21 enero 2009

Tránsitos


Lázaro, pese a su continuo aprendizaje, perseveraba en su tozuda independencia y en su individualismo empedernido. Había abandonado, sin embargo, aquellas charlas que de pequeño tenía con su abuelo y rara vez conversaba con el viejo por parecerle que aquella mente nada podía ya enseñarle y que su repertorio de cuentos y enseñanzas infantiles ya lo tenía él por muy sabido y el abuelo, seguramente, ya por agotado. Y así su abuelo se convirtió en una figura más sobre un telón de fondo consuetudinario y Lázaro sólo le saludaba y le contaba alguna cosa pero no acudía jamás a preguntarle. El viejo, ignorado, se hizo a su pesar perito en silencios y, con el tiempo, se acostumbró a ver crecer a su nieto y a verle alejarse de él hacia la vida al tiempo que crecía. Por su parte, el abuelo, recorría también otro camino pero en sentido inverso al de su nieto. Cada día respiraba peor, tosía más y el asma le asfixiaba con más saña. Una mañana de un octubre cualquiera, en un otoño que hoy a Lázaro le resultaba casi imaginario, su abuelo le habló por última vez.
- Recuerdas, Lázaro, lo que te dije del río, del mar y de los hombres.
- Sí, abuelo.
- Pues creo que yo llegaré pronto al mar.
- ¿Es que te vas de viaje?
- Al contrario, hijo mío, lo termino.
Lázaro, con ese desapego que los jóvenes crecidos cobran enseguida hacia los viejos, no hizo mucho caso, tampoco esta vez, a las chocheces últimamente tan frecuentes del abuelo y se marchó como todos los días al instituto pensando que a los viejos les gustaba exagerar.

