23 marzo 2017

23.- El Aprendiz.- La despedida


En casa de Camelia, Lázaro se duchó. Ella, como mejor supo, le curó las heridas que tenía en cuerpo y cara. Destacaban algunos hematomas grandes en el cuerpo pero, seguramente siguiendo las instrucciones del encargado, los macarras casi no le habían pegado en la cara, de modo que estaba reconocible y sólo se dolía de algún chichón en la parte posterior de la cabeza, producto de haber rodado por el apestoso suelo de aquellos servicios.

Camelia le ayudó a limpiar sus ropas y, entre los dos, las dejaron pasables. Luego, desayunaron juntos. Ella había traído de la vieja tahona del pueblo, que abría temprano, una hogaza grande, tostada y crujiente. Comieron huevos fritos con torreznos de esponjosa y crepitante corteza. La mezcla del pringue sabroso y caliente con el pan crujiente estaba tan apetitosa que actuó como un rápido reconstituyente para Lázaro. El café de una segunda cafetera puso un buen final a aquel inesperado y rotundo almuerzo.
-Perdona –dijo Lázaro –por esas confidencias que pensaba guardarme.
-No tiene importancia –dijo Camelia – Ya has visto el honor que Mansoz ha hecho a su palabra.
-Son cosas que te pueden comprometer.
-Calla, Lázaro, si tú supieras las cosas que me cuentan.
-¿Qué quieres decir? ¿Es que no te parece raro lo mío?
-Mira, Lázaro, las prostitutas somos como los vertederos de los sentimientos molestos, de los remordimientos y hasta de algunas acciones inconfesables. Todo lo que los hombres no se atreven a contar, o lo que les avergüenza, o lo que les tortura, o lo que les preocupa, viene a parar a nosotras. Al menos, algunas veces. Si supieras cuanto yo sé, dudarías, como me pasa a mí, de todo. Pero, como la experiencia no se trasmite, de nada sirve que te diga. Contarte historias sería tontería. Ya irás aprendiendo, so pena de que en alguna de éstas te dejes el pellejo. Dios no lo quiera. Aléjate de gentes como a las que has servido.
-Yo no he servido a nadie –protestó Lázaro con vehemencia- Les he dado unas informaciones sin importancia. Diría que me he servido yo de ellos.
-Entre que seas un estúpido o, por joven, un inconsciente,  prefiero quedarme con lo segundo. Lázaro, tú les has estado sirviendo. Eso no tiene vuelta de hoja. Y más vale que lo tengas claro y no vuelvas a caer en situaciones como éstas. No sé si de ésta saldrás bien, pero yo no probaría más veces. Date por librado si todo ha terminado con la paliza. ¿Informaciones sin importancia, dices? ¿En qué mundo vives? ¿Y el muerto?
Lázaro no se atrevió a replicar. Camelia veía las cosas con una claridad de la que él carecía. A su lado se sintió repentinamente un crío, un iluso, un bobo en manos de aquella gente y, lo peor, es que se había creído capaz de manejar la situación. Un sentido abrumador de ridículo se apoderó de él. Y no dijo más porque la vergüenza le dejó sin argumentos, sin ánimo y sin voz.

Camelia, a media mañana, y una vez que Lázaro estuvo presentable y hubo descansado, le llevó de nuevo a Alfambra. Viajaron en silencio. Cuando ella aparcó su utilitario frente a la entrada de la residencia, le dijo:
-Bueno, Lázaro, hasta aquí hemos llegado. Tengo que volverme y dormir lo que pueda hasta que abran el local. Que te vaya bien. Supongo que no te volveré a ver.
-Nunca se sabe, pero creo que no.
-Pues, adiós entonces.
-¿Puedo besarte? –dijo Lázaro con premura y timidez.
Sorprendida, Camelia miró al muchacho y, con una sonrisa, dijo:
-Pues claro, hombre, es lo menos.
Lázaro, por los nervios, la besó torpemente en los labios y apresuradamente bajó del coche y, desde la puerta del recinto de la residencia, le dijo adiós con la mano y ella pudo leer en su boca, y sobre una sonrisa, la palabra gracias. Camelia arrancó el coche y volvió despacio a su casa del pueblo. Durante el trayecto tomó un pañuelo de papel de la caja que llevaba en el salpicadero y se sonó la nariz.

