En
casa de Camelia, Lázaro se duchó. Ella, como mejor supo, le curó las heridas que
tenía en cuerpo y cara. Destacaban algunos hematomas grandes en el cuerpo pero,
seguramente siguiendo las instrucciones del encargado, los macarras casi no le
habían pegado en la cara, de modo que estaba reconocible y sólo se dolía de algún
chichón en la parte posterior de la cabeza, producto de haber rodado por el apestoso
suelo de aquellos servicios.
Camelia
le ayudó a limpiar sus ropas y, entre los dos, las dejaron pasables. Luego,
desayunaron juntos. Ella había traído de la vieja tahona del pueblo, que abría temprano,
una hogaza grande, tostada y crujiente. Comieron huevos fritos con torreznos de
esponjosa y crepitante corteza. La mezcla del pringue sabroso y caliente con el
pan crujiente estaba tan apetitosa que actuó como un rápido reconstituyente
para Lázaro. El café de una segunda cafetera puso un buen final a aquel
inesperado y rotundo almuerzo.
-Perdona –dijo Lázaro –por esas confidencias que
pensaba guardarme.
-No tiene importancia –dijo Camelia – Ya has visto el
honor que Mansoz ha hecho a su palabra.
-Son cosas que te pueden comprometer.
-Calla, Lázaro, si tú supieras las cosas que me
cuentan.
-¿Qué quieres decir? ¿Es que no te parece raro lo mío?
-Mira, Lázaro, las prostitutas somos como los
vertederos de los sentimientos molestos, de los remordimientos y hasta de algunas
acciones inconfesables. Todo lo que los hombres no se atreven a contar, o lo
que les avergüenza, o lo que les tortura, o lo que les preocupa, viene a parar
a nosotras. Al menos, algunas veces. Si supieras cuanto yo sé, dudarías, como
me pasa a mí, de todo. Pero, como la experiencia no se trasmite, de nada sirve
que te diga. Contarte historias sería tontería. Ya irás aprendiendo, so pena de
que en alguna de éstas te dejes el pellejo. Dios no lo quiera. Aléjate de
gentes como a las que has servido.
-Yo no he servido a nadie –protestó Lázaro con
vehemencia- Les he dado unas informaciones sin importancia. Diría que me he
servido yo de ellos.
-Entre que seas un estúpido o, por joven, un
inconsciente, prefiero quedarme con lo
segundo. Lázaro, tú les has estado sirviendo. Eso no tiene vuelta de hoja. Y
más vale que lo tengas claro y no vuelvas a caer en situaciones como éstas. No
sé si de ésta saldrás bien, pero yo no probaría más veces. Date por librado si
todo ha terminado con la paliza. ¿Informaciones sin importancia, dices? ¿En qué
mundo vives? ¿Y el muerto?
Lázaro
no se atrevió a replicar. Camelia veía las cosas con una claridad de la que él
carecía. A su lado se sintió repentinamente un crío, un iluso, un bobo en manos
de aquella gente y, lo peor, es que se había creído capaz de manejar la
situación. Un sentido abrumador de ridículo se apoderó de él. Y no dijo más
porque la vergüenza le dejó sin argumentos, sin ánimo y sin voz.
Camelia,
a media mañana, y una vez que Lázaro estuvo presentable y hubo descansado, le
llevó de nuevo a Alfambra. Viajaron en silencio. Cuando ella aparcó su
utilitario frente a la entrada de la residencia, le dijo:
-Bueno, Lázaro, hasta aquí hemos llegado. Tengo que
volverme y dormir lo que pueda hasta que abran el local. Que te vaya bien.
Supongo que no te volveré a ver.
-Nunca se sabe, pero creo que no.
-Pues, adiós entonces.
-¿Puedo besarte? –dijo Lázaro con premura y timidez.
Sorprendida, Camelia miró al muchacho y, con una
sonrisa, dijo:
-Pues claro, hombre, es lo menos.
Lázaro,
por los nervios, la besó torpemente en los labios y apresuradamente bajó del
coche y, desde la puerta del recinto de la residencia, le dijo adiós con la
mano y ella pudo leer en su boca, y sobre una sonrisa, la palabra gracias.
Camelia arrancó el coche y volvió despacio a su casa del pueblo. Durante el
trayecto tomó un pañuelo de papel de la caja que llevaba en el salpicadero y se
sonó la nariz.
