- Lázaro, la merienda.
Y era como si llamara su madre a un perrito o a un mendigo y le diera un bocadillo grasiento. Vaya un nombre, vaya una expresión. Sobran los comentarios. ¡Qué vulgaridad!
Sin embargo cuando, en el parque, la rubia, esbelta y ajustada, mamá de Borisín clamaba a todos los vientos de la estrella:
- Boris Iván, rosa del Cáucaso, ven a tomarte el bollicao, el yogur con bífidus activo y el actimel reforzador de tus defensas naturales.
Se llenaba el aire de un mensaje armonioso repleto de contenido y sabiduría, adquirida en la tele, pero de la sabiduría imprescindible en nuestros días al fin y al cabo. Y es que hasta las acacias, chopos y coníferas se inclinaban ante el potente poder evocador de aquella mamá comprometida, que tan sabiamente había sabido diferenciar a su hijo no sólo de la plebe rastrera y adocenada, sino también de aquellos innombrables aún apegados al infame bocadillo de chorizo o al rastrero pan con chocolate. ¡Chusma! ¡Gente sin clase, ni cultura dietética ni bromatológica!
En el colegio las niñas y los niños se reían de Lázaro por causa de su nombre. Y es que los niños de su edad estaban acostumbrados a nombres normales como: Yónathan, Borja, Aitor, Álex, Asier, Boris, Yoshua, Cristian, Eric, Eneko, Héctor, Íker, Hugo, Iván, Kevin, Marcos, Mario, Mikel, Unai, Yerai y hasta Yarón u otros nombres igual de evocadores, exóticos, contundentes y extraños, procedentes de los cuatro puntos cardinales de la memoria, de la imaginación y del mito oral, escrito y televisado. Y no digamos ya las niñas, con nombres tan impactantes, sugerentes y misteriosos como: Ainhoa, Yéssica, Alba, Lorena, Carla, Cintia, Dévora, Desirée, Vanessa, Leyre, Lydia, Melanie, Sonya, Tatiana, Estefanía… procedentes a su vez de la más romántica filmografía rosa y, todos ellos, nombres sofisticados, como secretas semillas perfumadas de deleites ocultos y poderosamente evocadores. Vamos que si una de ellas se hubiera llamado Lázara más le hubiera valido no haber nacido o, al menos y como mínimo, habría de haber hecho algo imaginativo y legal o ilegal para que, en lugar de Lázara, su nombre sonara algo así como Lassaretta o alguna otra cosita similar y distinguida con dobles eses y dobles tés. Porque los niños son muy suyos con esto de los nombres y, en cuanto hay un nombre que no sigue esa norma general que todos conocen y que deja atrás todo aquel santoral decadente de antaño, crucifican al portador del mismo por no parecer ave del mismo corral. ¿De dónde viene esta costumbre de segregar al diferente? No hay certeza de ello. No se sabe si la adoptan hoy en día en el mismo colegio, incorporada ya dentro del diseño curricular, o si es una cosa social de esas tan inevitables y obligadas como poseer y usar un teléfono móvil o una consola o una pleisteision, o es que ya en la sangre los mamíferos llevamos la impronta, desde el seno de la madre, de machacar al distinto.
Así que Lázaro no se sintió muy a gusto en el colegio y pasaba los días retraído, tomando como cosa natural, ya desde un principio, o sea, desde siempre, el sentirse postergado. Cuando intentaba jugar al fútbol, esos grupos de muchachos tan mal avenidos, que batallaban entre ellos por la posesión del balón, se volvían contra él, repentinamente unidos en el empeño de obstruirle y derribarle, como si fuera un gato intentado atravesar un corral de podencos. Ante tal avalancha de patadas, empujones y obstáculos inesperados de los que eran sus iguales, decidió dejar este deporte, que algunos se empeñaban en llamar noble y que tanta gloria había dado a la nación, para pasar los recreos pensando en las cosas que la pacífica libertad de su cerebro le ofrecía sin violencia alguna. Pensaba en el río, por ejemplo, y más aún en viajar como él hasta el mar y ver si era cierto que era tan grande como le había dicho el abuelo. No reparó Lázaro que su falta de interés por el fútbol, lejos de granjearle simpatías entre sus compañeros, aumentaba la inquina que, abierta e iniciada por lo distinto de su nombre, se expandía por su afán de no plegarse a los demás, de empeñarse tontamente en ser como era. Pobre ignorante. No entendía nada de cuanto le rodeaba.