Al entrar Lázaro en el recibidor de la residencia, enseguida percibió algo extraño en la mirada intranquila y nerviosa del conserje. A todas luces parecía que el viejo le estuviera esperando.
Santiago era un hombre mayor con un pie ya puesto en el retiro que, tan pronto como le vio, frunció el ceño y se acercó a él con su rostro bondadoso, de hombre sosegado, cruzado por una señal de preocupación nadando entre las arrugas de su cara.
-El señor director me ha encargado que le diga que ha de recoger sus cosas y marcharse –le espetó de sopetón, como el que cumplía con una penosa obligación y, sabiendo que no puede eludirla, la suelta sin preámbulos.
-¿Pero, cómo es eso, Santiago? -se alarmó Lázaro.
-No lo sé.
-Pero, algo podrá decirme. No entiendo nada.
El conserje bajó el tono de voz y en tono confidencial dijo:
-Anoche vino a verle el comisario con otro, un periodista, creo.
-¿Y qué tengo yo que ver con eso? –quiso disimular Lázaro.
-No lo sé, pero esta mañana ha hablado con el comisario desde el vestíbulo. Le he oído mencionar que usted ha abandonado el servicio, que esta noche no ha dormido en la residencia y que, además, esta mañana no había venido a trabajar.
-Pero he tenido mis razones. Me gustaría hablar con él.
-No va a ser posible. Tras la llamada, tomó esa decisión. Luego me dijo que iba a reunirse con el resto del equipo directivo fuera del centro y que estaría ocupado toda la mañana. Que le dijera lo que acaba de oír y que su decisión era irrevocable y de efecto inmediato.
-Pero, Santiago, no puedo marcharme así. Hasta mañana no sale el coche en el que puedo irme y, además, no tengo un céntimo –dijo Lázaro repentinamente inerme.
-Pues ha de irse, Lázaro, el director no le da alternativa. Hágame el favor de recoger sus cosas y, en cuanto acabe, debe entregarme sus llaves y abandonar la residencia.

Lázaro, abrumado, se dejó caer en una de las sillas del recibidor. Se inclinó y, con los codos sobre las rodillas, apoyó la cabeza entre las palmas de las manos. Estaba abatido, se sentía abandonado en una repentina impotencia. Las consecuencias de haberse enfrentado al director y de eludir las pretensiones de Mansoz afloraban inesperadamente. Su conducta altruista con los alumnos y honrada con el comisario no produjeron sino efectos imprevistos: un palizón y quedarse en la calle sin un duro. ¿Cómo era posible?
Más o menos fue esa la conclusión con la que, el confuso muchacho, justificó aquel repentino despido.

Olvida los principios, doblégate y ve a lo tuyo. Ese dogma, que tantos practican en la vida, lo vislumbró Lázaro por primera vez. El decoro, en unas horas, le había conducido al vacío desde aquella posición suntuosa donde la picardía le tenía instalado.
Aquellos momentos fueron el epitafio a su idealismo juvenil, a su caballerosa honradez recuperada. Y, para colmo, Mansoz y el director confabulados.
Como el conserje dijo, era tontería el insistir. Le convenía irse y cuanto antes. Ya sabía lo que podía esperar de aquella gente.

Recogió sus pertenencias y volvió a meterlas en la vieja maleta de cartón piedra. Tenía alguna ropa nueva y algo de calzado que compró en los días de abundancia. Se arregló con la maleta y una bolsa grande.
No pudo despedirse de nadie pues, a aquellas horas, todo el mundo andaba en sus quehaceres. Dadas las circunstancias, lo agradeció.
Fue a entregar sus llaves a Santiago antes de marchar.
-No debió usted enfrentarse al director cuando el asunto de la Fiesta de la Juventud, usted no sabe cómo las gasta esta gente –dijo Santiago, afable, pero en voz tan queda que casi no era audible.
-Ya no tiene remedio. Muchas gracias por todo y que le vaya bien. Creo que el año que viene se jubila usted, Santiago –dijo Lázaro para cambiar de tema y fingir que ya se había sobrepuesto a su desgracia.
-Pues, sí.
-Que sea enhorabuena y que lo disfrute –dijo Lázaro al tiempo que le tendía la mano al viejo.
Santiago se echó mano a un bolsillo y, mirando precavidamente a los lados, le entregó un sobre marrón de los de la correspondencia oficial.
-Tome. He llamado a la estación y me he enterado de lo que vale el autobús. Más no puedo darle, pero para el billete siquiera…
Lázaro estuvo a punto de abrazar al viejo pero, mirándole a los ojos, le dio las gracias con un largo apretón de manos y, con un nudo en la garganta, se despidió.
-Adiós, señor Santiago. Muchas gracias.
-Adiós, muchacho.

