Como ya eran sus amigos y no les gustaba lo de Lázaro, cogieron y le cambiaron el nombre. Le llamaron Zaro. Y le dijeron que: o se conformaba con Zaro o que con ellos no se juntara. Que Lázaro no le iban a llamar. Que era una vergüenza llevarle por ahí con ese nombre tan raro que tenía, un nombre de zombi, bueno, de resucitado, que para el caso venía a ser lo mismo.
Sería mejor conformarse, pensó Lázaro, pues peor hubiera sido que se les hubiera antojado llamarle Leisy o Laisy o Lasy o alguna otra monada anglosonante y moderna, y así aceptó el nuevo nombre aunque en su casa no lo dijo nunca por vergüenza. Pensó también que peor suerte había tenido el único chaval marroquí de su clase al que le habían sustituido su nombre, Abdul, por el de Moromi, abreviatura de moro de mierda, y que también se tuvo que aguantar para ser aceptado. Era la primera vez que perdía un poco de su integridad por tener algo de los demás, su compañía. Y Lázaro empezó a darse cuenta de que, en la vida, había que dar parte de tu libertad para que los demás te aceptaran y que, en general, casi todas las cosas que se obtienen son a cambio de dejar de ser quien eres para ser quien los demás quieren que seas, empezando por el mismo nombre.
De todos modos, y ya de mozalbete, Lázaro no terminaba de convencer del todo a los amigos. Mientras ellos miraban a las chicas y procuraban tontear en pandillas con las que podían, Lázaro se mantenía reservado, se marchaba fuera del pueblo, andaba siempre solo por el campo inmerso en largas y solitarias caminatas. En ellas el adolescente se preguntaba por qué tanta belleza, como podía contemplarse, era tan poco visitada y, en lugar de apreciada, era totalmente ignorada. Y de nuevo se dio cuenta de que para apreciar todo lo que está expuesto a nuestros ojos, pero que casi nadie mira, era necesario renunciar a la mucha compañía porque, en general, el mundo circundante está interesado siempre en otros menesteres más concretos, más provechosos, más lucrativos o incluso más placenteros y, a todos ellos, tienden las compañías a arrastrarnos por ser las tales cosas siempre del gusto de la mayoría de los que nos rodean.
Y aquello de los asuntos placenteros lo decía pensando sobre todo en las chicas, a las que Lázaro, nadie sabía por qué, tenía idealizadas y más le parecían ángeles que seres del mundo sujetos a la misma ley terrenal que los demás. El tiempo iría perfilando sus percepciones, pero en aquel momento las mujeres eran para él seres angelicales, delicados y ajenos a la mente sucia de sus compañeros y de él mismo, porque claro al muchacho también le desbordaba, como a todos, aquella ola de sexualidad que trae consigo la primavera de la vida y de la que suponía exentas a las hermosas chicas con las que todos tonteaban.
Cuando sus compañeros se hicieron más sociables y comenzaron sus frecuentes ensayos en el arte de tratar con el otro sexo, Lázaro se despegó mucho más de ellos, abandonando esos cortejos de calle mayor abajo y calle mayor arriba para cruzarse o acompañar a las chicas en esos cuchicheos del me gustas y te gusto, pues por entonces no se tenía aún conocimiento de eso del botellón y el aquí te pillo y aquí te mato, aun existiendo, era bastante infrecuente.
A él le parecía que una mujer había de admirar por fuerza su modo de ver las cosas, su gusto por el campo, por la naturaleza, por los espacios abiertos, por las largas caminatas, por el acecho a la espera de ver los esquivos animales… Total que el pobre no conseguía la amistad de ninguna pues, para colmo, pretendía que le acompañasen en solitario a semejantes labores y parajes. Así que en el arte de la seducción y del cortejo quedó tan atrasado que todos los demás, hasta el más lerdo, sabían más que él de la materia, aunque de sus contemplaciones solitarias y campestres no tuvieran la menor idea ni ganas de tenerla.
