16 noviembre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo XII

Al abrir el sobre, con la mayor delicadeza, descubrió dos recortes con sendos artículos de periódico. Cansado ya de tanto recorte, el muchacho se desanimó pensando que nada nuevo aportarían. Pero, al mirarlos con atención, descubrió que estaban firmados por aquel don Diosdado Pexegueiro Teimoy. Parecían de algún periódico gallego pero, al estar recortados, sólo supo las fechas, ambas de finales de 1894, pues la tijera había hurtado el nombre del periódico.
El artículo primero, que era el más largo, se titulaba:
UN PAIS DE JAUJA: Ni Dios ni amo, ni juez ni verdugo.
Leyó con ansiedad su contenido:
Estimados conciudadanos, la modernidad nos acerca a los albores del siglo XX. Quedan muy lejos, incluso en nuestra amada Galicia, aquellas ideas ancestrales que sobre los ejecutores se tuvieron. Hoy sabemos que eran un cúmulo de supercherías no sólo propias del Antiguo Régimen sino del mismo Medioevo.
Durante años de atraso y oscuridad los ejecutores últimos de la justicia fueron llamados verdugos. Esa palabra, que aún hoy pocos pronuncian sin un escalofrío, designaba a unos hombres tenidos por profesionales de la muerte. De ellos se decía que tenían oscuras relaciones con el Más Allá. Algunos sostenían que esos hombres eran poseedores de toda suerte de facultades extraordinarias, arcanas, sobrehumanas y portentosas que les permitían deambular entre la sutil línea que separa la vida de la muerte.
Se hablaba incluso de que de que los instrumentos de ejecución poseían, una vez usados para administrar la muerte, un sinfín de propiedades mágicas. Contaban, por ejemplo, que los corbatines del garrote vil, tras varias ejecuciones, eran capaces de emitir sonidos, de flotar en el aire, de buscar a los enemigos personales del verdugo y ejecutarlos por el sólo deseo de éste. Y no digamos nada de las sogas, de las espadas, de los puñales o de las hachas, instrumentos rodeados de superchería.
Eso, por no hablar de los restos mortales, nunca mejor dicho, de los ajusticiados que muchos conservaban con tanta unción como si fueran reliquias del Señor o de los Santos Mártires y otros gloriosos ejecutados. Con su sebo se podían hacer velas milagrosas, con bebedizos elaborados con su sangre, remedios para la tuberculosis e iguales o superiores cualidades tenían el semen de los reos, sus dedos o manos momificadas y, en general, cualquiera de sus restos. Todo bañado en una santería negra que confería, a los macabros relicarios, poderes sobrehumanos, curativos o hechizadores.
Y todas estas cosas, indudables en el pasado, daban del verdugo una visión demoníaca, le concedían un halo legendario que, al exceder los poderes de este mundo, le convertían en un mago ajeno a las leyes del espacio y el tiempo.
De todo esto los avispados se lucraron aprovechándose de la candidez de la gente buena, pero iletrada, que creía en estos atavismos.
Así, repito, estos ejecutores de la ley pasaron a ser una clase social de categoría ínfima y la palabra verdugo era una palabra de desprecio sólo equiparable a la de criminal. O, si cabe, peor aún, pues incluso habían de tener oculto su oficio ante los propios hijos y vecinos para evitar su rechazo y su espanto, amén de su desprecio. Así de abominable era el cargo de verdugo.
Pero, señores míos, hoy presenciamos consternados el rebrote vertiginoso de las actividades anarquistas en este fin de siglo y, cuando ya nos vemos en los albores del siglo XX, volvemos a espantarnos con la barbarie ciega que se desata. Recuerden ustedes el atentado anarquista del Liceo de Barcelona el año pasado, aquellos veinte muertos y más de cien heridos, todos inocentes. Pero no sólo es arbitrario el crimen, cuando de propagar el anarquismo se trata, sino que también éste busca objetivos más precisos, objetivos que atentan contra el mismísimo corazón de la nación que es el ejército. El pasado año también atentaron contra el General Martínez Campos.
