10 enero 2009

430


Ayer cambiaron a la Guardiana a una habitación individual. La habitación 430 es rectangular con parte del rectángulo ocupado por un servicio cuadrado que coincide con uno de sus vértices. De sus cuatro paredes, dos contiguas son blancas y las otras dos azul claro. El suelo es de grandes baldosas azuladas con pequeñas motitas oscuras. Las dos puertas, la de acceso y la del servicio, son azules pero un punto más oscuro que el suelo y las paredes y tienen, además, un cerco de un azul aún más oscuro. Hay un ventanal muy amplio orientado al sur y pintado de marrón que inunda de luz la habitación con las primeras horas de la tarde. A decir verdad en la paleta de colores sólo desentona el cable del ingenio eléctrico que mueve la cama y que es de color butano y también los teléfonos en negro, más el botón del vacío en amarillo rabioso. El resto es todo gris blanquecino, blanco y azul, incluido el televisor de tarjeta que la Guardiana abomina. Hasta el suero lechoso que le administran como alimentación parenteral hace juego en su tono con la gama de colores de la habitación. Allí, en ese dosel sobre la cabecera de la cama donde se encastran las luces, los enchufes y otros ingenios, encuentro una diminuta estampa de una virgen que reza así: “Nuestra Señora de la Victoria de Lepanto. Patrona de Villarejo de Salvanés”. Pienso que la ha dejado allí algún devoto que, como paciente, pasó por la habitación antes que la Guardiana. Pues en ella, siendo religiosa, no conozco predilección por advocación mariana tan batalladora. También hay un tiesto de hojas rojas y verdes con la base envuelta en un papel naranja que está en lo alto del armario y un florero con unas flores silvestres algo apochadas en el alféizar de la ventana.
La Guardiana de las Fechas yace en una cama metálica de color blanco marfil con unos protectores de barras que impiden que se caiga en un descuido propio o ajeno. Tiene alimentación parenteral y hoy, día 10, está sin oxígeno. En estos momentos duerme ruidosamente. El perfil de su cabeza no recuerda la mujer que fue. Tiene la boca hundida, sin dentadura, y eso hace que la barbilla y la nariz se muestren extrañamente prominentes. Numerosas y extrañas arrugas surcan su cara relajada pero hinchada. Tiene la boca abierta y, de vez en cuando, emite un ronquido bajo e irregular. Su pelo corto y algo desordenado es, curiosamente a sus años, más negro que blanco. En sus orejas se ven unos pendientes de oro. Son un regalo de su marido, de cincuenta años atrás, y que a nadie permite tocar. Su cuerpo está hinchado y más desfigurado de lo que ya lo estaba por la edad. Duerme penosamente trabajándose cada inspiración. Sin embargo, parece tranquila.
En un lado de la habitación, junto a un armario gris y azul a juego con los colores de la misma, está su silla de ruedas desde hace días, sin usuario. Enfrente del armario hay una mesilla móvil, una silla y un sillón abatible y con reposapiés que facilita los días y sobre todo las noches a quienes la acompañamos. Por otro lado están los goteros, las bombas volumétricas azules de los sueros y todo lo demás.
La Guardiana de las Fechas lleva también su anillo de casada y el de su marido, muerto hace muchos años, en el dedo anular de la mano derecha y tampoco ha consentido que nadie se los quite ni siquiera advertida del riesgo que la hinchazón podría suponer. Su rosario de madera con imágenes de vírgenes un tanto naïve, entre misterio y misterio, y un corazón final de la misma madera, está colgado en uno de los barrotes que impiden que se caiga de la cama. Lleva en la muñeca izquierda un viejo reloj cuadrado y ajado que, de vez en cuando, se acerca a los ojos intentando averiguar la hora que no ve.
Abre los ojos y pide agua a una de sus hijas. Al descubrirme dice que cuándo se fue su hija, que está en un estado que no le da ocasión de despedirse de nadie. Después de haber tomado agua me pide agua por segunda vez y, rendida, intenta dormir de nuevo. Bosteza con tiritonas. Dice que no sabe lo que le pasa y me pide cacao para los labios. Luego me pregunta la hora. Después le entra el desasosiego. Se mueve de un lugar a otro y mueve los brazos erráticamente intentado encontrar un bienestar que su cuerpo le niega.
Mientras, afuera, la tarde resplandece con el efecto de la luz del sol amplificado por la blancura de la nevada que cayó ayer y que aún lo cubre todo hasta donde la vista alcanza. Las sirenas de algunas ambulancias y el ruido del tráfico lejano ponen fondo a las toses que acosan una vez más a la Guardiana.
- Estoy muy cansada, me quiero morir ya.
- Pues no puedes, porque el médico ha dicho que estás mejor.
- ¡Huy qué no puedo! – le salió el temperamento a la Guardiana, genio y figura.
No le contesto y ella me mira implorándome, con los ojos, una salida. Como ve que callo me dice:
- ¿Y ahora qué hacemos?
- Dormir un poco.
- Es que me da miedo.
- ¿Qué es lo que te da miedo?
- Morirme y seguir viviendo así.
- Pues tienes que elegir.
- Entonces, morirme.
- Y, ¿por qué te da miedo morirte?
- Porque no sé si he sido buena.
- Ya te digo yo que sí, que soy, entre los vivos, quien mejor te conoce.
- ¿Estás seguro?
- Descontando los azotes que me dabas de pequeño, estoy seguro.
Se sonríe y mirándome a los ojos, como disculpándose dice:
- Es que eras muy malo.
- Pues parece que me enderezaste.
Sonríe y cierra los ojos de nuevo. Mientras ella intenta adormilarse, repaso mentalmente la vida de entonces, de cuando ella me cuidaba a mí y no yo a ella, como ahora y ya desde hace un tiempo largo vengo haciendo. Pero apenas llevo unos minutos recordando, cuando vuelve el desasosiego, el dame agua, el dime la hora, el dame el rosario, el deambular de sus manos rascándose aquí y allá, el dame cacao, los quejidos temblorosos, la tos, la angustia, el no puedo vivir de esta manera… y así pasan las horas de la tarde, como las de la mañana y como las de los últimos días. Y no puedo hacer nada por aliviar los males de quien tantas veces de niño alivió los míos y, también de adulto, disipó mis temores y mis penas. ¿Para qué esta larga espera?, me pregunto.
Pero en los pasillos se oyen las risas de la vida. El personal sanitario es bueno y eficiente pero es gente joven, llena de vida que, paradójicamente, ha de asistir a aquéllos que están avocados a una muerte penosa y cercana pero cuya cercanía, para algunos, se hace eterna.
He logrado tranquilizar a la Guardiana con las caricias de mis manos y con los susurros mansos con que por el oído pretendo que su cerebro se relaje. Y la pongo de nuevo en ese sueño que se va y que se viene. Resopla un rato dormida pero la tos de nuevo la despierta y… otra vez comenzamos. La Guardiana de repente hace una pausa y me dice:
- ¿Sabes que día es hoy?
- 10 de enero.
- Tal día como hoy murió tu abuela María. ¡Qué suerte tuvo!

