05 diciembre 2015

Crónicas del Tango (Cap. 1)

Fue en agosto cuando el Tango mudó de residencia desde una perrera aislada, de la parte de Berlanga, al corral de una vieja casa en Atienza.
A los ocho meses el drahthaar tenía un aspecto desmañado: la cabeza grande, negra y barbuda era desproporcionada con respecto al cuerpo jaspeado de gris, delgado y esbelto, de hirsutos pelos y aún poco musculado. Su falta de relación con los humanos a quienes sólo vio, de vez en cuando, alimentar de pienso la tolva de la que se alimentaban él y sus hermanos, le había hecho asustadizo, tímido y huraño. Sólo la buena acogida de sus dos compañeras de corral, la Fary y la Tiqui, parecían hacerle feliz. Del viejo no se dejaba ni tocar. Pero, al menos, no le gruñía ni hacía intención de morderle.
Su cuñado le dijo:
-El veterinario ha dicho que la Fary tiene los días contados, así que me he hecho con este elemento. A ti te toca enseñarle.
El viejo miró al perro, pero no dijo nada. Sopesó, por un lado, la dedicación que conllevaría el enseñar a un perro nuevo y vigoroso y, por otro, las fuerzas menguantes de un hombre bien metido en los sesenta. Y tuvo una extraña sensación de interés, por el reto, y de desgana, por las horas de campo y las agotadoras caminatas que habría de afrontar en el empeño. Quien sabe de esfuerzos, es perito en imaginar perezas.

La media veda se abrió el 21 de agosto. El viejo salió de madrugada con los tres, las dos perras y el nuevo cachorro. Acompañado por el alborozo de las perras entró en el coche el Tango, no sin desconfianza. Una vez dentro de él quedó inmóvil, asustado y, aplastado contra el suelo, sin moverse un centímetro en el corto trayecto.
El viejo sabía que aquel año, como los últimos, sería un pésimo año de codorniz. Pero, si había de enseñar al perro, nada mejor que sacarle con las veteranas: La Fary, la segura braca, y la Tiqui, la juguetona y pequeña garabita. De algún modo tenía que ganar la confianza de aquel tímido desconocido.
En el campo apenas había agua, así que buscó un regato escondido que raramente se secaba y cuyo hilillo de agua discurría por una juncosa zanja entre los pedazos. Y, siguiendo la húmeda acequia, bajó lentamente por ella, desde los bajos de la huerta del Juan Ramón a los rastrojos de la linde con Cinco Villas.
El Tango, al verse suelto en campo abierto por primera vez, se quedó un instante sorprendido pero, enseguida, siguió a las perras y no hizo por escaparse. Las perras, que sabían muy bien a lo que iban,  trabajaban a conciencia rastrojos y brozas mientras el Tango, sorprendido por aquella libertad desconocida, intentaba jugar con ellas que, ajenas a los saltos y cucamonas del cachorro, le soltaban algún bufido de vez en cuando. Parecían decirle: “No molestes, estamos trabajando”. Pero el perro no cejaba en su empeño juguetón.
A la media hora, en un rispión de trigo, se quedó de muestra la Fary. La Tiqui también se percató, pero el Tango acosaba a ambas con brincos y cabriolas mientras la pequeña le gruñía y la segura braca permanecía de muestra, imperturbable como una piedra bajo la tormenta. Saltó la codorniz y enseguida la cobró la perra vieja. La Tiqui fue a olerla a su hocico mientras el Tango seguía en sus carreras y saltos sin haberse percatado de nada. Al viejo, la actitud del perro, lejos de disgustarle, le animó. La razón era muy simple: no se había asustado del tiro. Era el primero de los muchos que oiría y, el no espantarse, era buena señal.
A lo largo de la mañana se repetiría la escena, hasta acabar con cinco codornices colgadas y los perros exhaustos. Aunque el cansancio del Tango sólo procedía de correr tras los pájaros y las mariposas, de jugar con las perras y de curiosear cuanto veía. Al final de la mañana el viejo hizo recuento de los objetivos: el Tango entraba en el coche, no se asustaba de los tiros y, por primera vez, se dejó tocar. Para ser el primer día de campo, el aprendizaje no iba mal. Las codornices eran lo de menos. Añorar aquellos años de perchas abundantes no tenía sentido. El declive de la caza menor estaba fuera de discusión.

2 comentarios:

Ángeles dijo...

Pues está hecho un valiente el Tango éste, además de un juguetón. Da alegría imaginarlo correteando y saltando por el campo, disfrutando sin miedo, el animalillo.
Y el dueño, cada vez más contento y olvidando la pereza del principio, me parece.

Soros dijo...

Ángeles, la caza, y lo que la rodea, para los que la practicamos de ese modo personal, no da nunca pereza, sino ilusión. Lo que sí da es cansancio porque son caminatas interminables a las que sólo la emoción, la ilusión y los recuerdos pueden llevarte. A veces, en forma de perro.