Y cuando ese siglo XX, ese siglo que soñamos estable, ese siglo en el que todos depositamos nuestras ilusiones de paz, prosperidad y entendimiento universal, se acerca, nos sentimos de nuevo anonadados ante el brutal coletazo de la bestia.
Y para constatar esta abominación, por desgracia, no necesitamos salir de nuestra tierra. En ella ya ha arraigado la sierpe, ya se mueve impunemente por La Coruña la organización anarquista “Ni Dios ni amo”, ya circula su perverso panfleto entre nosotros disfrazado de periódico pirata: “El Corsario”. Ya eclosionan las ovas del basilisco en el propio lar de nuestros ancestros, en el corazón de nuestra querida Galicia. ¡Dios y El Santo la guarden!
Pero, señores, esta sociedad está reaccionando, esta sociedad resucita y, aunque tardíamente, comprende hoy mejor que nunca que la pena de muerte es la única salvaguardia para su seguridad, que la pena capital es la garantía de su bienestar y de su orden, que las ejecuciones son un acto de valentía numantina ante las fuerzas sin escrúpulos que la amenazan sin respeto a principios ni vidas. Esta sociedad está aún a tiempo, y lo está haciendo, de vencer su propia hipocresía. No podemos querer la paz y no arrancar de cuajo a quienes la perturban, no podemos aborrecer el crimen y espantarnos del castigo al criminal, no podemos aspirar al escarmiento de los culpables y abominar de quienes lo ejecutan.
Los ejecutores de la ley, sus últimos ministros, en suma, no pueden ser considerados fieras, ni indeseables, porque son, en definitiva, los que avalan todas nuestras garantías sociales. Son los defensores de nuestra civilización, los adalides que defienden en vanguardia todos esos ideales a los que aspiramos las personas de bien: orden y libertad. Y ninguno de nosotros puede, sin avergonzarse, romper la sana vocación de aquéllos que, en nombre de los tribunales, ejecutan sin titubear sus sentencias justas y ejemplares.
Admito los escrúpulos de quienes se espantan ante las ejecuciones. Sería insensible si no les comprendiera. Pero, señores míos, el cadalso es un circo moral en el que se representa, para ejemplo de todos, la victoria del bien sobre el mal, la de la virtud sobre el vicio, la de la honradez sobre la corrupción. Las ejecuciones capitales son una proyección del brazo de Dios entre nosotros para preservar las más elementales leyes naturales. Y la principal de ellas es: “No matarás”.
Pero sí, estoy de acuerdo con los escrupulosos. Verbigracia, un ahorcamiento, como Dios manda, obliga al verdugo a trepar por el cadalso y ponerse a horcajadas sobre los hombros del ejecutado y, además, cabalgarlo reciamente para que el reo tenga una muerte rápida y digna. O, al menos, se ha de tener la caridad de colgarse de sus piernas para ayudarle a un rápido tránsito. Esto, siendo altruista y generoso, no es agradable, lo reconozco. Aunque la horca, es de justicia reconocerlo, mejoró mucho con el escotillón, aunque la obra de carpintería encareciese el coste del patíbulo a costa de mermar el monte del erario público.
La decapitación con espada o con hacha requería una especial delicadeza, habilidad y fuerza, para que la testa del penado rodara limpiamente de un solo golpe y aquello no se convirtiese en un espectáculo carnicero de un sañudo aizcolari sacando virutas sanguinolentas de los cuellos. Y del desmembramiento, para no ser escatológico, prefiero no hablar, pues me hago cargo de que hay algunas señoras que, hoy en día, ya leen los periódicos.