Un sábado se acercó solitario a la orilla del río y, mirando cómo el agua pasaba sin cesar bajo el puente, decidió acompañar un rato al río. Así, comenzó a caminar por su ribera siguiendo la corriente. Al poco descubrió cómo pasaba el río, con dificultad y ruido, entre grandes piedras y cómo después era retenido por una especie de presa que amansaba sus aguas y sólo a duras penas lograba superar, no sin que parte de su caudal fuera desviado por un caz hacia lo que fue un molino. Más tarde observó cómo la vegetación se cerraba tanto que, penetrando en ella, el río se hacía casi invisible y sólo el rumor suave de sus aguas descendentes denotaba discretamente su presencia. Vio, a medida que se alejaba del pueblo, cómo la vegetación en sus orillas crecía de un modo tan salvaje y frondoso que hacía casi imposible seguir su curso de cerca y cómo, desde un alto al que subió para despedirle con la vista, el pobre río daba vueltas y vueltas sinuosa y trabajosamente para poder avanzar, hacia el mar siempre según su abuelo aseguraba, entre aquellos campos de cultivo que se extendían por la llanura hasta el horizonte.
Lázaro bajó del otero y se sentó en un tronco de árbol derribado por alguna crecida y depositado en la ribera, a un par de metros de la orilla. Miró el tronco e imaginó desde dónde habría aquel madero navegado con el río y, desde su asiento, se quedó mirando el paso manso y regular del agua. Pronto cayó en la cuenta, a la vista de tanto obstáculo, de que ni siquiera a los ríos les era fácil seguir su camino y eso que lo tenían trillado de tanto recorrerlo y que sus aguas eran abundantes y bajaban de los montes con empuje. Y allí, sentado junto al río murmurador, sinuoso y constante, comprendió que su existencia se enfrentaba a tantos inesperados avatares como lo hacía el río en su camino pero que, sin embargo, no por ello su vida iba a detenerse y que, como el río, habría de continuar su camino como mejor pudiera. Tal era su destino y entendió que, pararse, no era una posibilidad que el río o él pudieran contemplar.
Al volver, río arriba, hacia su pueblo descubrió las cosas que el río ocultaba y que sólo eran visibles para quienes tuvieran la paciencia de esperar y adquirieran el hábito de observar, desterrada la prisa. Y así, poco a poco, aprendió a mirar y, a medida que lo iba consiguiendo, llegó a ver muchas cosas de cuya existencia nunca antes se había percatado.
- Ya estamos con los misterios de la percepción. A ver, ¿qué cosas eran?
- Y ya estamos interrumpiendo. No hay ningún misterio, eran cosas sencillas que nadie se para a contemplar. Eran cosas como estas: Patos que desde las más intrincadas junqueras salían a comer a la corriente.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Patas que criaban a sus patitos y los llevaban a todos juntitos tras ellas, enseñándoles a nadar en las orillas calmas para que, poco a poco, cogieran fuerzas y un día fueran capaces de desafiar a la corriente.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Ranas de muchas clases y hasta una casi negra con una línea verde que le recorría todo el dorso y que se confundía especialmente con los fondos de cieno.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Peces que se quedaban dormidos en mitad de la corriente sin moverse nada nada, pero nada que te nada sin moverse.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Culebras que surcaban las aguas del río como una culebra dentro de otra, nadando silenciosas, hasta los nidos de las pollas de agua y les comían los huevos sin romperlos, tragándolos con una abertura desmesurada de sus fauces.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Al martín pescador zambullirse como un torpedo azulado y salir catapultado del agua con un pececillo en el pico y luciendo su pecho anaranjado.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- A los gazapos que de madrugada salen de los espesos espinos a comer hierba fresca y a jugar como bolitas de algodón gris y blanco.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- A la oropéndola, de brillante pecho amarillo oro, hacer los nidos en los chopos más tupidos.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Al cirromelón surgir de improviso y rápidamente de lo profundo de las aguas y arrastrar en una décima de segundo a un tranquilo pato al fondo, entre sus fauces hambrientas.
- ¡Ahí va! ¿Qué es un cirromelón? Eso no lo he visto yo.
