27 febrero 2014

XIII.- El Renuncia: Avenida de la bicicleta

Tenía todo el día por delante. Bueno, en realidad, los tenía todos por delante. Pero, sin la distracción que en el fondo significa el trabajo, era plenamente consciente de ser un mero consumidor de tiempo sin que nada le despistara en ese gasto. Si el tiempo era dinero, él era un manirroto de un tiempo tan vacío que solamente podía ser moneda falsa.
MP iba atravesando la ciudad hasta que se le fraguó la intención, aprovechando el día soleado, de dar un largo paseo de esos que llaman desentumecedores, pero que él bien sabía lo tullido que le haría encontrarse al día siguiente. Puede que llegara hasta La Gavina de Polvoranca. Hacía años que no había ido. Durante el día no temía acercarse por aquellos andurriales, otra cosa era por la noche. Tal vez se topara con Serafín Tirado o, si no, mataría gran parte del día caminando. Un jubilado en un domingo era, por lo menos, un jubilado doble, gastando su tiempo, inexorablemente ocioso cada día, entre otros que lo gastaban voluntaria y gozosamente sólo los domingos.
Llegó a la circunvalación y, tras caminar un rato, se desvió a la derecha, por la Avenida de la Bicicleta. En la mañana templada de domingo bastante gente de la ciudad, sin madrugar demasiado, hacía deporte en la avenida. Bueno, ¿hacer deporte?, caminaban, corrían, pedaleaban. Recordó el viejo que, en su juventud, no existía eso de hacer deporte y que a nadie se le hubiera ocurrido decir: “Me voy a hacer deporte”. La gente, como mucho, se iba a hacer leña, a hacer la compra, a hacer la comida, a hacer, en definitiva, alguna tarea necesaria. Hacer concordaba con necesitar. Y, como los pensamientos se encadenan, recordó que tampoco se decía hacer el amor. ¿Qué era eso de hacer el amor? Y se le ocurrieron enseguida varios verbos mucho más exactos. Pero, al pronto, se le ocurrió que, bien mirado, ojalá que el amor pudiera hacerse. Habría sido muy bonito y todo un logro. De ser así, podría leerse en los anuncios: “Fábrica de amor La Desbordada, existencias inagotables, se sirve a grandes superficies y a particulares. Gobiernos, banca, empresas y otras entidades, con afanes de lucro, abstenerse.” Y, el jubilado, se reía solo.
Corría la avenida paralela a la Autovía del Norte. El deporte, pensaba MP, se había convertido en un fin en sí mismo, un descanso para los males del cansancio de la vida sedentaria que, por lo visto, se paliaban con el cansancio físico. Algo así como eso de que la mancha de una mora con otra verde se quita: quitarse el hastío, con el cansancio. Lo hacían utilizando los paseos, las aceras e incluso el asfalto, aprovechando que los domingos apenas había tráfico. Unos pasaban raudos en sus bicis en animados grupos que porfiaban, al tiempo de pedalear, en animosas charlas; otros, corrían muy concentrados y jadeando con ligeros bufidos; algunos llevaban rodilleras u otros aditamentos que les daban un aire de deportistas profesionales; los más andaban ligeros, con idea, moviendo los brazos enérgicamente y parándose, de tanto en tanto, a hacer ejercicios en las máquinas de gimnasia que, siguiendo la moda, había colocado la concejalía de deportes a cada trecho. Era gente de todas las edades. No faltaban las mujeres, jóvenes o maduras, que, embutidas en diseños deportivos más o menos afortunados y estilosos, y siempre en parejas o tríos, competían con los hombres en dedicación. El deporte, entronizado rey del mantenimiento físico, de la salud cardiovascular y del equilibrio psicológico, extendía su reino por doquier en los últimos tiempos.  
Muchas de estas personas iban sujetas o sujetando a un perro. En la mayoría de los casos a un gozquecillo peludo y pequeño, apto para vivir en un piso, y, en los otros, a todo lo contrario: un gran danés, un buldog, un rottweiler,  un dogo argentino, o alguna de esas razas de perros foráneos, peligrosos y grandes como ovejas, que tan de moda se habían puesto, a raíz de necesitarse un elitista permiso especial para tenerlos. Éstos, los de los perros, los llevaban cuidadosa o preventivamente atados, y peregrinaban con ellos de cacacán en cacacán para que los animalitos defecaran en los lugares adecuados y sus dueños no se vieran en la obligación de recoger cívicamente sus excrementos. Aunque, algunos pocos, que de todo había, se hacían los locos, dejando olvidados por aquí y por allá los pastelitos de sus queridos canes mientras emprendían una discreta retirada. Y eso que las autoridades municipales, para no ser directas y llamar guarros a los infractores, se habían esmerado literariamente con avisos colocados en paseos y parques y así, de cuando en cuando, podían leerse advertencias tan finas y delicadas como éstas: “No dejen que sus caninos contaminen calles, parques y caminos”, “Tú no puedes quedar mal por la culpa de tu can”, “Si tu can utiliza el cacacán tus vecinos te amarán”, “Ayuda a tu mejor amigo a no crearte enemigos”, “Si tienes un bello can, sé también buen edecán”. Aunque algunos ciudadanos, mosqueados con los olvidadizos, habían escrito algunas apostillas expeditivas, debajo de los letreros: “¿Me cago yo en tu césped, tío cabrón?”, “Llévate estos pastelitos a tu moqueta, hijo de puta” y otras cosas, aún peores, que no favorecían en modo alguno la convivencia ciudadana ni el diálogo constructivo sobre la sostenibilidad de la convivencia de los caninos con los humanos.