Al
entrar Lázaro en el recibidor de la residencia, enseguida percibió algo extraño
en la mirada intranquila y nerviosa del conserje. A todas luces parecía que el
viejo le estuviera esperando.
Santiago
era un hombre mayor con un pie ya puesto en el retiro que, tan pronto como le
vio, frunció el ceño y se acercó a él con su rostro bondadoso, de hombre
sosegado, cruzado por una señal de preocupación nadando entre las arrugas de su
cara.
-El señor director me ha encargado que le diga que ha
de recoger sus cosas y marcharse –le espetó de sopetón, como el que cumplía con
una penosa obligación y, sabiendo que no puede eludirla, la suelta sin
preámbulos.
-¿Pero, cómo es eso, Santiago? -se alarmó Lázaro.
-No lo sé.
-Pero, algo podrá decirme. No entiendo nada.
El
conserje bajó el tono de voz y en tono confidencial dijo:
-Anoche vino a verle el comisario con otro, un
periodista, creo.
-¿Y qué tengo yo que ver con eso? –quiso disimular
Lázaro.
-No lo sé, pero esta mañana ha hablado con el
comisario desde el vestíbulo. Le he oído mencionar que usted ha abandonado el
servicio, que esta noche no ha dormido en la residencia y que, además, esta
mañana no había venido a trabajar.
-Pero he tenido mis razones. Me gustaría hablar con
él.
-No va a ser posible. Tras la llamada, tomó esa
decisión. Luego me dijo que iba a reunirse con el resto del equipo directivo
fuera del centro y que estaría ocupado toda la mañana. Que le dijera lo que
acaba de oír y que su decisión era irrevocable y de efecto inmediato.
-Pero, Santiago, no puedo marcharme así. Hasta mañana
no sale el coche en el que puedo irme y, además, no tengo un céntimo –dijo
Lázaro repentinamente inerme.
-Pues ha de irse, Lázaro, el director no le da
alternativa. Hágame el favor de recoger sus cosas y, en cuanto acabe, debe
entregarme sus llaves y abandonar la residencia.
Lázaro,
abrumado, se dejó caer en una de las sillas del recibidor. Se inclinó y, con
los codos sobre las rodillas, apoyó la cabeza entre las palmas de las manos.
Estaba abatido, se sentía abandonado en una repentina impotencia. Las consecuencias de haberse enfrentado al
director y de eludir las pretensiones de Mansoz afloraban inesperadamente. Su
conducta altruista con los alumnos y honrada con el comisario no produjeron
sino efectos imprevistos: un palizón y quedarse en la calle sin un duro. ¿Cómo
era posible?
Más
o menos fue esa la conclusión con la que, el confuso muchacho, justificó aquel
repentino despido.
Olvida
los principios, doblégate y ve a lo tuyo. Ese dogma, que tantos practican en la
vida, lo vislumbró Lázaro por primera vez. El decoro, en unas horas, le había conducido
al vacío desde aquella posición suntuosa donde la picardía le tenía instalado.
Aquellos
momentos fueron el epitafio a su idealismo juvenil, a su caballerosa honradez
recuperada. Y, para colmo, Mansoz y el director confabulados.
Como
el conserje dijo, era tontería el insistir. Le convenía irse y cuanto antes. Ya
sabía lo que podía esperar de aquella gente.
Recogió
sus pertenencias y volvió a meterlas en la vieja maleta de cartón piedra. Tenía
alguna ropa nueva y algo de calzado que compró en los días de abundancia. Se
arregló con la maleta y una bolsa grande.
No
pudo despedirse de nadie pues, a aquellas horas, todo el mundo andaba en sus
quehaceres. Dadas las circunstancias, lo agradeció.
Fue
a entregar sus llaves a Santiago antes de marchar.
-No debió usted enfrentarse al director cuando el
asunto de la Fiesta de la Juventud, usted no sabe cómo las gasta esta gente
–dijo Santiago, afable, pero en voz tan queda que casi no era audible.
-Ya no tiene remedio. Muchas gracias por todo y que
le vaya bien. Creo que el año que viene se jubila usted, Santiago –dijo Lázaro
para cambiar de tema y fingir que ya se había sobrepuesto a su desgracia.
-Pues, sí.
-Que sea enhorabuena y que lo disfrute –dijo Lázaro
al tiempo que le tendía la mano al viejo.
