16 diciembre 2015

Crónicas del Tango (Cap. 9)

Ese domingo cazó un rato en mano con los dos compañeros de siempre. Dieron una mano por los Alcobanes, principalmente por lo del Altillo Redondo y la Muela.
Hicieron lo difícil, que fue desalojar a las perdices de los altos. El veterano sabía que, tras más de dos horas de persecución, las tenían cansadas y desparramadas por los bajos. Había que vencer el cansancio proporcionado por las cuestas. Sería bueno recobrar los pulsos y recuperarse de los sudores. Pero, también, era el momento de perseverar, de recorrer las irregularidades onduladas de los sotos tupidas de maleza, de registrar arroyos y chorreras y de mirar, en general, los escondrijos que se encierran entre las zonas de labor y sus aledaños. Pero sus compañeros de mano se conformaron con haber tirado cuatro tiros al recorrer las laderas y finalizaron la caza precipitadamente, con la clara intención de irse a almorzar al bar El Pesebre.
Sin poderlo remediar, en la vuelta al coche, recorrió despacio una vaguadilla poblada longitudinalmente de aliagas que pillaba de camino. El Tango, que no se separaba de él, se picó de inmediato. Y daba gusto verle cazar entre aquella espesura, zigzagueando y, de vez en cuando, sacando la cabeza entre las brozas para localizar al cazador. El veterano sabía que no era vano el interés del perro. Y, entre dos arroyuelos, en lo más espeso del macizo de aliagas, fue a saltar la perdiz sin dar lugar al perro a ponerse de muestra. Salió hacia arriba, pero no lejos, y el viejo no tiró hasta cubrirla bien, pues la precipitación hubiera dejado bajo el tiro. La perdigonada elevó un punto más al pájaro en su impulso y la perdiz cayó desmadejada. En cuatro brincos el Tango la cobró.
-Lo estáis viendo. Ahora es el momento de hacerse con ellas- voceó a sus compañeros, esperando que el hecho tuviera alguna influencia sobre ellos.
Pero no la tuvo, porque le contestaron:
-Quita, quita. Que tú tiene mucho vicio. Nos vamos a almorzar, que ya hemos andado bastante.
Regresaron al pueblo y el veterano, sin entrar en la casa, metió al Tango en su coche y volvió, en solitario, a continuar la jornada de caza. Cada día de campo era para él un don precioso que nunca quería malrotar.
Como solía, buscó un paraje tranquilo. Dejó el coche en la orilla de un camino y comenzó a cazar, deambulando despacio, fijándose en el perro.
Apenas traspuso unas cerradas recién labradas, con el viento de cara, el Tango pilló rastro en lo más limpio. Pero esa vez las llamadas y las voces no hicieron que se detuviera. El cazador, por vez primera, se mosqueó seriamente con el Tango. Pero viendo que el perro avanzaba, cada vez con más seguridad, siguiendo un rastro reciente que el viento le servía de cara, decidió hacer de la necesidad virtud y, sin dejar de observar al perro en la lejanía, se escondió tras un tupido espino. Detrás, a veinte metros, quedaban las cerradas recién labradas mostrando los terrones de tierra roja.
Efectivamente, era lo que había imaginado: la perdiz. La sacó a unos cuatrocientos metros de entre unas retamas. Y, como supuso, tomó el pájaro el viento de cola y voló en dirección a él. La perdiz no podía verle, amagado como estaba tras el ancho espino.
Venía la perdiz volada a veinte metros de altura sobre el suelo y, a su velocidad, había que añadirle el empuje del viento. Se le iba a cruzar a unos cuarenta metros a su derecha, pero, a aquel cisco endiablado que el pájaro traía, casi seguro que se le escaparía. El cazador, que nunca había sido tirador de ojeo, sabía que tenía muy pocas probabilidades de acertarla. No obstante, se concentró en la trayectoria y velocidad del pájaro y, sin dejar de mover el brazo, adelantó el tiro lo que su cabeza, guiada por el ojo, le mandó.