9 comentarios:

Ermengardo II dijo...

que triste lo de no encontrar el sosiego...
ya sabía yo que tu no eras de esos tipos que dejan a los viejos en las residencias

Insumisa dijo...

Lleva el libro de Juan Salvador Gaviota cuando la visites. Además de acariciar su cabeza, lee para ella. De hecho deberías presentarle alguno de tus escritos. Me gusta muchísimo aquel que escribiste hace tiempo para ella.
Abrazo solidario y de larga duración.

Soros dijo...

Gracias Metalsaurio, Koborron y Piel de Letras.

sabi dijo...

Me ha gustado mucho, es como si plasmaras nuestras vidas desde hace varios meses en este relato. El ir de un hospital a otro sin saber ni cuando, ni como, acabara el recorrido. Gracias, me has dado animo para seguir adelante.

Besos

Soros dijo...

Me alegro, Sabi, si te he sido útil con este artículo.

Paz Zeltia dijo...

me dejas a las 12 de la noche,
con un nudo que me oprime la garganta
y los ojos húmedos.
quedo pensando sin pensamientos, sino con sensaciones
y
con
miedo

un abrazo

Soros dijo...

Duerme, Zeltia, y olvida tus miedos que para los temores a todos nos llegará nuestro momento o, tal vez con suerte, la cosa sea breve y nos pase todo tan desapercibido como la entrada en la vida por el nacimiento.
Abrazo.

Anónimo dijo...

Así. Has conseguido un espejo y la vida se pintó sola. Te felicito por ello, al tiempo que, esta noche, te acompaño en el sentimiento (lo cual, aquí, es algo más que una frase hecha a juzgar por este nudo en la garganta y el deseo de dejarme llorar, que nadie me ve)

Me felicito por conocerte, como si fuera de toda la vida. Un abrazo.

Soros dijo...

Muchas gracias.