17 diciembre 2015

Crónicas del Tango.- (Cap. 10 y Fin)


17 de Diciembre.- (El pobre Lázaro) "...y hasta los perros, acercándose, lamían sus úlceras..." (Ev. de San Lucas, 16, 21)


Aquel jueves, tras pensarlo, eligió otro lugar poblado de recuerdos. Su memoria quiso pasearse por aquel año de 1973. Un amigo con coche le llevó a Sigüenza con sus pocos trastos y su pequeña maleta. Se alojó, como único pupilo, en una vieja casa de la Calle de la Cruz Dorada. Su patrona era una anciana enferma, la señora Alejandra.
Enseguida se enteró de que Peregrina estaba libre. Una isla entre un mar creciente de cotos. Era cierto que había otros términos libres, aún bastantes, pero no estaban cerca y él no tenía coche ni, por entonces, posibilidad de tenerlo.
Enseguida se hizo con un mapa de la zona. Se levantaba un par de horas antes de que amaneciera. Tenía por entonces una vieja escopeta de perrillos del calibre 16 que le había costado 950 pesetas. En aquellas madrugadas, los jueves que trabajaba por la tarde, salía de Sigüenza con el macuto a la espalda y en la mano la escopeta enfundada. Entre las escarchas, cortaba por la senda que lleva al Rebollar y, siguiendo la carretera, se presentaba en las ruinas de la mina de Peregrina con las primeras luces. Cazaba las horas que podía y regresaba de nuevo a Sigüenza, a tiempo de llegar por la tarde a su trabajo.
Un buen amigo, Pepe Izquierdo, que por entonces hizo en Sigüenza, se enteró de sus andanzas para poder cazar. No supo con certeza si le hicieron gracia, le causaron admiración o, en el fondo, le dieron pena. Pepe era pescadero y, desde entonces, algunos domingos, con el modesto 4L de Pepe, se iban los dos a cazar a lo de Peregrina y La Cabrera. Y, el viejo, recordaba que su amigo Pepe, cada vez que sacaban, a primera hora, un bando de perdices, le decía siempre: “Vamos donde han salido que, donde duerme la perdiz, suele encamar la liebre”. Y mientras conducía iba recordando a Pepe por ese dicho y por otras muchas cosas. Todas agradables.