Por otro lado, un ejecutor sin verdadera vocación, incapaz, descuidado, poco profesional o en malas condiciones físicas podría deslucir con su mala praxis el verdadero objetivo ejemplarizante del castigo, malograr el necesario ambiente de seria sobriedad y convertir aquello en un espectáculo bochornoso propio de cosos de tercera, donde algunos toreros, más siniestros que diestros, necesitan una veintena de intentos para descabellar.
Así que comprendo bien a los que contra todas estas cosas se rebelan. A nuestra humanidad, a la de todos, repugna el verlas.
Sin embargo, a quienes así piensan, quiero hacerles ver que la pena capital se ha humanizado. Se ha vuelto más limpia, rápida y aséptica. Y, sin llegar al extremo de proclamar con nuestro gran Quevedo: “Verdugo era, si va a decir la verdad, pero un águila en el oficio; vérsele hacer daba gana a uno de dejarse ahorcar”, la ejecución moderna ha derivado a ser casi independiente de la maestría del ejecutor.
Primeramente, la tecnología sustituye hoy a la antigua maña y destreza y se tiene la tendencia a que sea un instrumento, y no un hombre, el que acabe con la vida del reo. Y, en segundo lugar, hoy se seleccionan hombres con más preparación: militares, médicos, maestros e, incluso, hasta abogados, gentes que, al no carecer de oficio, se presentan al de ejecutor por verdadera vocación e íntimo convencimiento, comprendiendo bien la trascendencia del cargo. Yo diría que, incluso, van a él guiados por una verdadera filantropía.
Ya esta devoción por la perfección técnica y la profesionalidad,  por la rapidez y la seguridad, amén de por el ejercicio de la clemencia y del cristiano amor al prójimo, hizo que nuestro piadoso rey Don Fernando VII sustituyera la horca, o los otros medios, por la moderna y limpia tecnología del garrote vil. Así don Fernando afrontó el problema acertadamente y lo ordenó, mediante decreto, el 24 de abril de 1832 con motivo del cumpleaños de la reina, adelantándose así, como tenía por costumbre, a los anhelos del pueblo justiciero pero, a la par, compasivo y humano.
Aún así, quedan aún acérrimos partidarios de su abolición. ¡Qué difícil es, empero, aceptar las decisiones de quienes nos gobiernan, por justas y acertadas que éstas sean!
Por otro lado, las ejecuciones se ofician ya intramuros de las prisiones y no en las plazas públicas, como ocurría hace poco. Otro detalle más que contribuye a que el reo entregue su vida en un ambiente recoleto y agradable, sin tener que escuchar en sus últimos minutos la inevitable algarabía que disipa la necesaria concentración en trance tan supremo. Y la ejecución cobra así una intimidad más propia de la callada oración que del jaranero espectáculo.
Así que, señores, reivindiquemos la figura del verdugo pero démosle el nombre que hoy merece por su profesionalidad, su vocación y su nivel técnico: Ministro Ejecutor, Brazo del Altísimo, Ángel Justiciero.
Pero, sobre todo, exhorto a los escrupulosos a que espanten sus reparos recordando que no vivimos en el País de Jauja que todos anhelamos.
D. Diosdado Pexegueiro Teimoy
Director de la Prisión Provincial.

2 comentarios:

Ángeles dijo...

Impresionante el articulito. Impresiona la redacción, que es mérito del señor Soros, e impresiona la mentalidad que refleja. Y la mentalidad no, pero el reflejo también es mérito del señor Soros.
Y qué acertado el señor Pexegueiro en su visión del siglo XX. Acierta tanto en eso como en todo lo demás.

Soros dijo...

Todos somos expertos en equivocarnos al vaticinar lo que va a pasar. Pero, al mismo tiempo, vivimos asustados por la remota posibilidad de acertar.
Bueno, todos no, algunos, como los niños, idean cuentos que dejan siempre una salida oculta y milagrosa a todos los peligros.
Muchas gracias, Ángeles, por comentar estas historietas.