14 noviembre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo XI

El muchacho pasó varios días revisando, hambriento de curiosidad, las escrituras y los recortes de periódicos que guardó el abuelo Rafafá. Muchos eran artículos fantasiosos sobre supuestos hechos mágicos o sobre todos esos países que el enano, el Maestro Corporín, metió al abuelo en la cabeza.
Y mucha mella debieron hacer en Rafafá las palabras del pequeño comediante pues, a tenor del número de recortes, se pasó buscando hasta el fin de sus días noticias de aquellos países fantásticos que Corporín le había mencionado.
Los papeluchos que guardó el abuelo atestaban la maleta. Al principio, el muchacho, los revisó con avidez. Después se serenó y, a lo largo de varios días, los leyó y los releyó en una búsqueda tan angustiosa como vana. Hubiera sido su ilusión encontrar alguna explicación o, al menos, alguna relación o indicio que le llevara a fraguarse una conjetura razonable sobre aquella desaparición.
Sin embargo, tras dejarse los ojos en la lectura de aquellas letras casi siempre diminutas, medio borrosas a veces y, en general,  todas desvaídas por la humedad y por el tiempo, nada sacó en limpio. Y solamente le impresionó la manía que algunos tenían de escribir sobre cualquier cosa y cómo muchos eran capaces de reunir, de leer y aún, seguramente, de creer las ficciones más extravagantes.
Pero, tras leer todo aquello, también se percató de que entre la certeza y la falsedad hay un terreno medio, una tierra de nadie, un ángulo muerto de la realidad, que se conoce con el nombre de incertidumbre. Y muchos de aquellos recortes invitaban a navegar por esas aguas inciertas.
Pero, al tiempo de aventurarse entre esas zonas sombrías, intuyó que las personas, por lo general, no quedaban tranquilas en tales zonas de nadie, que se desasosegaban en esas parcelas en penumbra, en esos parajes sin nombre.
Y así la desaparición de sus bisabuelos, ubicada en ese segmento de la realidad tan poco diáfano, era atribuida por la ciencia médica a lo que de un modo general se llamaban desequilibrios psicológicos, caritativo eufemismo de locura; el poder, que anida en la boca de las autoridades, simplificaba más, y concluía que aquello fue un suicidio en el que los cadáveres no habían sido encontrados; y la religión consideraba aquella ausencia como un reto impío, un acto altanero de soberbia, un sacrílego desafío. Y ciencia, poder y religión aseguraban, para tranquilidad de los hombres, lo que no podían probar.
Valiente método científico, pensó el muchacho.
Para él, aquella desaparición, sólo cabía en el terreno, maravilloso o tétrico, de la incertidumbre. Estaba situada en un espacio vacío de personas pero lleno de tentaciones y espejismos, de suposiciones, acordes con la realidad habitual, que podían ser tan engañosas como la misma fantasía. Un conjunto de hechos y teorías entre los que los humanos nos perdemos. Entre los que no sabemos escoger el camino a seguir porque no estamos preparados para ello. Porque ni nuestro saber ni nuestro aprendizaje nos entrenan para dilucidar ciertos hechos.
Pero comprendió también que atreverse a negar el orden predeterminado fue siempre una forma muy grave de delinquir. Pretender descubrir lo que está oculto es una osadía, un atrevimiento en el que sólo son capaces de emboscarse los que se guían por la brújula loca de lo inseguro, los que cuestionan los cimientos del saber conocido, y se atreven a dudar de lo rotundo de las falsedades y las certezas aprendidas.
Y se quedó perplejo, pensando si no estaría, ahora él, influido por aquellas palabras de Breixo a Rafafá: “Para aprender ciertas cosas, las personas han de estar en disposición de olvidar lo que saben, pues hay conocimientos que no se rigen por la lógica habitual sino por otra oculta.”
Y siguió recapacitando el muchacho sobre las enigmáticas palabras que Breixo utilizó de despedida. Y quiso imaginar que, seguramente, había sido tónica común en las personas más inteligentes el hecho de militar, secretamente, contra el tiempo en el que vivían. Pero aquellas cosas sobre las que indagaron, y tal vez descubrieran, hubieron de dejarlas entre líneas, pues no se acoplaban en absoluto a lo que la ciencia y la cultura de su tiempo estaba dispuesta a asimilar. Y que, por tanto, el silencio era la base del desierto, de ése en el que sólo los aventureros de lo incierto, los verdaderos viajeros, se adentran y aventuran.
Pero, fatigado por sus propias elucubraciones, regresó a los recortes del abuelo. Y, lo cierto, es que no encontró en todos aquellos vetustos papelotes ninguna referencia a Breixo ni a su esposa Ludi, ni nada que pudiera avisar, ni remotamente, de lo que hubiera sido de ellos.
El muchacho estaba exhausto de revisar aquellos trozos amarillentos de periódicos que olían a papel viejo y a polvo. Le dolía el cuello y tenía los ojos rojizos y cansados.
Aburrido, ordenó con paciencia todos los papeles y los guardó de nuevo en la ajada maleta, desengañado ya de encontrar en ellos alguna clave que le sacara de aquella encrucijada.
Se subió a una silla e intentó acoplar aquel gran cabás sobre el armario. Empujó para encajarlo en el altillo pero, errando en el impulso, cayó del alto la maleta al suelo y se arpó por una cantonera. Al bajar de la silla a recogerla vislumbró el muchacho que el fondillo de tela se había abierto por un lado, separándose del cartón. Y asomaba por la ranura el pico de un papel. Abrió más la grieta que se había hecho con el golpe y, con sumo cuidado, extrajo, tirando muy suavemente, el frágil papel que aquel forro ocultaba.
Poco a poco apareció un sobre amarillento y algo sucio. En él, escrito a lápiz, con letra infantil, tosca y desigual, se leían estas palabras: “Encontrado en una colmena de mi padre”.
Lo puso sobre la mesa sin atreverse a abrirlo y ver su contenido. Al parecer eran papeles que Breixo poseyó y ocultó entre la inopinada seguridad de unos panales. ¿Serían la clave de la historia?
No imaginaba el motivo que tuvo Rafafá para guardar aquel sobre tan bien disimulado bajo el fondillo de la rústica maleta. ¿Por qué lo ocultó a todos? ¿Por miedo, por vergüenza, por precaución o, tal vez, por una mezcla extraña de presentimientos?

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