El largo puente había acabado. El
lunes traía de nuevo la rutina. Esas ideas tuvo al despertar, acuciado también
por las vulgares ganas de orinar. Su mujer dormía profundamente a su lado y el
reloj de la mesilla marcaba las ocho. Salió de la habitación, atravesó el
salón, recorrió el estrecho y largo pasillo hasta dar con la puerta del
servicio.
Vio entonces que había luz en el
portal donde el pasillo terminaba. Imaginó que su cuñado, único morador
habitual de la casa, se la dejó encendida cuando, como cada día, habría salido
al trabajo veinte minutos después de la siete. Perezosamente fue hasta el
portal para apagarla.
Qué extraño, se dijo, la puerta
que cerraba el tramo de escaleras a la planta superior estaba abierta y también
había luz arriba. Escuchó entonces un murmullo de voces. Inmediatamente le vino
a la cabeza la gran tormenta que hubo durante la noche. Recordó que acababan de
arreglar el tejado. Se dijo que su cuñado habría vuelto con alguno de los
albañiles para mostrarle la gotera o algún otro desperfecto.
Con voz fuerte le llamó por su nombre y le preguntó si había algún problema.
Con voz fuerte le llamó por su nombre y le preguntó si había algún problema.
La respuesta fue un total
silencio. Sólo entonces comprendió que estaban robando la casa.
Un hombre asomó lentamente la
cabeza a la escalera. Lo que vio al pie de ella: un individuo adormilado de más
de sesenta años, en calzoncillos y camiseta, no pareció impresionarle
demasiado. Lentamente se dejó ver al completo, la cabeza tapada hasta los ojos
con un tapabocas negro, el cuerpo enfundado en un anorak oscuro y amplio que le
hacía parecer más voluminoso, el resto de la ropa también oscura.
El de oscuro empezó a bajar las
escaleras lentamente. Tuvo que echarse hacia atrás y ladear la cabeza pues, por
su altura, se habría dado con el techo de la escalera de la vieja casa.
El hombre en calzoncillos lo
insultó a gritos e hizo amago de arrojarse sobre él. Pero le disuadió una
patada lanzada por el que bajaba al tiempo que hablaba en una lengua extranjera
a quien hubiese arriba. O, quién sabe, tal vez en su lengua devolvía los
insultos al hombre que recién salido de su somnolencia le increpaba.
Mientras el hombre de oscuro
bajaba la escalera, el de abajo se dio cuenta, más por instinto que por
razonamiento, de que sólo tenía dos opciones. La una era defender la puerta de
salida a la calle, pero la amplitud del portal le daba desventaja pues, entre
dos hombres, había espacio para que ambos le atacaran a la vez y, como poco, le
dieran una paliza o quién sabe qué otra cosa. La otra era recular a la entrada
del pasillo por el que había llegado al portal y que, por su estrechez, sólo
permitía la entrada de una persona tras otra y donde podía, sin perder de vista
el portal, defenderse a patadas. Eligió la última.
Los dos hombres quedaron frente a
frente en la estrecha puerta del pasillo. El de oscuro amagaba con golpes desde
fuera, el otro hacía lo mismo desde dentro defendiéndose como un animal
acorralado. El de oscuro, mientras, gritaba palabras que lo mismo podían ser
insultos que instrucciones a su o sus compinches; el acorralado retrocedía ante
los embates del de fuera para recuperar de inmediato el terreno y seguir
dominando la puerta del pasillo y sin perder de vista el portal.
Entre los esfuerzos de estos
ataques, amagos de ataques y retrocesos mutuos, lanzando o esquivando golpes y
patadas, al de oscuro se le bajó completamente el tapabocas y el otro pudo ver
su rostro. Le llamó la atención una cara ancha, de tez pálida, unas facciones
regulares y armónicas de hombre joven, una fisonomía muy marcada de eslavo.
Tras un último ataque del de
oscuro, vio al retroceder, como otro hombre con pasamontañas y el mismo atuendo
que al que se enfrentaba, cruzaba velozmente el portal en dirección a la puerta
de la calle. Al instante el otro dejó de hacerle frente y le siguió.
Tras de ellos salió el hombre en
paños menores. Gritó pidiendo auxilio en una calle helada entre la oscuridad
aún no disipada por el amanecer. Aún vio doblar a los dos hombres por el primer
callejón a la izquierda bajando la cuestecilla de la calle. Una mujer, a unos
setenta metros calle abajo, se había detenido al oír las voces pero enseguida
se volvió y prosiguió su camino aceleradamente.
