.

Me he quedado anonadada con los argumentos del abogado del automovilista, que me han parecido, si me permites el calificativo, bastante "nazis".

Siempre me obligas a leerte con atención y detenimiento. Es un placer hacerlo.

Besitos.

Soros dijo...

Me alegro, Sara, de que vayas más allá del asunto que se debate en el relato. Porque, si miras con serenidad las diatribas que conocemos a diario, verás que los argumentos que las distintas partes esgrimen se parecen mucho a éstas que aquí, con un poco de ironía, cuento.
Vivimos un continuo teatro en cuyos razonamientos, casi siempre interesados, es fácil perderse. La realidad se puede retorcer hasta el infinito. Y la verdad es un naufrago perdido en ese mar.
Besos y gracias por tu comentario.

Holden dijo...

El abogado del conductor merece todo lo peor. Hay que estar bastante falto de escrúpulos, ¿no te parece? Como sea, me ha gustado leerte. Al final me has hecho recordar que no todo es blanco ni negro, y que siempre hay que mirar el punto de vista de otras personas.

Soros dijo...

Gracias, Holden.
Todo el mundo fuerza el lenguaje y también la lógica para llevarse el gato al agua. Pero no hay que dejarse engatusar y menos en tu caso :-).
Gracias y un saludo.

Ángeles dijo...

Cualquiera con labia suficiente y con pocos escrúplos puede ser capaz de defender lo que sea, independientemente de lo que piense o sienta de verdad.

Si estos abogados se intercambiasen a sus defendidos, hablarían con el mismo ímpetu y defenderían la causa opuesta con la misma contundencia.
Como los que salen en los telediarios.

Soros dijo...

Así es, Ángeles.
Sin embargo, hay gente que toma estos razonamientos como ejemplos de criterio y, oyéndolos de personas que consideran preparadas y cultas, los hacen propios y así se extienden muchas aberraciones que, luego, son difíciles de parar. Y la falta de escrúpulos, ya de por sí frecuente, se multiplica y prolifera como la mala hierba.
Y me parece muy bueno el ejemplo que pones de las televisiones.
Gracias por tu comentario.

Conxita C. dijo...

La reflexión que se me sugiere de la lectura de tu relato me habla de las distintas maneras de mirar la verdad, de cómo se puede retorcer y conseguir hacer creíble algo que no lo es, cómo con frecuencia se nos manipula con las mejores palabras y los mejores argumentos, que no somos capaces ni de desmentir ni de desmontar, en una sociedad sin muchos escrúpulos los "buenos vendedores" son los que siempre ganan aunque la verdad no esté de su parte.

Me preocupa esta sociedad que valora justo esos comportamientos y esos supuestos "valores" que son los que se transmiten a nuestros jóvenes. Ayudarlos a pensar, aunque cuesta porque está poco valorado. Cuestionar lo que nos viene dado para poder crecer y ser mejor persona, no "tragarnos"todo lo que nos cuentan, documentarse, investigar y buscar argumentos distintos y no quedarnos con lo fácil.

Un saludo

Soros dijo...

Así es, Conxita, la idea de estos cuentecillos es cuestionar esas cosas que dices. Pero como entregarse a pensamientos tan amargos puede hacer que nos contaminemos de tristeza, procuro siempre poner algún puntillo de ironía y humor.
Saludos y gracias.