11 diciembre 2015

Crónicas del Tango (Cap. 2)

Durante los siguientes días hábiles de la media veda, el viejo fue de caza. No lo hizo por las codornices, que eran muy escasas, sino porque el Tango no perdiera jornadas lectivas.
Sabía que las horas de campo eran para los perros como las horas de vuelo para los pilotos. Y no le importó volver apenas con dos o tres codornices cada día, y alguno con ninguna, con tal de que el nuevo perro se fuera fogueando. Y, amadrinado como estaba con las perras, comenzase a imitarlas buscando y, sobre todo, obedeciendo cuando se le llamaba.
Durante aquellas jornadas deambularon por muchos parajes: El Hontanar, la Bragadera, los Alcobanes, los Azules, la Mimbrera, Cerro Pozo y otros lugares en los que el perro se fue endureciendo con horas de caminata, sed, sol, rastrojos, junqueras y aliagas. Aunque, como todos los cachorros, tuviera la tendencia innata a correr tras cualquier cosa y no sacase codorniz alguna.

Fue un domingo de septiembre. El viejo sacó sólo al Tango. Al principio el perro, como solía, iba buscando sin parar a las perras que, hasta entonces, habían sido su guía. Como andaba despistado en ello, el viejo se escondió. Cuando el perro se sintió perdido, hubo de buscarle y, a partir de ese momento, el perro entendió que su nueva brújula era el viejo. Durante las seis horas de campo le fue inculcando la costumbre de no perderle de vista porque, si no se convertía en su referencia, el perro, en lugar de cazar para el cazador, cazaría a su aire y eso no era lo buscado. Naturalmente, para que esta costumbre se asentara era necesario que el perro empezase a cobrar alguna pieza. Pero esto era difícil por la escasez de codornices, tórtolas y torcaces, únicas especies a cazar.
Así que, aquella mañana del debut del cachorro en solitario, llevó al perro a la zona del Hontanar, sitio con visibilidad y donde era fácil que perro y cazador no se perdieran de vista.
A primera hora le metió por unas junqueras aledañas a unos rastrojos de trigo donde, si quedaba alguna codorniz, era posible que estuviera refugiada. Naturalmente, el viejo hubo de meterse por mitad de las brozas pues, al ser nuevo el perro, si no le veía meterse por lo espeso, también él tendería a ir por lo limpio. Esto a muchos les daba grima por temor a las culebras pero el viejo carecía de esa aversión, aunque tenía cuidado con las víboras tanto por él como por los perros.
Pero, volviendo al caso, en las junqueras no saltó ninguna codorniz. Para compensar, le salió al Tango, de los mismos hocicos, una liebre. Al viejo le hubiera gustado revolcarla por encelar al perro, pero se reportó porque no era tiempo de liebres y no le gustaba ir por el  campo haciendo malatines. Así que el Tango la persiguió cuarenta metros, desconcertado, como diciendo: ¿Qué demonios es eso? Pero, en cuanto la perdió de vista entre la maleza, se paró y miró al viejo. Éste le llamó y le felicitó por la carrera, pero dudó mucho que el Tango comprendiera su afán, tal vez exagerado, por respetar escrupulosamente los tiempos de las vedas.
A fuerza de caminar, el perro se fijó repentinamente e hizo postura, esto alegró al cazador porque era la primera vez que el perro se quedaba de muestra. Pero, en lugar de la ansiada codorniz, saltó un triguero del rastrojo. Así que tampoco hubo disparo y sí nuevos ánimos para el novel cachorro.
Al cabo de tres horas, subían por un arroyo que llevaba a un manantial. Andando el curso del frondoso regato, que el nacedero proporcionaba, llegaron a la zona más espesa y arbolada. Repentinamente el perro receló al sentir algo. De la sombra de los árboles saltó una hermosa corza que, ante la proximidad del perro, salió de su encame tan nerviosa y azorada, que tropezó y cayó aparatosamente y, en su frenética arrancada desde el suelo, casi se llevó al viejo por delante. Tampoco disparó a la corza, pues la caza mayor no era lo suyo y, además, nunca se le debe disparar con perdigones. Aunque, si hubiese apretado el gatillo a esa distancia, el tiro habría sido tan mortal como el de una lupara siciliana. El viejo se alegró, con una media sonrisa, de no haber adoptado maneras de la mafia. Pero, eso sí, el Tango, al haberle salido la corza de los mismos morros, emprendió una rápida carrera tras de ella y, tan veloz quiso ser y tanta codicia puso en el empeño, que perdió las patas por la empinada cuesta y se dio una costalada que le hizo rodar una decena de metros varga abajo.
Solamente al llegar a lo más alto de la misma cuesta, siguiendo el regato y cuando casi estaban llegando al manantial, el viejo sintió entre la arboleda el estrépito de la brusca arrancada de torcaces. Lógicamente, salían por el lado opuesto de la fronda. Las oía, pero estaban fuera de su vista. Pero, como el miedo se contagia de la primera que arranca a las demás que, sin haber percibido al cazador, imitan a las que huyen, el viejo se previno. Sabía que solía haber alguna despistada que podía volar en la dirección equivocada.
Así fue, una torcaz cruzó los árboles por su lado, a unos cuarenta metros por debajo. El viejo se esmeró en el tiro porque la escopeta del 20 abre poco, aunque concentra mucho el plomo, y eso hizo que, pese a llevar perdigón fino, la torcaz cayera.
Se alegró por el perro que hubo de buscarla entre la espesura de los árboles. Cuando la localizó, la cobró de un gran salto y se cebó en ella porque era la primera vez que cobraba una presa. Tanto le gustó que casi la despluma entera. Poco a poco consiguió el viejo que se la cediera, soplándole en el morro (un truco que nunca le  fallaba). Pero aún así se las vio y se las deseó para que le permitiera meterla en el morral, pues el Tango saltaba continuamente queriendo recobrarla e, incluso, hacía amagos de meter la cabeza en el macuto para recuperarla. Dejó al perro recrearse en la faena para estimular su codicia y su ambición por cobrar nuevas piezas.
Tuvo halagos y felicitaciones el Tango y, su codicia al cobrar, le gustó. Así que ese día regresó contento por la cercanía que le mostró el perro (cazaron los dos juntos a no más de 40 metros) y su ansia al cobrar. Ahora tenía que rodar muchas horas por el campo y morder caza, se dijo el viejo, pero pensó que el cachorro podía llegar a ser bueno.

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