Finalmente encontró a Zita, una chica morena un año menor que él. Para su sorpresa Zita accedió a acompañarle al campo y, aunque al principio hubo ella de centrar toda su atención en contemplar las bellezas que el muchacho le enseñaba, no tardó en conseguir que Lázaro poquito a poco se centrara más en ella. Hubo de dejarle, sin embargo, que agotara todo su repertorio de descubrimientos y maravillas naturales a mostrar y así, paulatinamente, fue Zita consiguiendo que Zaro dejara de mirar a todos lados para ir mirándose más y más en sus brillantes ojos negros. Y Zaro descubrió, una noche de verano, que aquellos ojos eran dos azabaches ardiendo y fue entonces cuando, en el silencio tibio de las eras, la besó de improviso. Bueno, más que besarla, se lanzó a besarla, pues la cosa fue sin tacto alguno, con la urgencia del que quisiera robar algo sin saber hacerlo ni tener experiencia, sólo con la fuerza del deseo y el atrevimiento que el instinto presta. Y sí, lo hizo afrontando el seguro desprecio y el desapego y el más que seguro rechazo de ella hacia aquel acto salvaje e instintivo que, Zaro en su ignorancia, daba por consecuencias fijas de su acción. Y, sin embargo, se sorprendió de que ella respondiera con iguales ansias y bastante mejor ciencia y más aún, cuando fundidos en el interminable abrazo que siguió y los demás que siguieron al primero, a ella no le escandalizase su erección y, lo que es más, que frotara su vientre contra ella. Y así Lázaro fue descubriendo que las mujeres eran también parte de la naturaleza y que si ésta, en general, no hacía más que revelar secretos a quienes sabían mirarla no le iban a la zaga las mujeres en cuanto a sorprendentes maravillas y portentos.
- Toma, ya lo creo. Eso lo sabe hasta un tonto.
- Pues lo sabrán los tontos, pero Lázaro, que no era tonto pero sí adolescente, no lo sabía y hubo de aprenderlo. ¿Se entera?
- Vale, vale.
Sería mejor conformarse, pensó Lázaro, pues peor hubiera sido que se les hubiera antojado llamarle Leisy o Laisy o Lasy o alguna otra monada anglosonante y moderna, y así aceptó el nuevo nombre aunque en su casa no lo dijo nunca por vergüenza. Pensó también que peor suerte había tenido el único chaval marroquí de su clase al que le habían sustituido su nombre, Abdul, por el de Moromi, abreviatura de moro de mierda, y que también se tuvo que aguantar para ser aceptado. Era la primera vez que perdía un poco de su integridad por tener algo de los demás, su compañía. Y Lázaro empezó a darse cuenta de que, en la vida, había que dar parte de tu libertad para que los demás te aceptaran y que, en general, casi todas las cosas que se obtienen son a cambio de dejar de ser quien eres para ser quien los demás quieren que seas, empezando por el mismo nombre.
De todos modos, y ya de mozalbete, Lázaro no terminaba de convencer del todo a los amigos. Mientras ellos miraban a las chicas y procuraban tontear en pandillas con las que podían, Lázaro se mantenía reservado, se marchaba fuera del pueblo, andaba siempre solo por el campo inmerso en largas y solitarias caminatas. En ellas el adolescente se preguntaba por qué tanta belleza, como podía contemplarse, era tan poco visitada y, en lugar de apreciada, era totalmente ignorada. Y de nuevo se dio cuenta de que para apreciar todo lo que está expuesto a nuestros ojos, pero que casi nadie mira, era necesario renunciar a la mucha compañía porque, en general, el mundo circundante está interesado siempre en otros menesteres más concretos, más provechosos, más lucrativos o incluso más placenteros y, a todos ellos, tienden las compañías a arrastrarnos por ser las tales cosas siempre del gusto de la mayoría de los que nos rodean.
Y aquello de los asuntos placenteros lo decía pensando sobre todo en las chicas, a las que Lázaro, nadie sabía por qué, tenía idealizadas y más le parecían ángeles que seres del mundo sujetos a la misma ley terrenal que los demás. El tiempo iría perfilando sus percepciones, pero en aquel momento las mujeres eran para él seres angelicales, delicados y ajenos a la mente sucia de sus compañeros y de él mismo, porque claro al muchacho también le desbordaba, como a todos, aquella ola de sexualidad que trae consigo la primavera de la vida y de la que suponía exentas a las hermosas chicas con las que todos tonteaban.