La helada le hizo darse cuenta de
repente de que estaba en ropa interior y que calzaba unas sandalias de estar
por casa. Casi no había vecino alguno que pudiera haber oído sus voces en aquel
pueblo semidesierto, de casas en su mayoría vacías.
Rápidamente entró de nuevo al
portal, subió las escaleras, vio de reojo dos habitaciones desvalijadas y con
las luces encendidas, y tomando ansiosamente el teléfono llamó al 062.
Las palpitaciones se le agolpaban
en el pecho y la garganta. El 062 no lo cogían. Pensó tras varias señales de
llamada que los ladrones habían averiado el teléfono. Bajó a la planta baja,
despertó a su mujer que lo miraba asustada sin comprender nada y buscó el
móvil. En ese momento sonó el teléfono de arriba. Subió como una bala. Le
dijeron que si había llamado a la Guardia Civil. Al instante un torrente de
palabras brotó de su garganta en un conjunto de datos desordenados y con un
tono de voz que no reconocía como propio. Desde el otro lado de la línea le
aseguraron que una patrulla llegaría en breve.
Bajó de nuevo al dormitorio y
según le daba atropelladas informaciones a su mujer llamó a su cuñado por el
móvil: “Han robado la casa con nosotros dentro”. Apenas hubo más explicaciones.
El móvil de su cuñado, como luego comprobaron, registró la llamada a la ocho y
diez minutos, por lo que aquella pesadilla, cuya duración distorsionó el pánico,
había concluido en diez minutos.
A las ocho y quince minutos un
coche de la Guardia Civil llegó. Uno de los guardias entró a la casa por la
puerta descerrajada y subió al lugar del robo, las dos habitaciones
desvalijadas. El otro se encontró con el jubilado que, aún presa de la
excitación, había salido a dar una vuelta a la manzana de casas junto a la
iglesia en un intento de dar con algo.
-Si ha habido lesiones físicas
debe ir al centro médico –le dijo uno de los guardias.
-Como no sea a que me hagan un
electrocardiograma –contestó el jubilado.
-No toquen nada ni suban al piso
de arriba hasta que no venga la policía científica.
El viejo les describió la escena
que acababa de vivir.
-¿Eran rumanos? –dijo un guardia.
-No puedo decir que lo fuesen,
pero no hablaron una palabra en español ni para amenazarme.
-¿Tenían armas?
-Si las tenían no lo sé, pero yo
no las vi.
Al parecer la mujer que el viejo
vio bajando calle abajo, se puso en contacto con los guardias, les dio la
matrícula del coche, les dijo que en la huida los ladrones estaban asustados,
que eran tres y que eran rumanos pues ella también lo era y había entendido lo
que hablaron. Eso junto con el hecho de que el jubilado le había visto la cara
a uno de ellos hizo que los guardias albergasen esperanzas de detenerlos en los
controles que habían montado. Pidieron al viejo y a su cuñado que se bajasen al
cuartel para hacer las denuncias y el papeleo cuanto antes.
Sentados frente a la mesa del guardia
que manejaba el ordenador fueron realizando la denuncia y el relato de los
hechos contestando a las preguntas del guardia.
El viejo se atrevió a preguntar:
-¿Y en estos casos qué pasaría si
uno se defiende con un arma?
El guardia le dijo que nuestras
leyes contemplan el derecho a la legítima defensa pero que ese derecho está
basado en el principio de proporcionalidad y que en virtud de ese principio no
se puede responder con un disparo a un puñetazo. Y añadió que, en esos casos,
había que buscarse un abogado bueno, experto en estos temas, y que hiciese ver
al juez que el autor del disparo había sido víctima de un miedo insuperable e
incontrolado. También dijo que si se dispara o agrede a quien huye no se puede
aplicar la legítima defensa sino que incluso podemos ser acusados de actuar por
venganza. Nosotros, añadió el guardia echando una ojeada a la pistola que
colgaba de su cintura, a veces no sabemos para qué cargamos con esto
Quedó perplejo el viejo por las
palabras que escuchó. Y mientras, de cuando en cuando, respondía a las
preguntas que el guardia le hacía, no hizo sino pensar. El miedo se le había
pasado pero la impresión no. Sin embargo, sintió nacer en él un nuevo miedo, un
miedo más refinado. Desde ese momento en adelante no supo dilucidar si debía
tener más miedo a los delincuentes o a la justicia.