Notó que la había tocado. Pero en su descenso, por la gran inercia que traía, pasó las bardas de la cerrada y fue a pegar un impresionante pelotazo, a cincuenta metros, en el centro de los terrones. Pero, inmediatamente, se enderezó y apeonó velozmente hacia la barda opuesta, cubierta de espinos y maleza. El viejo no podía acortar los casi cien metros que le separaban de ella pues, al correr, se clavaba en la tierra blanda recién roturada. Al tiro, enseguida vino el Tango. Fueron a la barda donde vio desaparecer a la perdiz. A los pocos segundos el Tango estaba de muestra. Pero los espinos de la barda eran impenetrables. El perro sabía que allí estaba pero, entre los recios troncos de espino, ni la cabeza le cabía. Cazador y perro saltaban de un lado a otro de la barda, ambos nerviosos, pero sin resultados.
Hay veces en que una pieza es incobrable, se dijo el cazador. Pero, pasando otra vez al otro lado de aquella barda, de piedra envuelta en maleza, el Tango cogió rastro. Tal vez, despavorida, la perdiz se hubiera salido de aquella fronda cuando no la veían y trataba de huir por el otro lado.
El Tango avanzaba despacio, con la nariz pegada al suelo pero cada vez más seguro y más picado. Habían bajado unos cien metros siguiendo las paredes de aquellas cerradas. El Tango se quedó de muestra. Como quiera que el perro no se lanzaba, se fue aproximando lentamente el viejo. En un tramo roto de la pared había una gran losa de arenisca de dos metros de larga, casi uno de ancha y con un grosor de un palmo. El cazador animó al perro y éste se lanzó hacia la roca y metió la cabeza por un agujero bajo ella. De allí no había quien le quitara.  El cazador se tumbó en el suelo y empujó a un lado al Tango. Conseguía vislumbrar a la perdiz. Tumbado, metió el brazo lentamente y consiguió agarrarla de la cola pero el pájaro se zafó y quedó el cazador con las plumas caudales en la mano. A tentón, y con un gran esfuerzo, profundizó cuanto pudo con la mano y sintió que la tenía asida de una pata. Cuando la sacó, comprobó que el tiró solamente le había roto la punta de un ala. Y, en lugar de regañar al Tango, tuvo que felicitarle pues, la faena de la cobranza, bien le valía el perdón a su terca desobediencia.
Al viejo le encantó la faena del perro. Pero apenas tuvo tiempo de disfrutar pues vio que dos cazadores venían en la línea que el llevaba. Pero, ¿es que no le habían visto? ¿Es que tampoco habían visto el coche? ¿Qué coño hacían metiéndose encima?
Pero como cazar de mala leche le parecía aún peor que discutir, cambió de dirección y  cruzó unos prados, en dirección al monte, tras los que había una maleza tan tupida que solía disuadir a perdiceros impacientes como aquéllos.
Con tal de cazar en paz, dejó que aquellos dos siguieran su camino, y comenzó a registrar aquella maleza con el Tango. Eran estepas grandes y tupidas que apenas le dejaban avanzar y, a veces, le superaban en altura. A la salida de las estepas dio con un tremendo macizo de biércoles, tan espesos que hacían que el Tango tuviera que cazar tan lentamente que perro y cazador, trabados por la maleza, parecían moverse a cámara lenta.
El viejo no solía cazar en zonas tan espesas pero le daba la impresión de que al Tango le gustaban. El perro parecía serenarse en ellas y registrarlas con más lentitud de la habitual.
Y pisando aquellas brozas, casi debió pisar a la rabona porque ésta le salió de los pies quebrando entre las matas. Con el sobresalto fue incapaz de reportarse y se le fue el primer tiro y, naturalmente, lo marró. Pero se serenó y afinó con el segundo cuando la rabona salía de los biércoles y entraba en las estepas. Tenía fe en haberle pegado pero enseguida se la confirmó el Tango cuando, al medio minuto, salió de las zarzas con la liebre en la boca.
Dos perdices y una liebre. Casi le dieron ganas de volverse a casa.
En lugar de eso decidió irse al coche y aligerar el peso. En su camino hacia el vehículo, cortó por un prado y, al saltar su tapia, notó que el perro se lanzaba. Tenía un zarzón delante. Eligió la parte izquierda, ganándola de un salto, para tener visibilidad. Se equivocó. La liebre salió tapada por la parte derecha y sólo la vio trasponer a cien metros seguida por el perro con codicia. Mala suerte. A veces las oportunidades son a cara o cruz.
Dejó la caza en el coche y, sabiendo que aún tenía la tarde por delante, se animó a subir hasta una vieja taina en cuyas inmediaciones, a esas horas, solía refugiarse alguna perdiz volada, acosada por la zona baja durante la mañana.