Cuando sus compañeros se hicieron más sociables y comenzaron sus frecuentes ensayos en el arte de tratar con el otro sexo, Lázaro se despegó mucho más de ellos, abandonando esos cortejos de calle mayor abajo y calle mayor arriba para cruzarse o acompañar a las chicas en esos cuchicheos del me gustas y te gusto, pues por entonces no se tenía aún conocimiento de eso del botellón y el aquí te pillo y aquí te mato, aun existiendo, era bastante infrecuente.
A él le parecía que una mujer había de admirar por fuerza su modo de ver las cosas, su gusto por el campo, por la naturaleza, por los espacios abiertos, por las largas caminatas, por el acecho a la espera de ver los esquivos animales… Total que el pobre no conseguía la amistad de ninguna pues, para colmo, pretendía que le acompañasen en solitario a semejantes labores y parajes. Así que en el arte de la seducción y del cortejo quedó tan atrasado que todos los demás, hasta el más lerdo, sabían más que él de la materia, aunque de sus contemplaciones solitarias y campestres no tuvieran la menor idea ni ganas de tenerla.
Finalmente encontró a Zita, una chica morena un año menor que él. Para su sorpresa Zita accedió a acompañarle al campo y, aunque al principio hubo ella de centrar toda su atención en contemplar las bellezas que el muchacho le enseñaba, no tardó en conseguir que Lázaro poquito a poco se centrara más en ella. Hubo de dejarle, sin embargo, que agotara todo su repertorio de descubrimientos y maravillas naturales a mostrar y así, paulatinamente, fue Zita consiguiendo que Zaro dejara de mirar a todos lados para ir mirándose más y más en sus brillantes ojos negros. Y Zaro descubrió, una noche de verano, que aquellos ojos eran dos azabaches ardiendo y fue entonces cuando, en el silencio tibio de las eras, la besó de improviso. Bueno, más que besarla, se lanzó a besarla, pues la cosa fue sin tacto alguno, con la urgencia del que quisiera robar algo sin saber hacerlo ni tener experiencia, sólo con la fuerza del deseo y el atrevimiento que el instinto presta. Y sí, lo hizo afrontando el seguro desprecio y el desapego y el más que seguro rechazo de ella hacia aquel acto salvaje e instintivo que, Zaro en su ignorancia, daba por consecuencias fijas de su acción. Y, sin embargo, se sorprendió de que ella respondiera con iguales ansias y bastante mejor ciencia y más aún, cuando fundidos en el interminable abrazo que siguió y los demás que siguieron al primero, a ella no le escandalizase su erección y, lo que es más, que frotara su vientre contra ella. Y así Lázaro fue descubriendo que las mujeres eran también parte de la naturaleza y que si ésta, en general, no hacía más que revelar secretos a quienes sabían mirarla no le iban a la zaga las mujeres en cuanto a sorprendentes maravillas y portentos.
- Toma, ya lo creo. Eso lo sabe hasta un tonto.
- Pues lo sabrán los tontos, pero Lázaro, que no era tonto pero sí adolescente, no lo sabía y hubo de aprenderlo. ¿Se entera?
- Vale, vale.
----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
4 comentarios:
¡Ah!, el primero beso... ojalá hubiese sido lindo y tierno. Memorable de sensaciones maravillosas.
Un primer beso es tan o mas importante que tu primera vez en las lides amatorias. A veces ;-)
Un abrazo muy grande
(Ando algo borracha de sueño)
¿Dónde se habrá quedado el primer beso? ¿Habrá quién lo recuerde? Seguro que alguien sí.
Saludos.
Pos si... YO lo recuerdo... y fue ¡YACKS! horroroso y traumático. Tenía apenas 14 y el muchacho, guapo y todo, besaba con saliva y lengua. Me quise morir de asco y jamás volví a permitir que me besara. Hubo de pasar el tiempo, (mas de 5 años), para que a los 19, un morenazo me robara el alma con un beso.
:-)
Bueno... ¡Vaya memoria! ;-)
Publicar un comentario