Aquella mañana, con el Tango, dejó el coche un poco más arriba del viejo puente romano, en un recodo de la Cañada Real Soriana que recorre el alto entre el Rebollar y el barranco del río Dulce. Eran los mismos parajes que cazó en aquellos años con el desaparecido Pepe Izquierdo y, también, los mismos a los que accedía, en aquellos madrugones, caminando desde Sigüenza por la parte contraria: las ruinas de la mina “El Acierto”.
Estaba muy cambiada la zona tras tantos años. Las encinas, sabinas, pinos y robles habían crecido y los marojos se habían espesado. Y algunas laderas estaban tan tupidas, que le parecían casi impenetrables. La ausencia de ganados, que mermaran el auge de la vegetación, había poblado de maleza aquellas alturas pedregosas.
Entre la abundante leña y los lejanos recuerdos, caminaba el viejo con el Tango. Hacían grandes eses y quiebros por aquellos parajes desiertos, buscando los supuestos bandos de perdices que, cuando entonces, merodeaban con seguridad por aquellos altos.
Tras una hora, entre el alto del Sabinazo y los Llanos, sintió el vuelo de unas. Eran cinco o seis. Volaron hacia abajo, hacia el Navazuelo, una zona bajera que linda con el bosque del Rebollar.
El cazador dejó que el Tango llegara al lugar donde saltaron las perdices sin seguirle, mientras giraba y se aprestaba a enfilar hacia donde habían volado, pensando en la manera de envolverlas.
Al punto sintió ladrar al Tango mientras le vio correr a unos ochenta metros tras de la rabona. El espíritu de su amigo Pepe le mandó un aviso. Y se arrepintió de no haberse anticipado. Y se dijo que, algo del buen Pepe, aún quedaba vagando entre aquellas soledades. Y, os juro, que el viejo se conmovió. Y, en aquellos momentos, habría jurado que aquello fue un último guiño de su añorado amigo.
De nada sirvieron las vueltas que cazador y perro dieron por los bajos. Y aunque, en cada asomada, le latiera con fuerza el corazón al veterano, las perdices no saltaron en ninguna.
Así que volvieron a los altos y se desplazaron a la derecha para dar vista al barranco sobre el río Dulce.
En los llanos más pelados habían cercado un buen trozo de terreno para hacer un cebadero de buitres. Y allí pudieron ver a los torpes abantos corriendo por el llano, como un pequeño hatajo de ovejas verticales, antes de saltar y tomar altura con el aire caldeado que ascendía del valle.
Deambularon entre las numerosas cerradas, vestigios de riquezas ganaderas de otros tiempos, pero no vieron caza. Y sólo en las inmediaciones del Rebollar saltó con estrépito una torcaz que, dejando plumón en el aire tras la perdigonada, se resistió a caer y se perdió monte adentro.
Tal vez por añoranza, el viejo quiso ir de carretera a carretera. Y atravesó las altas tierras que aún se labran frente a Peregrina. Y recorrió las lindes, repletas de aliagas, de estas hazas en la esperanza de dar con las perdices. Pero no hubo nada.
Cuando dio vista a las ruinas de la mina “El Acierto”, junto a la carretera de Peregrina, se acercó a ellas. Desde el viejo horno, que parece un torreón medieval algo agrietado, bajó, buscando entre las ruinas, una balsa de agua, que solía haber, para que bebiera el perro. Pero hasta la balsa había desaparecido.
Subieron de nuevo a la linde con el Rebollar. El cazador, sentado en un mojón, rajó longitudinalmente una botella de plástico vacía y vertió en ella el agua que le quedaba. El Tango la bebió ansioso, en un suspiro.
Emprendieron el camino de vuelta. Y no les fue difícil pisar por donde no habían pisado, pues aquella cimera, accidentada y pedregosa, es demasiado ancha para un solo cazador.
Tras una hora, el Tango comenzó a picarse en los altibajos del engañoso llano poblado de vegetación. El viejo le seguía sin perder detalle. Y el perro, de vez en cuando, paraba y oteaba muy atento. Pasaron unos diez minutos en esa tensión, que el Tango provocaba y luego deshacía, mientras seguían avanzando.
Finalmente, hizo muestra el Tango. Salieron dos perdices a más de cuarenta metros. Aunque al tirar se le hizo larga la distancia, vio que una de las perdices, pese a volar, se colgaba de riñones y a unos doscientos metros aterrizó entre la broza tras perder lentamente altura y capacidad para el vuelo.
El Tango no la vio y andaba corriendo presuroso por donde arrancaron las perdices. Mientras, el veterano, llegó a la carrera donde la perdiz aterrizó y se plantó en el punto de referencia llamando al perro.
Apenas llegó el Tango cogió rastro. Pero se internó tanto y tan rápido en la vegetación, que el cazador no quiso moverse de la referencia, dudando de que el perro acertara esta vez. Más aún desconfió cuando le vio, cuatrocientos metros delante, atravesar un claro y seguir internándose a buen paso entre las espesuras. Y es que al cazador, por más que lo viera, no le cabía en la cabeza que perdices heridas pudieran recorrer, tan rápidamente, semejantes distancias.
No se movió del sitio, pero aquellos minutos se le hicieron interminables. A punto estaba de ponerse a vocear llamando al Tango, cuando le pareció verle asomar muy lejos entre la abundante vegetación del accidentado llano. Le observó sin llamarle. Notó que el perro se había desorientado y le buscaba desconcertado y ansioso. La distancia no le permitía distinguir si traía algo en la boca o era el palmo de lengua que le asomaba.
El Tango no le localizaba y miraba azorado a todas partes corriendo en zigzag nerviosamente. A unos doscientos metros supo con certeza que traía la perdiz. La emoción se apoderó del viejo. Y, entonces, llamó a voces al Tango.
Mucha debía ser también la desazón del perro al no encontrarle, pues hizo algo que al cazador le pareció insólito. Al oírle y localizarle, dejó la perdiz en el suelo y, fue tanta su alegría, que se vino por derecho a él, feliz de haberle encontrado.
Traía la boca embozada de plumas por lo que el cazador no tuvo dudas de haber visto visiones. Y tras acariciar al alborozado Tango, le dijo:
-        Pero, Tango, ¿qué has hecho con la perdiz? ¿Dónde la has dejado?
Y el perro, seguido por el viejo, volvió sobre sus pasos, entró sin dudar entre las brozas, recobró la perdiz y se la dio.
Poco antes de las tres llegaron al coche y dio el cazador por finalizada aquella jornada poblada de recuerdos. Lo hizo ilusionado y, casi convencido, de que el Tango era un animal sorprendente.

En jornadas sucesivas, el perro siguió realizando hazañas similares que el cazador, acostumbrado, dio por normales o, sin querer darme más explicaciones, dejó simplemente de contarme.
El viejo decidió que el aprendizaje del perro había terminado o, si no lo decidió, al menos cesó, voluntariamente, de narrar más jornadas.
Me dijo, en mi última conversación con él, que rogaba a la fortuna poder seguir disfrutando de la compañía del Tango y, también, que pedía al destino que le diera algunos años más para poder seguir cazando de aquel modo, única manera de cazar que le gustaba. Pero, añadió, que el destino de los hombres y los perros es siempre incierto como lo es la caza.
Finalmente, ante mi insistencia por nuevos relatos, me espetó, de modo algo cortante, que no quería aburrirme con nuevas narraciones, seguramente reiterativas, y que, con lo ya descrito, tendría suficiente para escribir, si esa era mi voluntad, una secuencia de aquel aprendizaje.
Terminó su conversación añadiendo que de nada en la vida es bueno presumir, que las cosas mejores se disfrutaban en su momento y que el pasado puede acompañarte, pero nunca regresa. Me aseguró que los cazadores y, en general, los solitarios que vagan por los campos abandonados, ven cosas portentosas en tales desiertos pero que, lo mejor para ellos, es callarlas.
Finalizó diciendo que, algunos perros, terminan mandando en ti más que tú en ellos y que, cuando te sientes mayor, mermado de fuerzas y, acaso, desdichado, son ellos quienes te sacan al campo y te devuelven a la vida. Nunca al revés. Como si el azar los mandase, de no se sabe dónde, para prolongarte la existencia.


-FIN-

2 comentarios:

Isidro dijo...

Muy emotivas, Soros, tus Crónicas de Tango. Naturalmente en mi caso, que he sido un cazador solitario, lo son mucho más. Cuando el viejo repartía el agua con el perro me venía a la memoria como yo le daba al mio a beber del litro de leche que llevaba para los dos.

Soros dijo...

Ya me imaginaba que nadie mejor que tú para entender estás cosas.
Un abrazo.