Hoy todas estas cosas de la muerte se manejan de modo mucho menos personal. Antes la muerte era un acontecimiento que solía, al igual que los nacimientos, suceder en la casa familiar. Era un hecho más familiar y, si cabe, más íntimo. Hoy, por el contrario, se suele morir en los hospitales, en las UVIs, en las UCIs y en otros lugares tecnificados pero mucho más impersonales. En lugar de morir cada cual en su casa, hoy vamos a morir a los moritorios comunes, lo mismo que para nacer son llevados, por lo general, los nuevos seres en los vientres de sus madres a los paritorios, en lugar de ver la luz en casa con la ayuda de la comadrona como solía hacerse antiguamente.
Cuando el enfermo terminal, candidato a la muerte, deja de serlo y se le certifica la mudanza, sólo hay que ponerse en contacto con las funerarias, a las que hoy se llama tanatorios pues se puso de moda este nombre de raíz helena quizás porque la mayoría de la gente no sabe lo que significa y así, la extraña palabra, parece que les aleja de la idea de la muerte, cuando no hacen sino mencionarla aunque de un modo más emparentado con la mitología.
Ellos, los del tanatorio, ya se hacen cargo del cadáver en bruto, lo limpian, lo preparan, lo maquillan, lo acomodan y lo colocan, debidamente dignificado, según sus propias palabras, en un féretro que previamente ha sido elegido por los deudos en un bonito catálogo de papel cuché con hojas satinadas y brillantes o en una sala de exposiciones. Es en dicha sala donde, lo exagerado de los precios del último pijama, les hacen dudar de las palabras que escuchan, del gestor de la muerte, cuando les habla de lo tarifado por la empresa para cuanto rodea al último viaje. Dice la mitología que en tiempos remotos bastaba meterles una moneda en la boca a los difuntos para que Carón o Caronte les cruzara en su barca el río que separaba a los vivos de la morada de Plutón. Con lo que se paga hoy en día se le podría comprar a Caronte una barca nueva, qué digo una barca, una motora fueraborda.
Ha de considerarse, claro, lo recalca el encargado de las pompas para paliar la impresión recibida por los deudos, que algunos de los féretros son ecológicos lo cual, a la muerte, le hace juego, pues ella misma es ecológica desde que el mundo es mundo.
La exposición del cadáver, incluido en las desorbitadas tarifas, se hace en uno de los locales que ofrece el tanatorio, tras la cristalera de una habitación refrigerada que aísla al muerto de los vivos y deja a éste vinculado a éstos últimos sólo por el sentido de la vista.
En la amplia sala amueblada, que ubica en su seno la habitación refrigerada con el cadáver como en un escaparate, pueden los familiares recibir a cuantos quieran acudir a despedir a aquel cuerpo sin vida. Unos lo hacen en calidad de amigos, parientes, vecinos, paisanos… otros simplemente en plan bien queda porque a la gente le gusta mucho quedar bien y, por lo tanto, a los allegados casi siempre les queda la duda de si los que acuden lo hacen por el fallecido, por los presentes, por ambos o principalmente por sí mismos.
Después viene la inhumación o la cremación, que no tenemos por ahora más alternativas en este lado del mundo. Pero no seamos impíos que, antes, está la ceremonia. Si el finado era de alguna religión, se traslada su cadáver a una sede de la misma y allí se celebran los funerales o ritos de rigor. Es ineludible en estos casos un pequeño sermón del oficiante en el que al desaparecido le llega, ineludiblemente, la hora de las alabanzas y a los acompañantes el recuerdo, reiterado en cada ceremonia, de que la muerte también a los demás nos alcanzará aunque, eso sí, con la esperanza en una vida eterna posterior a ésta, a la que estamos apegados, y a la que el común de los mortales tiene tantas prisas por llegar como pruebas coleccionadas de su existencia.
Hay veces que el oficiante, en sus ansias de hacer proselitismo y aprovechando la ocasión que tiene ante los muchos congregados por esta costumbre social, ataca la falta de creencias en el Altísimo, el ateísmo galopante, el relativismo estúpido e indiferente, el agnosticismo aséptico y cuantas prácticas, que por acción u omisión, puedan mermar la práctica y el negocio de la tradicional sepultura y de las ceremonias religiosas con todo cuanto esto conlleva. Es comprensible, cada cual ha de procurar defender su medio de vida. Es muy humano y los que vamos a morir, que somos todos, lo entendemos, aunque algunos estemos empeñados en prescindir de tanta ceremonia el día que nos llegue y en desaparecer discretamente, si posible fuera.
Lázaro, en su actual carencia de fe, también lo comprende y considera que el hecho de que él no crea en la otra vida no le hace cuestionarse el que otros lo hagan y que además utilicen sus creencias para conseguir vivir también en ésta lo mejor posible. Que él no creerá en lo que no ve, pero sí en aquello de lo que cada día recibe pruebas evidentes.
Hay veces que el finado no es persona religiosa. Entonces, lejos de evitar la ceremonia, se le hace una reunión de despedida en la que habla un amigo o varios o, si no hubiera nadie dispuesto, un profesional previamente informado de la vida del difunto. Se pone después música triste de un clásico y finalmente se desliza el féretro hacia el crematorio, atravesando unas cortinas al llegar a éste, dando, con ese cierre un tanto teatral de caída, de telón, fin al espectáculo. Lázaro cree que esto lo inventaron los estadounidenses y que todos los que no lo somos, a fuerza de ver tantas películas, hemos resultado culturalmente afectados y hemos terminado por imitarles en esta práctica, tan romántica y evocadora como las religiosas, pero de signo puramente laico. Puede que lleve razón y terminen siendo estas ceremonias más emotivas que esas que llevan a cabo los religiosos y en las que, a veces, impera la desgana y las palabras repetidas e incluso las amenazas a los descreídos con esa eternidad de fuego y de venganza del Dios único, del que todas las religiones se disputan, alegando legítimos derechos, la representación exclusiva.
¿Y no hay manera humana de librarse de todo ese tinglado? Pues parece que no, excepto si el muerto decidió en vida donar sus restos a la ciencia en cuyo caso, y si los médicos juzgan que hay algo aprovechable, no se perderá el tiempo en tanta zarandaja y se repartirán las vísceras, que tenga en buen uso, a los pacientes receptores y lo que quede se permanecerá bien refrigerado o en una piscina de formol para que los estudiantes aprendan anatomía en vivo, o sea, en muertos. Y como sin muerto no hay ceremonia seria que valga, pues cada uno a su casa que, simplemente, no hay nada que hacer. Lo contrario sería como jugar al fútbol sin balón. Y Lázaro pensó que lo de dejar el cuerpo a la ciencia era la opción que mejor le cuadraba. Y, bien mirado, razones le sobraban. De entrada, la ciencia requiere que los órganos no estén deteriorados por lo cual era seguro que le evitarían una larga agonía en cuanto le ingresaran en algún hospital presentando alguna enfermedad irreversible. Y, visto de esta manera, a él no le importaba que le abrieran las puertas de la muerte antes y con antes, con tal de que le cerraran las del sufrimiento con la misma celeridad.
Bueno y, luego ya, de sepulturas perpetuas, de fosas provisionales, de cementerios, lápidas, marmolistas y grabadores de letras en lápidas y tumbas mejor no hablemos, pues daría para páginas sin número. Y es que, hasta en esta modernidad en que vivimos, qué complejo entramado económico genera la muerte. Yo creo que hay gente que aguanta y no se muere por no gastar, sin necesidad, en flores, en recordatorios, en anuncios en los periódicos locales, en esquelas, en túmulos, en mármol, en letras de plomo, en sepulturas, en féretros, en coches fúnebres, en cintas funerarias, en relicarios, en urnas y hasta en joyas… ¿En joyas? Pues sí, en joyas también, que se ha ideado un procedimiento para convertir en piedras preciosas el carbono del cabello del muerto y dejarlo reducido a una piedrecita que, engarzada en un anillo de oro, alguno de los deudos puede lucir en la mano si tiene tal capricho...
¿Y eso se puede hacer con todo tipo de pelo o sólo con cabello?
No sea usted morboso y, si no es morbo que sólo es interés, pregunte usted en un tanatorio que se precie.
- ¡Uy, usted perdone!
Y pensar que los antiguos lo arreglaban con la monedita en la boca para Caronte… ¡Qué conocimiento!