Santiago
se echó mano a un bolsillo y, mirando precavidamente a los lados, le entregó un
sobre marrón de los de la correspondencia oficial.
-Tome. He llamado a la estación y me he enterado de
lo que vale el autobús. Más no puedo darle, pero para el billete siquiera…
Lázaro
estuvo a punto de abrazar al viejo pero, mirándole a los ojos, le dio las
gracias con un largo apretón de manos y, con un nudo en la garganta, se
despidió.
-Adiós, señor Santiago. Muchas gracias.
-Adiós, muchacho.
Con
la maleta y la bolsa estuvo deambulando por la ciudad. Procuró no dejarse ver
por los lugares donde pudieran conocerle, le daba vergüenza su estado de
necesidad recién estrenado y también el tener que dar explicaciones de su
marcha.
Menos
mal que había desayunado hasta hartarse en casa de Camelia.
Lo
que le dio Santiago alcanzaba para el autobús, pero no podía gastarlo. El coche
de línea salía a las ocho del día siguiente. Con la maleta y la bolsa erró por
lugares poco concurridos, sin saber dónde meterse, pues no tenía ni para un
café.
Le
sorprendió el ocaso junto a la casa del abuelo marino de su amigo Miguel. Había
un diminuto parque con tres bancos y media docena de árboles delante de ella.
Con las últimas luces del día contempló la ciudad a la derecha y la vega del
río en la hondonada. Y recordó un instante la chispa verde del traje de Valeria
desde el puente de la enorme casa-navío. Y todo le pareció una ilusión, algo
que no le había sucedido a él.
Le
pareció que podría pasar la noche allí, durmiendo sobre uno de los bancos. El
parquecillo era un sitio discreto y no era lugar de paso.
Pensando
en cómo había cambiado su fortuna y en cómo, finalmente, sólo una prostituta y
un viejo se habían apiadado de él, se quedó dormido sin rencor.
Serían
las dos de la mañana cuando un intenso frío, que le estaba haciendo tiritar, le
despertó. Con eso no había contado. Se puso alguna ropa encima pero, a pesar de
ello, le taladraba el frío. Se levantó y comenzó a caminar en círculo para
entrar en calor, abriendo y cerrando los brazos vigorosamente.
Fue
entonces cuando vio el periódico metido en una de las papeleras. Enseguida lo
desplegó y se metió varias hojas bajo la ropa pegando con el pecho y con la
espalda. Enseguida sintió como retenía bajo el papel el agradable calorcillo de
su cuerpo y eso le ayudó a pasar la parte mas fría de la noche.
“El
director de la residencia de estudiantes expulsa a un educador por sus
actividades licenciosas”, pudo leer, con la luz del día, en el titular del
periódico local que le acababa de quitar el frío. Miró la cabecera, había salido
la mañana anterior y, por ella, comprendió que todo había sido premeditadamente
preparado. Su expulsión de la ciudad se convertía así en un triunfo de la
decencia y el orden, ni siquiera le habían dejado el regalo del anonimato.
El
artículo se explayaba describiendo cómo el citado educador llevaba una vida propia
de un indeseable, frecuentando los ambientes menos recomendables de la ciudad y
cómo el director, comprometido con la salud moral y ética de los alumnos, se
había visto en la desagradable obligación de echar de la residencia de
estudiantes a un sujeto disoluto cuya conducta atentaba contra la buena fama de
la institución.
Fue
el último golpe. En cuanto terminó de clarear recogió la maleta y la bolsa y
comenzó a caminar cabizbajo, con el frío relente de la mañana, hacia la parada
de autobuses. Sin reloj, no sabía la hora exacta. Más le valía apresurarse.
Cruzó
por última vez el viaducto y los recuerdos, de la muerte de Hilario, de su amor
por Valeria, de los paseos, de la pasión, del desengaño… vinieron en tropel a
pasearse por su cerebro entumecido y somnoliento. Pero, aunque dolorosas, eran
ya todas sensaciones amortiguadas que se desvanecían en su mente como los jirones
de neblina bajo el ojo del puente.
Llegó
a la plaza, cruzó la explanada hacia la izquierda y bajó las escaleras amplias y
pronunciadas que llevaban a la parada de autobuses.
Los
tres o cuatro bares de la zona estaban concurridos. La clientela, que como él
venía a coger su autobús, tomaba cafés o copas de aguardiente o de coñá o
encargaban bocadillos o desayunaban, a la espera de que saliese su coche de línea.
