No sé si soy un buen testigo. No viví la guerra civil que hubo en España desde 1936 a 1939. Así que ni siquiera me puedo llamar testigo.
A pesar de esto, viví en mi familia y en mi entorno el temor a hablar abiertamente de lo que pasó. Daba la sensación de que todos tenían un gran sentido de la vergüenza por lo ocurrido y algunos un abierto temor a describirlo. También viví la demonización de un grupo, el de los perdedores, denominado en simplificador conjunto como “los rojos” y que eran, al parecer, los causantes de todo el mal que sobre la faz de la tierra hubiese. Viví los tiempos en que los párrocos o la Guardia Civil habían de avalar con un certificado de “buena conducta” las aspiraciones de los ciudadanos para conseguir un empleo público. Vi la segregación, en barrios de pobres y de desarrapados, de los perdedores. Vi los comedores vergonzantes del Auxilio Social. Más tarde, con el paso de los años y a fuerza de preguntar a quien debía y a quien no, supe de los fusilamientos de muchos, no ya en la guerra donde quiero pensar que la locura se generalizó, sino en la posguerra, a lo largo de muchos años y con los ánimos supuestamente más calmados por la victoria; supe también de los años de cárcel, de los campos de concentración, de las depuraciones, de los destierros, de los exilios para muchas personas... todas ellas habían sido leales con el gobierno democráticamente establecido. Siempre vi y sigo viendo, en las fachadas de las iglesias de todos los pueblos de España, unas listas perennes de caídos por Dios y por España, listas que sólo hacen referencia a los que compartían ideología con los que se rebelaron y se impusieron por la fuerza a sus compatriotas. También supe luego que los papeles se habían cambiado, que a los defensores de la legalidad vigente se les tildó de traidores y a los que se alzaron contra el gobierno democráticamente elegido se les llamó patriotas y que esos fueron “los nacionales”. También supe que la Iglesia Católica llamó a esta guerra “Cruzada” tomando inequívocamente partido contra la legalidad del gobierno de la república y a favor de los que se rebelaron contra ella.
A lo largo de mi vida, la guerra civil que no viví, ha estado siempre presente de una manera o de otra. Hoy existe un proyecto de recuperación de la memoria histórica que al parecer pretende recobrar la dignidad y sacar del anonimato a los que perdieron la vida por enfrentarse a la sinrazón, un proyecto que pretende desenterrar a los fusilados en la cunetas y devolverles su nombre, que pretende redimir los años de vergüenza y compensar la pena que tantas familias hubieron de sobrellevar, que pretende que se anote y recuerde el nombre de los olvidados, de los que no estarán en la fachada de ninguna iglesia ni en ninguna lista de caídos por Dios y por España. Pero, al parecer, esto sólo va a servir para fomentar el odio entre españoles, evitar el cicatrizante olvido e impedir la reconciliación. No sé porqué, cuando ya no se le piden a nadie responsabilidades. Parece que no es posible hacer esto entre todos, reconocer los abusos que no solamente no buscan ya castigo para ninguno de sus responsables sino que lo único que pretenden es recobrar para la historia común el nombre de los olvidados. Sin embargo, parece ser que esto no fomenta el espíritu de la reconciliación. Es mejor que estos, cuanto menos leales, queden ignorados para el bien común general.
Hace bien poco, ha habido auténticas oleadas de canonizaciones de “mártires de la Cruzada” auspiciadas por la jerarquía católica española y avaladas y celebradas por el Papa Juan Pablo II. Se ve que, en estos casos, era evidente un encomiable afán de justicia y reconciliación. Ahí tenemos a los santos de la Cruzada a nadie le parecen un peligro pero esos otros mártires laicos sí que parece que lo son. La culpabilidad de muchas familias les persigue de generación en generación. Si no es así, no me lo explico. Seguramente soy un testigo deformado.
A pesar de esto, viví en mi familia y en mi entorno el temor a hablar abiertamente de lo que pasó. Daba la sensación de que todos tenían un gran sentido de la vergüenza por lo ocurrido y algunos un abierto temor a describirlo. También viví la demonización de un grupo, el de los perdedores, denominado en simplificador conjunto como “los rojos” y que eran, al parecer, los causantes de todo el mal que sobre la faz de la tierra hubiese. Viví los tiempos en que los párrocos o la Guardia Civil habían de avalar con un certificado de “buena conducta” las aspiraciones de los ciudadanos para conseguir un empleo público. Vi la segregación, en barrios de pobres y de desarrapados, de los perdedores. Vi los comedores vergonzantes del Auxilio Social. Más tarde, con el paso de los años y a fuerza de preguntar a quien debía y a quien no, supe de los fusilamientos de muchos, no ya en la guerra donde quiero pensar que la locura se generalizó, sino en la posguerra, a lo largo de muchos años y con los ánimos supuestamente más calmados por la victoria; supe también de los años de cárcel, de los campos de concentración, de las depuraciones, de los destierros, de los exilios para muchas personas... todas ellas habían sido leales con el gobierno democráticamente establecido. Siempre vi y sigo viendo, en las fachadas de las iglesias de todos los pueblos de España, unas listas perennes de caídos por Dios y por España, listas que sólo hacen referencia a los que compartían ideología con los que se rebelaron y se impusieron por la fuerza a sus compatriotas. También supe luego que los papeles se habían cambiado, que a los defensores de la legalidad vigente se les tildó de traidores y a los que se alzaron contra el gobierno democráticamente elegido se les llamó patriotas y que esos fueron “los nacionales”. También supe que la Iglesia Católica llamó a esta guerra “Cruzada” tomando inequívocamente partido contra la legalidad del gobierno de la república y a favor de los que se rebelaron contra ella.
A lo largo de mi vida, la guerra civil que no viví, ha estado siempre presente de una manera o de otra. Hoy existe un proyecto de recuperación de la memoria histórica que al parecer pretende recobrar la dignidad y sacar del anonimato a los que perdieron la vida por enfrentarse a la sinrazón, un proyecto que pretende desenterrar a los fusilados en la cunetas y devolverles su nombre, que pretende redimir los años de vergüenza y compensar la pena que tantas familias hubieron de sobrellevar, que pretende que se anote y recuerde el nombre de los olvidados, de los que no estarán en la fachada de ninguna iglesia ni en ninguna lista de caídos por Dios y por España. Pero, al parecer, esto sólo va a servir para fomentar el odio entre españoles, evitar el cicatrizante olvido e impedir la reconciliación. No sé porqué, cuando ya no se le piden a nadie responsabilidades. Parece que no es posible hacer esto entre todos, reconocer los abusos que no solamente no buscan ya castigo para ninguno de sus responsables sino que lo único que pretenden es recobrar para la historia común el nombre de los olvidados. Sin embargo, parece ser que esto no fomenta el espíritu de la reconciliación. Es mejor que estos, cuanto menos leales, queden ignorados para el bien común general.
Hace bien poco, ha habido auténticas oleadas de canonizaciones de “mártires de la Cruzada” auspiciadas por la jerarquía católica española y avaladas y celebradas por el Papa Juan Pablo II. Se ve que, en estos casos, era evidente un encomiable afán de justicia y reconciliación. Ahí tenemos a los santos de la Cruzada a nadie le parecen un peligro pero esos otros mártires laicos sí que parece que lo son. La culpabilidad de muchas familias les persigue de generación en generación. Si no es así, no me lo explico. Seguramente soy un testigo deformado.
1 comentario:
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