- Lo ves, porque aún no sabes mirar, porque miras pero no ves, porque no tienes paciencia, porque tienes mucho que aprender y porque además, a lo mejor, no lo vas a ver nunca porque eres un poco tarugo y un mucho abanto. Y lo mismo que no has visto al cirromelón, tampoco has visto a la chotamurra, ni al pantopolín, ni a la murganera, ni a tantos otros seres que te quedan por descubrir y que, seguramente y al paso que llevas, no descubrirás nunca por lo adoquín y lo alcornoquito que eres.
Y así Lázaro se fue haciendo famoso por sus observaciones de seres que nadie más que él tenía paciencia y habilidad para ver y, de ese modo, comenzó a hacerse con un poco de respeto entre los chicos de su clase, aquellos de los sonoros nombres, el balón bajo el brazo y las camisetas de futbolistas de la championlig, y también, claro, entre aquellas chicas de nombres tan misteriosos y exóticos como la escondida e inefable flor de la almuzamunda de zazila.
- ¿Qué flor ha dicho usted?
- No insista, ni se empeñe, que no es flor ésta que se deje observar por cualquiera por el prosaico hecho de hallarse en posesión y uso de un par de ojos.
- ¿Pues qué se necesita para verla?
- Actitud y voluntad. Amén de paciencia.
- ¿Y cómo es?
- ¿No le he dicho que es inefable? ¡Pues entonces!
- ¡Aah! Claro, claro.
Y era como si llamara su madre a un perrito o a un mendigo y le diera un bocadillo grasiento. Vaya un nombre, vaya una expresión. Sobran los comentarios. ¡Qué vulgaridad!
Sin embargo cuando, en el parque, la rubia, esbelta y ajustada, mamá de Borisín clamaba a todos los vientos de la estrella:
- Boris Iván, rosa del Cáucaso, ven a tomarte el bollicao, el yogur con bífidus activo y el actimel reforzador de tus defensas naturales.
Se llenaba el aire de un mensaje armonioso repleto de contenido y sabiduría, adquirida en la tele, pero de la sabiduría imprescindible en nuestros días al fin y al cabo. Y es que hasta las acacias, chopos y coníferas se inclinaban ante el potente poder evocador de aquella mamá comprometida, que tan sabiamente había sabido diferenciar a su hijo no sólo de la plebe rastrera y adocenada, sino también de aquellos innombrables aún apegados al infame bocadillo de chorizo o al rastrero pan con chocolate. ¡Chusma! ¡Gente sin clase, ni cultura dietética ni bromatológica!
En el colegio las niñas y los niños se reían de Lázaro por causa de su nombre. Y es que los niños de su edad estaban acostumbrados a nombres normales como: Yónathan, Borja, Aitor, Álex, Asier, Boris, Yoshua, Cristian, Eric, Eneko, Héctor, Íker, Hugo, Iván, Kevin, Marcos, Mario, Mikel, Unai, Yerai y hasta Yarón u otros nombres igual de evocadores, exóticos, contundentes y extraños, procedentes de los cuatro puntos cardinales de la memoria, de la imaginación y del mito oral, escrito y televisado. Y no digamos ya las niñas, con nombres tan impactantes, sugerentes y misteriosos como: Ainhoa, Yéssica, Alba, Lorena, Carla, Cintia, Dévora, Desirée, Vanessa, Leyre, Lydia, Melanie, Sonya, Tatiana, Estefanía… procedentes a su vez de la más romántica filmografía rosa y, todos ellos, nombres sofisticados, como secretas semillas perfumadas de deleites ocultos y poderosamente evocadores. Vamos que si una de ellas se hubiera llamado Lázara más le hubiera valido no haber nacido o, al menos y como mínimo, habría de haber hecho algo imaginativo y legal o ilegal para que, en lugar de Lázara, su nombre sonara algo así como Lassaretta o alguna otra cosita similar y distinguida con dobles eses y dobles tés. Porque los niños son muy suyos con esto de los nombres y, en cuanto hay un nombre que no sigue esa norma general que todos conocen y que deja atrás todo aquel santoral decadente de antaño, crucifican al portador del mismo por no parecer ave del mismo corral. ¿De dónde viene esta costumbre de segregar al diferente? No hay certeza de ello. No se sabe si la adoptan hoy en día en el mismo colegio, incorporada ya dentro del diseño curricular, o si es una cosa social de esas tan inevitables y obligadas como poseer y usar un teléfono móvil o una consola o una pleisteision, o es que ya en la sangre los mamíferos llevamos la impronta, desde el seno de la madre, de machacar al distinto.