Con la maleta y la bolsa estuvo deambulando por la ciudad. Procuró no dejarse ver por los lugares donde pudieran conocerle, le daba vergüenza su estado de necesidad recién estrenado y también el tener que dar explicaciones de su marcha.
Menos mal que había desayunado hasta hartarse en casa de Camelia.
Lo que le dio Santiago alcanzaba para el autobús, pero no podía gastarlo. El coche de línea salía a las ocho del día siguiente. Con la maleta y la bolsa erró por lugares poco concurridos, sin saber dónde meterse, pues no tenía ni para un café.

Le sorprendió el ocaso junto a la casa del abuelo marino de su amigo Miguel. Había un diminuto parque con tres bancos y media docena de árboles delante de ella. Con las últimas luces del día contempló la ciudad a la derecha y la vega del río en la hondonada. Y recordó un instante la chispa verde del traje de Valeria desde el puente de la enorme casa-navío. Y todo le pareció una ilusión, algo que no le había sucedido a él.

Le pareció que podría pasar la noche allí, durmiendo sobre uno de los bancos. El parquecillo era un sitio discreto y no era lugar de paso.
Pensando en cómo había cambiado su fortuna y en cómo, finalmente, sólo una prostituta y un viejo se habían apiadado de él, se quedó dormido sin rencor.

Serían las dos de la mañana cuando un intenso frío, que le estaba haciendo tiritar, le despertó. Con eso no había contado. Se puso alguna ropa encima pero, a pesar de ello, le taladraba el frío. Se levantó y comenzó a caminar en círculo para entrar en calor, abriendo y cerrando los brazos vigorosamente.
Fue entonces cuando vio el periódico metido en una de las papeleras. Enseguida lo desplegó y se metió varias hojas bajo la ropa pegando con el pecho y con la espalda. Enseguida sintió como retenía bajo el papel el agradable calorcillo de su cuerpo y eso le ayudó a pasar la parte mas fría de la noche.

“El director de la residencia de estudiantes expulsa a un educador por sus actividades licenciosas”, pudo leer, con la luz del día, en el titular del periódico local que le acababa de quitar el frío. Miró la cabecera, había salido la mañana anterior y, por ella, comprendió que todo había sido premeditadamente preparado. Su expulsión de la ciudad se convertía así en un triunfo de la decencia y el orden, ni siquiera le habían dejado el regalo del anonimato.
El artículo se explayaba describiendo cómo el citado educador llevaba una vida propia de un indeseable, frecuentando los ambientes menos recomendables de la ciudad y cómo el director, comprometido con la salud moral y ética de los alumnos, se había visto en la desagradable obligación de echar de la residencia de estudiantes a un sujeto disoluto cuya conducta atentaba contra la buena fama de la institución.

Fue el último golpe. En cuanto terminó de clarear recogió la maleta y la bolsa y comenzó a caminar cabizbajo, con el frío relente de la mañana, hacia la parada de autobuses. Sin reloj, no sabía la hora exacta. Más le valía apresurarse.
Cruzó por última vez el viaducto y los recuerdos, de la muerte de Hilario, de su amor por Valeria, de los paseos, de la pasión, del desengaño… vinieron en tropel a pasearse por su cerebro entumecido y somnoliento. Pero, aunque dolorosas, eran ya todas sensaciones amortiguadas que se desvanecían en su mente como los jirones de neblina bajo el ojo del puente.

Llegó a la plaza, cruzó la explanada hacia la izquierda y bajó las escaleras amplias y pronunciadas que llevaban a la parada de autobuses.
Los tres o cuatro bares de la zona estaban concurridos. La clientela, que como él venía a coger su autobús, tomaba cafés o copas de aguardiente o de coñá o encargaban bocadillos o desayunaban, a la espera de que saliese su coche de línea.
Lázaro sacó el billete en la pequeña ventanilla. No se había engañado el conserje, le dio el importe exacto.
Se acercó al pasamanos desde el que se dominaba la escalinata que bajaba a la estación del tren, al río y al instituto donde su rival Hilario trabajó. Se quedó allí, al calorcillo del sol que empezaba a acariciar tibiamente la cresta del muro, y su vista se perdió distraídamente por las frondosas choperas de los paseos felices con Valeria.