Debía ser muy interesante para
jueces y abogados discernir, sentados tranquilamente tras una mesa de despacho,
el alcance de la legítima defensa y el principio de proporcionalidad. Imaginó
que si entraban tres ladrones a su casa, para enfrentarse a ellos, habría de
llamar a un par de amigos, ni uno más, para poder aplicar la tal
proporcionalidad. Que si los ladrones sacaban un cuchillo o un arma de fuego,
había de pedírseles tiempo, como en los partidos de baloncesto, para ir uno
mismo en busca de un arma similar. Que, en definitiva, la ley consideraba el
derecho a la legítima defensa como un duelo entre caballeros en el que los
guardias actuarían como padrinos y testigos, garantes de que nadie tuviera
ventaja. Y hasta se pensó que había tenido suerte al haber salido de aquel
trance sin que a los ladrones les hubieran caído cinco años por robo y a él más
de diez por homicidio, aparte de indemnizar a los familiares o hijos del ladrón
si los hubiere.
-¿Alguna lesión física? –dijo el
guardia.
-No, sólo psíquicas –respondió el
viejo.
-Sólo se pueden hacer constar las
físicas.
Asintió el viejo. Y se atrevió a
hacer otra pregunta.
-¿Cree usted que los cogerán?
-Es posible –dijo el guardia.
Luego se miró el uniforme y añadió: Pero no puedo asegurárselo, por desgracia,
hay muy poco verde para tanto marrón.
8 comentarios:
Es terrible la situación, en todos sus aspectos, que son muchos.
Muy lamentable e indignante todo.
Ángeles, creo que la impresión que producen este tipo de hechos en quien los vive dura para siempre. La indefensión de las personas que viven en los pequeños pueblos de las grandes zonas semidespobladas es creciente. Guardias civiles y ciudadanos se juegan la vida en ellas y ninguna ley permite que los agredidos puedan defender su vida, su hogar y sus propiedades con "uñas y dientes" (como yo me creía) sin responder ante nuestra muy garantista justicia. Así que el miedo es doble: a las bandas de delincuentes y a la ley.
(Ah, estos hechos no son infrecuentes, en el último año es la segunda vez que roban en casa de mi cuñado, también han robado otra vez en casa de su hermana y otra más en el negocio que tienen. Hasta ahora, ningún detenido.)
Me parece lamentable el hecho que narras, pero igual de lamentable (o aún más. Es verdad que la justicia parece estar "ciega") es que en un juicio por violación -como el reciente de "La Manada"- sea la violada la que tenga que demostrar su inocencia. Bueno, ya sabemos todos lo que ha pasado.
Como ya pasó la Navidad, te deseo de corazón un magnífico 2018.
Besos.
Muchas gracias, Sara. No me extiendo más porque ya he dado mi opinión en la contestación a Ángeles y en el propio artículo.
También te deseo un buen año 2018.
Besos.
Qué sensación de indefensión o más que sensación, qué indefensión a palo seco.
Pero estas situaciones no se dan solo en las zonas rurales despobladas, también en las ciudades grandes.
Besos, Soros y muy feliz año nuevo.
P.D. (He cerrado temporalmente el otro blog porque estaba tan despoblado como esos campos de los que hablas, pero tal vez lo reabra en breve. Gracias por todas tus lecturas y comentarios)
Indefensión total y miedo. Tu protagonista pudo contarlo y solo se quedó en las secuelas psicológicas que no se cuentan ni valoran pero que están y en lo material que aunque cueste se puede reparar, el problema es que en muchos casos estos tipejos dejan atrás heridas a personas que estaban durmiendo en sus casas tranquilamente. Se ha hablado mucho de la impunidad y la violencia extrema que usan muchos de estos atracadores que aprovechan casas aisladas y a personas que duermen para saquear las casas.
Hubo un caso muy famoso hace un tiempo en el que acusaron, creo que era el yerno, de la casa a la que estaban robando. No sé cómo fue, pero ¿se debe esperar a que se dañe para que la justicia haga alguna cosa? ¿Cómo valorar en una situación de miedo intenso si tienen armas, si quieren herir de verdad o si solo se trata de asustar o intimidar? Creo que la justicia da demasiadas muestras de ser poco justa.
Te deseo un buen 2018 Soros.
Un abrazo
Palomamzs, es una lástima que hayas cerrado el otro blog. A mí me gustaba mucho.
Conxita, yo creo que quien ve violada su casa, no sabe a lo que se enfrenta, ni a quienes se enfrenta, se ve completamente sorprendido y solo y creo que tendría derecho a defender su vida, su familia y sus propiedades con cualquier medio a su alcance sin incurrir por ello en delito alguno. Pero estoy seguro de que abogados y jueces, si no han pasado por el pánico de estas experiencias, no estarían de acuerdo.
También te deseo un buen 2018.
Un abrazo.
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