13 junio 2016

Carta a Miguel de Cervantes


Querido y admirado Miguel de Cervantes:

A mi pesar, en la escuela, me obligaron a leer el Quijote. Y tanto empeño y tan poco tacto pusieron en ello mis maestros que primero el libro me aburrió por hacérseme ininteligible. Pero insistieron de modo tan inicuo que, al poco y por tanta obligación y tan poca ayuda, llegué después a aborrecerlo. Y de este triste modo me inicié en la literatura, odiando la principal obra maestra de mi lengua.
Por lo que he sabido después, no fue a mí sólo, sino también a algunos otros lo que esto mismo sucedió. Y, lo que es más grave, que muchos jamás llegaron a remediar esta desgracia y, aún hoy, mencionan este libro con indiferencia, casi con rencor, sin haberlo leído con provecho. Y porfían, en su grandísima desconfianza, que son muchos otros compatriotas los que hablan de él sin haberlo leído.

En este aspecto, que hoy lamento mucho, poco tengo que agradecer a mis estólidos maestros por la parquedad de palabras que usaron, por lo general, para instruirme en el Quijote. Y sus pocas palabras, por ser siempre tan escasas como mi experiencia, me parecían graves y discretas y, además, de ley y de valor pues, todo lo que ralea, suele apreciarse más que aquello que abunda. Y cuanto más y cuando más necesitaba yo saber, menos explicaciones me dieron ellos. Pero, para compensar, era tanta su severidad que abortó ésta muchas de mis preguntas antes de formularlas. Y, de las pocas que se atrevió a parir mi boca, las más no fueron contestadas, quizá porque contra el vicio de pedir al buen tuntún está la virtud de no dar sino menos de lo preciso, costumbre tan cristiana, castiza y española como cruel tantas veces, especialmente para un niño ignorante pero curioso.
Y toda aquella situación la atribuía yo entonces a que mis educadores, en su gran ciencia, no querían acortar mi camino hacia ella, por ser en él donde más suele aprenderse, aunque despacio, todo lo más necesario y principal, pese a los deseos de la propia voluntad, casi siempre vehemente, caprichosa y amiga de lo banal y lo accesorio.
Y, cuanto menos me instruían mis maestros, más me parecía a mí que ellos sabían pues, por ser niño, no conocía aún ese refrán que dice que de donde no hay no se puede sacar. Pero, sea por lo que fuere, ellos se guardaban de hablar más de lo necesario, seguramente porque el que mucho habla, mucho yerra y, por su corta preparación y larga astucia, ambas cosas temían y evitaban.
Todo esto, lejos de favorecer mi aprendizaje, agudizó mi imaginación, que dio en buscar siempre explicaciones, con más o menos fundamento, a lo que ni me enseñaban ni entendía. De este modo mi gran desconocimiento sobre casi todo quedó compensado por una fantasía algo más viva que era, sin duda, tan grande o mayor que mi ignorancia y, por añadidura, mucho más divertida y aunque impertinente a veces, incierta y veleidosa siempre.

Así supe, con el tiempo, que vivía en un país, España, en el que muchos enseñaban sin ninguna gana y aún con menos ciencia y, de todos ellos, pocos sabían algo de provecho. En mi patria, el temer y el recelar eran cosas más importantes que el saber pues, siendo país de viñas, todos sabían bien que el miedo era el mejor guarda. Así, me inculcaron que el humilde temer ayuda a comer con más certeza que el soberbio saber, y que no era nada seguro que se pudiera vivir de este último sin complicaciones, ¿qué vanas pretensiones eran esas?
Nadie me explicó que había nacido en el país de Cervantes, tierra de bien nacidos. Un país de orden y gente de bien. De personas en su sano juicio y de hombres de provecho, todos predicadores de la prudencia, como cada día, de entonces a ahora, se puede colegir por nuestra historia que, de no haber sido así los españoles, aún hubiera sido más generosa en guerras civiles.