MP, que en su barrio, carente de cacacanes, estaba harto de pisar los moñigos de estos amigos del hombre, empezó a sulfurarse con tanto animalito. No aguantaba ver como los orgullosos amos observaban atentos, como si de un suceso prodigioso se tratase, las deyecciones de sus animales. Recordó haber leído que, en la capital, vivían más de un cuarto de millón de perros que dejaban anualmente en calles, plazas y jardines, dos mil toneladas de moñigos y que, el retirar cada kilo, costaba dos euros y medio. Y se dijo MP que, si se admitieran voluntarios, muchos jubilados podrían sacarse cada día una pasta gansa en sus ratos libres, que eran todos.
Repentinamente le acometieron ganas de orinar y pensó en imitar a los canes. A punto estaba, cuando recapacitó, y pensó que le podían tomar por un exhibicionista, cosa que cuando hacía públicamente sus necesidades mayores nunca había imaginado. Así que MP, ante el riesgo de salir en los medios de comunicación enseñando la gaita y ser tomado a sus años por un sátiro, se reportó. Encontró una senda que, de la avenida, bajaba a uno de los túneles que había debajo para el drenaje, y se dijo que allí orinaría con tranquilidad.
Un tanto acelerado bajó por la senda temiendo, con la premura, manchar los pantalones, cuando vio que los dos túneles, que cruzaban avenida y autovía, estaban ocupados. Se giró y buscó la intimidad de un recoveco, a salvo de los ojos de los túneles, pues no aguantaba más las ganas. Cuando terminó, bajó lentamente para cerciorarse de que sus ojos no le habían engañado.
Debajo, bajo los túneles, quienes quiera que fueran, seguramente inmigrantes o sin papeles o simples victimas de la crisis, tenían hacinadas sus pobres pertenencias. Había colchones, mantas, calzado, ropas, utensilios, comida y un par de rincones apestosos para los detritus que entre todos producían. Tenían también un sistema de improvisados conductos para recoger el agua de la lluvia en viejos cubos de pintura, en bidones oxidados y en otros baldes.
A MP le parecía irreal lo que veía, y miraba, una y otra vez, para cerciorarse de que era cierto y no imaginaciones suyas. La escena le devolvió a su infancia, en tiempos de postguerra, y le trajo el recuerdo de miserias que él creía olvidadas para siempre y que nunca pensó volver a ver. Sin embargo las tenía allí, cuatro metros por debajo de la calma opulenta, tranquila y feliz de aquella mañana de domingo, de aquella mañana de deportistas, paseantes y perritos.
Reparó en que todo estaba ordenado dentro de los túneles y todas las cosas colocadas guardando un orden que sólo sus ocupantes conocían. No vio a nadie, excepto a un viejo que ya le había localizado y le miraba fijamente, sentado en un butacón desvencijado y mugriento. El hombre le miraba inmóvil, sin un pestañeo.
Sin saber por qué,  MP se acercó al viejo, que le vio ir con gesto serio y desconfiado. Le tendió un billete de cinco euros. El viejo, bien porque no vio el billete hasta que no lo tuvo delante, bien porque temía algo de MP, no le quitaba la mirada de encima. Sólo al ver el dinero, que inequívocamente le ofrecían, se relajaron sus facciones.
- Gracias, siñor.
- Pero, ¿cómo viven aquí? No se dan cuenta de que, si llueve, el agua se llevará por delante todo esto y a ustedes también. Es muy peligroso.
- Para nosotros todos días son piligrosos por hambre y nochis también por frío. Cuando llueva iremos a otro sitio. Piro ahora bien aquí.
- No tenía ni idea de que viviera aquí nadie.
- Muchos ven, pero marchan. No gusta virnos. Sólo tú has dado dinero a Vadim. Muchas gracias, siñor. Todos se van rápido cuando ven miseria. No gusta.
- ¿Y los demás?
- Ellos van a tocar, a pidir… Sólo Vadim, el viejo, hace guardia en rifugio. Todo muy triste, siñor. Muchos mises sin trabajo. Mucha hambre, frío y también miedo.
MP estaba trastornado y conmovido por el espectáculo. Miraba atónito a todas partes sin terminar de creer aquello. Incapaz de soportarlo y, a la vez, superado por no poder hacer nada ni  tomar ninguna otra decisión, se despidió del viejo, casi huyendo.
- Bueno, amigo. Me voy. Me llamo Macario. Si vuelvo a pasar por aquí pasaré a verle.
- Muchas gracias, siñor. Yo, Vadim Varzari, de Romania. Gracias, siñor, muchas gracias.
Y MP salió de aquel agujero con el corazón encogido. En apenas cuatro pasos perdió de vista el espectáculo y se vio inmerso en el mundo de los perritos mascota y los felices caminantes, corredores y ciclistas que, alegremente, quemaban calorías o recogían aplicadamente truños de sus canes.

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