Lázaro
sacó el billete en la pequeña ventanilla. No se había engañado el conserje, le
dio el importe exacto.
Se
acercó al pasamanos desde el que se dominaba la escalinata que bajaba a la
estación del tren, al río y al instituto donde su rival Hilario trabajó. Se
quedó allí, al calorcillo del sol que empezaba a acariciar tibiamente la cresta
del muro, y su vista se perdió distraídamente por las frondosas choperas de los
paseos felices con Valeria.
La
bocina del autobús le sacó de su ensimismamiento. Subió diligente, mostró su
billete, acopló maleta y bolsa en unas redes que servían de portaequipajes y el
coche salió sin más. Dejaron atrás ciudad y río, y Lázaro se sintió arrastrado
de nuevo por la corriente imprevisible de su vida.
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8 comentarios:
Ay, Lázaro, ¿cómo osaste humillar a los halcones?
Los poderosos son aves rapaces que no solo no aceptan un "no" por respuesta, sino que, maestros en el arte de la venganza, no pararan hasta destruirte. Pero ¿aprenderá el ingenuo e idealista Lázaro la lección? ¿Acabará cuidándose solo de sí mismo? Yo creo que su predisposición genética siempre lo encaminará, instintivamente, casi sin darse cuenta, por la senda del idealismo. Él es un idealista aunque pretenda ser otra cosa. El contrapunto, en esta entrega, lo pone Camelia, que, cual Sancho, hace bajar a Lázaro a las entrañas de la tierra.
De nuevo me ha conmovido hasta la lágrima (lo siento, soy de llanto fácil) ese gesto altruista, desinteresado y generoso del conserje.
Besos.
Sara, creo que las tentaciones de las personas suelen venir del sexo, del dinero y del poder. Sin embargo, el poder es la más perniciosa porque puede usar todas las demás en su provecho.
Puede que lleves razón, porque aprender no significa necesariamente cambiar de principios sino también guardarse de los que no reconocen principio alguno.
Me alegro de que lo que has leído te haya conmovido. En el fondo, cuando se escribe, se pretende producir alguna emoción en el lector, así que no tienes que pedir disculpas por ello.
Muchas gracias.
Besos.
Pobre Lázaro está aprendiendo a marchas forzadas que no va a resultarle tan fácil olvidar esas equivocaciones que cometió y que el poder tiene memoria que se usa en contra del que se opone. Aunque también está recibiendo "lecciones" de aquellos que menos tienen como la solidaridad y la ayuda.
Desde luego caer en las tentaciones es mucho más fácil que salir.
Un beso
Conxita, esta historia es la de un aprendizaje y el que aprende, aunque resulte vapuleado, siempre obtiene de lo aprendido una victoria. Aunque sólo sea una victoria interna de esas que, desde fuera, siempre se asemejan al fracaso. En realidad cualquier aprendizaje es siempre una victoria, aunque la sociedad valore más el triunfo visible del dinero, de la ostentación o de la fama. El aprendizaje es una construcción interior de las personas, una construcción que no caduca y que proporciona libertades que nadie puede clausurar ni abolir.
Un abrazo.
Me gusta cuando desde el parque contempla la ciudad, recuerda y todo le parece una ilusión.
Como si no le hubiera pasado a él.
Lázaro se lleva, como has explicado muy bien en la respuesta al comentario, un buen aprendizaje vital.
Palomamzs, con el paso del tiempo las cosas se vuelven irreales y uno no sabe si las vivió o las ha imaginado. Eso le pasa a Lázaro cuando los dolores de las más recientes le borran los dolores de las más antiguas. Porque al dolor también terminan las personas por inmunizarse. Algunas, sobre todo, al dolor ajeno. Pero esos no cuentan, porque se suelen dedicar a la política y ya, por decirlo de algún modo, dejan de pertenecer al común de los seres normales.
Este Ulises regresa a su Ítaca después de sus tremendas aventuras con los cíclopes.
Seguramente sabrá sacar provecho de las experiencias y los aprendizajes que ha acumulado durante su viaje.
Y como me he retrasado, ahora puedo comprobarlo sin esperar.
Gracias, Ángeles.
Determinada experiencias sirven toda la vida y seguro que a Lázaro, los peligros pasados, le sirvieron para guardarse de otros en el futuro.
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