Para llegar a la taina tuvo que recorrer espacios limpios y notó que al Tango, en tales zonas, le daba por adelantarse demasiado.
Pero, cuando llegó a la zona deseada, se puso a la cola del perro y decidió seguirle simplemente, sin mandarle. El paraje no era muy grande pero sí alargado. Estaba rodeado de aliagas y algunas estepas aunque, en su centro, pugnaban los biércoles por cubrir el suelo entre cuatro o cinco encinas salteadas.
Al entrar en la maleza, el Tango se picó de inmediato. Al llegar a la zona central se quedó de muestra. Y, aunque el viejo se metió casi encima, no la deshacía. Por el extremo inferior de aquella matojera alargada arrancó una perdiz fuera de tiro. Supuso que había sido su rastro lo que tenía tan fijo al Tango. Pero el perro no rompía la muestra. El cazador se metía encima. Pero nada. El Tango dio un gran brinco y otra vez se puso de muestra. Estaba tan espeso de matas que el cazador pensó que podría ser un perdiz alicortada. Animó al perro. Éste cambió de posición con otro brinco poderoso pero volvió a quedarse de muestra.
¡Saltó! Y claro que tuvo que saltar. Pero literalmente, porque, para poder salir de allí, la liebre dio tal par de saltos que, en uno de ellos, el cazador no se contuvo y la tiró en el aire. Pero la marró y sólo cuando salió de la maleza y cogió carrera la apuntó con serenidad y la revolcó. El Tango la cobró enseguida y el cazador celebró que no se le hubiera escapado una pieza en la que el perro puso tanto empeño.
Con otra liebre pensó en volver al coche. Sin embargo decidió bajar antes a un pilón de las ovejas para que el Tango bebiera y se refrescara. Ambos bebieron y descansaron unos minutos, porque el cansancio ya había empezado a comerle al viejo las fuerzas.
Cuando salían del la zona del aguazal donde refrescaron, iba el cazador tan cansado que la mínima cuesta le pesaba. Pero tenían que salir de aquella hoya para volver al coche por el camino más corto.
No sé en qué iría pensando el viejo, pero fue visto y no visto. Una liebre se le cruzó un instante entre dos zarzas y, saltando a un camino, giró y se perdió de vista. El tenazón que soltó se lo tragó la tierra del camino. De nada sirvió el carrerón del Tango. La había marrado. Y se dijo que, sobre lo inesperado de su aparición, a ésta la había fallado por cansancio. La fatiga, a veces, interfiere en la rapidez y en los reflejos. Pero así fueron las cosas.
Luego pensó el veterano en su gran fortuna en aquella jornada pero, al tiempo, se dijo que si fuera contando por ahí que había visto cuatro liebres, le llamarían embustero. Para qué dar tres cuartos al pregonero.
Comenzaba a caer la tarde. Tomó la línea más recta para volver al coche, acuciado por las ganas de llegar a él y dar fin a la larga jornada.
Al acercarse a la zona de donde salió la liebre de los saltos, el Tango se picó de nuevo. Supuso el cazador que aún eran los efluvios en el aire del pelo de la liebre saltarina. Pero el Tango, terco como un mureco, no paraba de picarse y brincar ansioso entre las brozas. Estaban unos cien metros más arriba de donde salió la liebre de los brincos. El viejo, tirando del cuerpo y a desgana, se metió por los biércoles de arriba por contentar al perro, que parecía que quería tirar de él a toda costa. En mitad de las matas se paró y, como si el Tango hubiera llegado al punto de entenderle, le habló en voz alta:
-Ves como no hay nada, cabezón. Lo estás viendo, pedazo de mastuerz…
Y la liebre le sorprendió arrancando casi de sus pies hacia atrás. Salió como una exhalación a campo abierto y el viejo, limpiamente, le dio la trompiquilla al primer tiro.
Regresó a casa con las tres liebres y las dos perdices y, sobre todo, con la convicción de que no volvería a dudar del Tango. El perro no sólo había culminado su aprendizaje, sino que empezaba a enseñarle a él. Y eso, a los ojos del veterano, era lo mejor que podía decirse de un perro.
Por otro lado, pensó que, o bien el año era bueno de liebres o era que el Tango era un especialista en espesuras. Y es que otros años, con otros perros, y por los mismos lugares, jamás vio cinco liebres en un día.

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