Así que Lázaro no se sintió muy a gusto en el colegio y pasaba los días retraído, tomando como cosa natural, ya desde un principio, o sea, desde siempre, el sentirse postergado. Cuando intentaba jugar al fútbol, esos grupos de muchachos tan mal avenidos, que batallaban entre ellos por la posesión del balón, se volvían contra él, repentinamente unidos en el empeño de obstruirle y derribarle, como si fuera un gato intentado atravesar un corral de podencos. Ante tal avalancha de patadas, empujones y obstáculos inesperados de los que eran sus iguales, decidió dejar este deporte, que algunos se empeñaban en llamar noble y que tanta gloria había dado a la nación, para pasar los recreos pensando en las cosas que la pacífica libertad de su cerebro le ofrecía sin violencia alguna. Pensaba en el río, por ejemplo, y más aún en viajar como él hasta el mar y ver si era cierto que era tan grande como le había dicho el abuelo. No reparó Lázaro que su falta de interés por el fútbol, lejos de granjearle simpatías entre sus compañeros, aumentaba la inquina que, abierta e iniciada por lo distinto de su nombre, se expandía por su afán de no plegarse a los demás, de empeñarse tontamente en ser como era. Pobre ignorante. No entendía nada de cuanto le rodeaba.
Un sábado se acercó solitario a la orilla del río y, mirando cómo el agua pasaba sin cesar bajo el puente, decidió acompañar un rato al río. Así, comenzó a caminar por su ribera siguiendo la corriente. Al poco descubrió cómo pasaba el río, con dificultad y ruido, entre grandes piedras y cómo después era retenido por una especie de presa que amansaba sus aguas y sólo a duras penas lograba superar, no sin que parte de su caudal fuera desviado por un caz hacia lo que fue un molino. Más tarde observó cómo la vegetación se cerraba tanto que, penetrando en ella, el río se hacía casi invisible y sólo el rumor suave de sus aguas descendentes denotaba discretamente su presencia. Vio, a medida que se alejaba del pueblo, cómo la vegetación en sus orillas crecía de un modo tan salvaje y frondoso que hacía casi imposible seguir su curso de cerca y cómo, desde un alto al que subió para despedirle con la vista, el pobre río daba vueltas y vueltas sinuosa y trabajosamente para poder avanzar, hacia el mar siempre según su abuelo aseguraba, entre aquellos campos de cultivo que se extendían por la llanura hasta el horizonte.
Lázaro bajó del otero y se sentó en un tronco de árbol derribado por alguna crecida y depositado en la ribera, a un par de metros de la orilla. Miró el tronco e imaginó desde dónde habría aquel madero navegado con el río y, desde su asiento, se quedó mirando el paso manso y regular del agua. Pronto cayó en la cuenta, a la vista de tanto obstáculo, de que ni siquiera a los ríos les era fácil seguir su camino y eso que lo tenían trillado de tanto recorrerlo y que sus aguas eran abundantes y bajaban de los montes con empuje. Y allí, sentado junto al río murmurador, sinuoso y constante, comprendió que su existencia se enfrentaba a tantos inesperados avatares como lo hacía el río en su camino pero que, sin embargo, no por ello su vida iba a detenerse y que, como el río, habría de continuar su camino como mejor pudiera. Tal era su destino y entendió que, pararse, no era una posibilidad que el río o él pudieran contemplar.
Al volver, río arriba, hacia su pueblo descubrió las cosas que el río ocultaba y que sólo eran visibles para quienes tuvieran la paciencia de esperar y adquirieran el hábito de observar, desterrada la prisa. Y así, poco a poco, aprendió a mirar y, a medida que lo iba consiguiendo, llegó a ver muchas cosas de cuya existencia nunca antes se había percatado.
- Ya estamos con los misterios de la percepción. A ver, ¿qué cosas eran?