La bocina del autobús le sacó de su ensimismamiento. Subió diligente, mostró su billete, acopló maleta y bolsa en unas redes que servían de portaequipajes y el coche salió sin más. Dejaron atrás ciudad y río, y Lázaro se sintió arrastrado de nuevo por la corriente imprevisible de su vida.


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8 comentarios:

Sara dijo...

Ay, Lázaro, ¿cómo osaste humillar a los halcones?

Los poderosos son aves rapaces que no solo no aceptan un "no" por respuesta, sino que, maestros en el arte de la venganza, no pararan hasta destruirte. Pero ¿aprenderá el ingenuo e idealista Lázaro la lección? ¿Acabará cuidándose solo de sí mismo? Yo creo que su predisposición genética siempre lo encaminará, instintivamente, casi sin darse cuenta, por la senda del idealismo. Él es un idealista aunque pretenda ser otra cosa. El contrapunto, en esta entrega, lo pone Camelia, que, cual Sancho, hace bajar a Lázaro a las entrañas de la tierra.

De nuevo me ha conmovido hasta la lágrima (lo siento, soy de llanto fácil) ese gesto altruista, desinteresado y generoso del conserje.

Besos.

Soros dijo...

Sara, creo que las tentaciones de las personas suelen venir del sexo, del dinero y del poder. Sin embargo, el poder es la más perniciosa porque puede usar todas las demás en su provecho.
Puede que lleves razón, porque aprender no significa necesariamente cambiar de principios sino también guardarse de los que no reconocen principio alguno.
Me alegro de que lo que has leído te haya conmovido. En el fondo, cuando se escribe, se pretende producir alguna emoción en el lector, así que no tienes que pedir disculpas por ello.
Muchas gracias.
Besos.

Conxita Casamitjana dijo...

Pobre Lázaro está aprendiendo a marchas forzadas que no va a resultarle tan fácil olvidar esas equivocaciones que cometió y que el poder tiene memoria que se usa en contra del que se opone. Aunque también está recibiendo "lecciones" de aquellos que menos tienen como la solidaridad y la ayuda.
Desde luego caer en las tentaciones es mucho más fácil que salir.

Un beso

Soros dijo...

Conxita, esta historia es la de un aprendizaje y el que aprende, aunque resulte vapuleado, siempre obtiene de lo aprendido una victoria. Aunque sólo sea una victoria interna de esas que, desde fuera, siempre se asemejan al fracaso. En realidad cualquier aprendizaje es siempre una victoria, aunque la sociedad valore más el triunfo visible del dinero, de la ostentación o de la fama. El aprendizaje es una construcción interior de las personas, una construcción que no caduca y que proporciona libertades que nadie puede clausurar ni abolir.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

Me gusta cuando desde el parque contempla la ciudad, recuerda y todo le parece una ilusión.
Como si no le hubiera pasado a él.
Lázaro se lleva, como has explicado muy bien en la respuesta al comentario, un buen aprendizaje vital.

Soros dijo...

Palomamzs, con el paso del tiempo las cosas se vuelven irreales y uno no sabe si las vivió o las ha imaginado. Eso le pasa a Lázaro cuando los dolores de las más recientes le borran los dolores de las más antiguas. Porque al dolor también terminan las personas por inmunizarse. Algunas, sobre todo, al dolor ajeno. Pero esos no cuentan, porque se suelen dedicar a la política y ya, por decirlo de algún modo, dejan de pertenecer al común de los seres normales.

Ángeles dijo...

Este Ulises regresa a su Ítaca después de sus tremendas aventuras con los cíclopes.
Seguramente sabrá sacar provecho de las experiencias y los aprendizajes que ha acumulado durante su viaje.

Y como me he retrasado, ahora puedo comprobarlo sin esperar.

Soros dijo...

Gracias, Ángeles.
Determinada experiencias sirven toda la vida y seguro que a Lázaro, los peligros pasados, le sirvieron para guardarse de otros en el futuro.