Pero, para no extenderme mucho, sólo diré que algún tiempo hubo de pasar para que, al fin, topara con usted, buen Cervantes. Luego supe de su vida. En ella hubo pasajes oscuros, pocos datos fiables, suposiciones y abundancia de bulos. Pero se sabe con certeza que viajó, que conoció el ejército y la guerra, el cautiverio y la cárcel, el poder y la justicia, con sus firmes rigores y sus raras arbitrariedades, que suplicó el favor de los poderosos y que de ellos recibió más olvidos que ayudas, y que fue usted presa de tantos dimes y diretes y amargos contratiempos que dijo de sí mismo ser más versado en desgracias que en versos.  Y como no faltó tecla sin tocar referente a su sangre y a su origen, a su honor, su familia, su honestidad y sus trabajos, así terminó el concierto de su vida por no quedar muy afinado y su fama, como sus huesos, algo desparramada.
Por lo anterior, y salvando su obra, enseguida entendí que fue un hombre vulgar, como cualquiera. Con una vida llena de vaivenes. Que, por añadidura, escribió lo mejor siendo ya viejo. Y así, el miedo y el respeto que, de niño, le tomé al Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, se tornó en un afecto grande lentamente. Hube de leerlo de mayor, y varias veces, para darme cuenta del apego y cariño creciente que hoy le tributo como amigo, que no por otra cosa a usted le tengo, señor Cervantes, por ser padre tranquilo de unos personajes, que tanto pueden enseñar al lector si es discreto y paciente.
Entendí que usted sólo fue un español más. Y que la patria de su protagonista, La Mancha, no por vulgar lo era menos que otras ni más que ninguna y que todas las patrias son igualmente singulares, aunque difieran en historia, geografía y lengua. Que su Quijote y su Sancho trascendían a España, que sus temores e ilusiones eran los de todos, que sus cuitas eran también las mías y que, en lo sencillo de su trabajo de escritor, estaban reunidas las mejores esencias del oficio. Y comprendí que podían tenerse por amigos a ciertos desconocidos, porque la lectura de sus obras les hacía más familiares que a los propios y, su llaneza, más firmes y fiables que a los más sinceros. Comprendí que usted, señor Cervantes, que en un principio me inspiró el respeto de la desconfianza, luego me regaló el secreto de la amistad más seria, calmosa y sosegada. Ésa que cualquiera aspira a tener para que le ayude a vivir y a comprender, cosas ambas que a ser lo mismo vienen.
Y soñé, seguramente con otros muchos de mis semejantes, que todos nosotros, en cualquier parte del mundo, éramos partícipes de un legado de tristeza, de honestidad, de impavidez ante el fracaso que, a todos los empeñados en ciertos ideales, nos daba la talla de personas dignas, aunque honradas, porque el fracaso es el puerto más seguro que le cabe alcanzar al que es honesto. Y que, bien mirado, nuestro paso por la vida no es sino una locura del destino, que no nos dice si nos trae o nos lleva, sino que nos pone a prueba en este corto pataleo que media entre nuestro nacimiento y nuestra muerte. Que la vida es la quimera de muchos desvalidos que vagamos implorando tan largamente, que imaginamos eterno el corto tiempo que pasamos en ella. Y que enseguida, apenas apercibidos de la misma, la muerte pone fin a esta aventura.
Y bien quisiera, antes de que ésta última me lleve, leer de nuevo, y una vez más, durante mi viaje, el que por gracia de su pluma hicieron por esta vida, bella y sin embargo aciaga, don Quijote y su escudero, esencias ambos del amor a las ideas y al pan, que todos tenemos, y al ansia de justicia y cariño, que todos necesitamos.

Vale, Cervantes, querido amigo. No le digo más.

8 comentarios:

Sara dijo...