- Y ya estamos interrumpiendo. No hay ningún misterio, eran cosas sencillas que nadie se para a contemplar. Eran cosas como estas: Patos que desde las más intrincadas junqueras salían a comer a la corriente.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Patas que criaban a sus patitos y los llevaban a todos juntitos tras ellas, enseñándoles a nadar en las orillas calmas para que, poco a poco, cogieran fuerzas y un día fueran capaces de desafiar a la corriente.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Ranas de muchas clases y hasta una casi negra con una línea verde que le recorría todo el dorso y que se confundía especialmente con los fondos de cieno.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Peces que se quedaban dormidos en mitad de la corriente sin moverse nada nada, pero nada que te nada sin moverse.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Culebras que surcaban las aguas del río como una culebra dentro de otra, nadando silenciosas, hasta los nidos de las pollas de agua y les comían los huevos sin romperlos, tragándolos con una abertura desmesurada de sus fauces.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Al martín pescador zambullirse como un torpedo azulado y salir catapultado del agua con un pececillo en el pico y luciendo su pecho anaranjado.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- A los gazapos que de madrugada salen de los espesos espinos a comer hierba fresca y a jugar como bolitas de algodón gris y blanco.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- A la oropéndola, de brillante pecho amarillo oro, hacer los nidos en los chopos más tupidos.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Al cirromelón surgir de improviso y rápidamente de lo profundo de las aguas y arrastrar en una décima de segundo a un tranquilo pato al fondo, entre sus fauces hambrientas.
- ¡Ahí va! ¿Qué es un cirromelón? Eso no lo he visto yo.
- Lo ves, porque aún no sabes mirar, porque miras pero no ves, porque no tienes paciencia, porque tienes mucho que aprender y porque además, a lo mejor, no lo vas a ver nunca porque eres un poco tarugo y un mucho abanto. Y lo mismo que no has visto al cirromelón, tampoco has visto a la chotamurra, ni al pantopolín, ni a la murganera, ni a tantos otros seres que te quedan por descubrir y que, seguramente y al paso que llevas, no descubrirás nunca por lo adoquín y lo alcornoquito que eres.
Y así Lázaro se fue haciendo famoso por sus observaciones de seres que nadie más que él tenía paciencia y habilidad para ver y, de ese modo, comenzó a hacerse con un poco de respeto entre los chicos de su clase, aquellos de los sonoros nombres, el balón bajo el brazo y las camisetas de futbolistas de la championlig, y también, claro, entre aquellas chicas de nombres tan misteriosos y exóticos como la escondida e inefable flor de la almuzamunda de zazila.
- ¿Qué flor ha dicho usted?
- No insista, ni se empeñe, que no es flor ésta que se deje observar por cualquiera por el prosaico hecho de hallarse en posesión y uso de un par de ojos.
- ¿Pues qué se necesita para verla?
- Actitud y voluntad. Amén de paciencia.
- ¿Y cómo es?
- ¿No le he dicho que es inefable? ¡Pues entonces!
- ¡Aah! Claro, claro.
----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
PUBLIQUÉ UN LIBRO, SI ESTÁS INTERESADO MIRA EN http://ssorozco.bubok.com/
GRACIAS.
PUBLIQUÉ UN LIBRO, SI ESTÁS INTERESADO MIRA EN http://ssorozco.bubok.com/
GRACIAS.
5 comentarios:
A que Lázaro no ha visto un "chupitilín" en su vida. ¿Verdad que no?
Igual que él, siempre tuve(de niña) problemas con mi nombre. Me fastidiaba mucho. Ahora se que me va que ni pintado ;-)
Abrazo
¿A qué chupitilín te refieres al común, al piquirrojo o al becado? :-)
En efecto, te va, ese nombre esdrújulo.
Saludos.
Jajajajajajajajaja
¿Conoces los chupitilines en serio? ¿o solo me estás jugando una broma?
Me regresé a la lectura de este principio que no recordaba. Espero la continuación ¿eh?
Besillos
Hace tantos años que sabrás perdonar la inexactitud de la era de la que hablo. Pero estaba de vacaciones en un lugar del Estado de Sonora. Una tía política (michoacana) mencionó señalando a un pajarillo del que solo recuerdo, el nombre. Se llamaba CHUPITILÍN.
Todo lo que escribí del chupitilín fue inventado. No conozco tal pájaro.
Publicar un comentario