Pero no eran estos los recuerdos que Lázaro tenía del día de la muerte del abuelo. Las cosas por aquella época eran mucho más artesanales y hogareñas y, al muerto, no le tocaba nadie más que la familia. Rápidamente, antes de que se enfriara, se le desnudaba y se le limpiaban los orines, las heces y, en su caso, el esperma o la sangre que, por sus esfínteres relajados tras el postrer suspiro, se hubieran derramado. Lavado el cuerpo templado, o bien se le vestía, a veces con el traje de boda, o bien se le envolvía en una sábana a guisa de sudario. Luego se le ponía en el ataúd y se despejaba la habitación más grande y allí, en mitad, se colocaba el catafalco con el féretro sobre dos borriquetas y se le ponían cuatro cirios gordos alrededor en otras tantas palmatorias gigantes de latón pulido o madera negra. Las sillas con el respaldo pegado a las paredes de la habitación hacían una u alrededor del cadáver y, enseguida, se llenaba la habitación de gente que hablaba por lo bajo mientras las voces más cantarinas y devotas, o sea las de las mujeres, entonaban los misterios del santo rosario. Y así se organizaba el velatorio. Solía durar dos días y dos noches y, al comienzo del segundo día, el cadáver empezaba a dar hedor y, además del pañuelo que le habían puesto como si le dolieran las muelas para que la boca no se le abriera, le metían algodones en la boca y en la nariz para que los líquidos no fluyeran apestándolo todo. A veces, cuando en el muerto se apreciaba hinchazón, tenían la costumbre de poner a su izquierda unas tijeras abiertas que, según inciertas supersticiones, lo impedía.
Durante la noche se hacía café en gran cantidad y se sacaba la botella del coñá y la del anís para que el acompañamiento se sirviera a discreción. La noche se hacía larga y, aunque se comenzaba hablando de los recuerdos y de la vida compartida con el difunto, a eso de la madrugada, bien llevados a ello por las copas o bien porque la vida es de esa manera, tan ajena a la muerte, se terminaba hablando de anécdotas graciosas, contando chistes y a veces, olvidado el motivo de la reunión, riéndose a mandíbula batiente. Y, aunque a algún allegado esto le entristeciera o le pusiera furioso, lo cierto es que la vida continuaba igual que el río, que seguía fluyendo bajo el puente y dejando atrás las frondosas choperas, ajeno también él a todo.
Era especialmente triste, y aún dramático, el momento en que se sacaba al muerto de la casa. La familia solía romper en llanto desatado, como si quisiera impedir por la fuerza del dolor la postrera salida sin retorno. Afuera esperaba una carroza fúnebre tirada por caballos. La carroza era de madera negra y con mayor o menor lujo de adornos y filigranas dependiendo de la categoría del entierro. Los caballos, también en número variable y siempre oscuros, lucían crespones y penachos negros con gran alarde de plumas y perifollo. El cortejo, que a la puerta de la casa se formaba, iba caminando hacia la iglesia tras la carroza mortuoria y tras la ceremonia funeral, que finalizaba con lo que los castizos llamaban el canto del gori-gori oficiado siempre por uno o más sacerdotes vestidos de negro y amarillo, se encaminaba de nuevo el cortejo al cementerio. Siempre se hacía a pie y, si topaban con algún viandante en el trayecto, éste se descubría y, detenido ante el paso del cadáver, se santiguaba en actitud seria y recogida, que daba gusto ver el respeto que entonces se mostraba. Rezadas las últimas plegarias junto a la sepultura y al tiempo que se oía el golpeteo de la tierra y las piedrecillas contra la caja del difunto, la multitud empezaba a disolverse para despedirse finalmente el duelo a la salida del cementerio, donde los familiares dolientes, en hilera, despedían uno por uno a los asistentes mientras éstos les daban el pésame con actitud condolida.
Y Lázaro pensó entonces y lo pensaba ahora qué sentido tenía la muerte del abuelo. Entonces le dijeron que era esta vida un lugar de prueba para alcanzar la otra, la vida verdadera, la que nace de la muerte. Y Lázaro no cuestionó la explicación porque por entonces la vida no le había proporcionado motivos para ser incrédulo y hoy, sin embargo, no encontraba ninguno que le permitiera seriamente seguir manteniendo tales creencias. Y se preguntó si la gente creía o no creía o, si puestos en el brete, seguía con la tradición por eso tan humano que es también el por si acaso. ¿Y si luego hay algo?

2 comentarios:

Insumisa dijo...

De la muerte y de los muertos. Lo mismo en casi todos lados. Crudo capítulo. Visto con mucho rigor y sin embargo tan cierto como la vida misma.
¡Yo no quiero que me pongan en exhibición!
Ni misa, ni rezos, ni ceremonias luctuosas.

He dicho

Soros dijo...

Ay, mujer, déjalo dicho. Esa es también mi idea. Pero, por lo que pueda ocurrir, déjales un margen a los que te sobrevivan que, a los pobres, bastante trabajo, apuro y agobios les caerá encima. Sobre todo si te quieren.