¡¡¡Menuda carta!!! ¡¡¡Si parece El Quijote!!! Y que conste que yo no lo he leído. Por eso no puedo disfrutar de la sosegada amistad de Cervantes; pero tengo un par de amigos muy sabios que me acercan a la realidad que describes. Ah, y uno de ellos va ya por la tercera lectura de las peripecias de El Ingenioso Hidalgo, así que "cuando las barbas del vecino veas cortar..." (jejeje)

¿Sabes? Tu carta además de ser un sentido homenaje, no tiene desperdicio.

Besitos.

Ángeles dijo...

Ha habido siempre muy malos enseñantes y muy malos métodos pedagógicos, que consiguen lo contrario de lo que deberían: desmotivar, aburrir y hacer que el alumno aborrezca hasta lo que más podría interesarle si se lo presentaran de otra forma. Y en otro momento.
Pero a veces, como es tu caso, aquel alumno desmotivado, una vez libre de los maestros ineptos, empieza a aprender por su cuenta y los gigantes se convierten en molinos. Es decir, empieza a ver el mundo con lucidez.

Soros dijo...

Gracias, Sara.
Pero, a la sinceridad que demuestras, deberías, si quieres, añadir una lectura calmosa del Quijote. Si primero te empapas de la cultura y el sentir de la época, verás que es un libro sencillo y gracioso. No lo tomes como una obligación y léelo despacio de modo que los muchos sabores que tiene te vayan deleitando.
Es un libro muy comentado, como sabes, de modo que un escritor como Cervantes, que no vivió ni murió rico, ha dado con su obra de comer a otros muchos escritores y críticos que, sin tener su talento, han querido interpretar cada detalle y vivido de él. No les hagas demasiado caso, porque las mejores interpretaciones, o las que aprovechan a cada uno, sólo son las propias.
Besos.

Soros dijo...

Ángeles, muchas gracias.
Enseñarnos, pueden enseñarnos otros, si ellos quieren y nosotros nos dejamos; pero, yo creo, que aprender siempre aprendemos solos. Pero sería muy bonito si en el aprendizaje, ése que llamo propio, muchas personas y cosas pudieran ayudarnos pero solamente en aquellas cosas que necesitáramos.
Y si la lucidez nos viene a las personas al final del túnel, poco nos a valer, pues más necesaria nos hubiera sido en la mitad o desde que el túnel se inició. Pero la utilidad de las cosas pocas veces concuerda con el momento en que se logran. Y la vida tiene un buen tinte de contradicción.
Un abrazo.

Conxita C. dijo...

Hace unos días estuve en una charla de una escritora que justo reivindicaba mejores formas de enseñar la literatura, ella decía que la literatura se debe aprender escribiendo y también leyendo, por supuesto, a grandes escritores cuando se tiene la edad para comprender esos libros. Eso me alivió porque a pesar de ser una voraz lectora, he sentido siempre una antipatía por los libros que, obligada, leí en la escuela, con los años descubrí a algunos en su relectura, encontrando matices que no podía captar cuando eran lectura obligatoria, así que he entendido muy bien ese redescubrir a Cervantes.
Y en la curiosidad y en el descubrimiento está muchas veces el placer de aprender.
Un saludo

Soros dijo...

Así me parece a mí también, Conxita.
Y sé de muchos que hubieran sido grandes discípulos si hubiesen tenido buen maestro. Y no andarían ahora perdidos por las sendas de ser autodidactas, que ésas son aventuras a veces tan estrafalarias como las que se pueden leer en El Quijote.
Saludos.

Anónimo dijo...

Me ha parecido preciosa la carta, en todos los sentidos.

Realmente te hacen odiar El Quijote obligándote a leerlo cuando no entiendes nada o multiplicándolo en dibujos animados, obras de teatro infantiles y otras aberraciones hasta que te saturan y sin saber nada de él o solo pinceladas, lo aborreces.


Todo lo que dices al final sobre la vida, nuestro breve paso por ella y la inevitable muerte me ha gustado especialmente. Muy filósofo el señor Soros.

Soros dijo...

Palomamzs, gracias maja.