Llegó
el día. Acabado su trabajo en la residencia, hecho el silencio y entrada ya la
noche, Lázaro se encaminó hacia el burdel.
Llevaría
a término lo comunicado a Mansoz en su último informe. Sería el fin de su
colaboración con la policía. Recibiría el último de sus ingresos a cuenta, según
suponía, del erario público. Contaba con aquellos billetes para terminar su
estancia en Alfambra y, en cierto modo, los consideraba su finiquito.
Se
sentía rehabilitado por la decisión de renunciar a aquella cómoda, aunque
denigrante, vida de soplón circunstancial. Orgulloso, pensó que cada uno de los
pasos que daba en su paseo nocturno le aproximaba a su regeneración.
Según
caminaba hacia el tugurio, atravesando la ciudad, no paró de pensar. Ponderaba lo
correcta y desapasionadamente que, por una vez, había razonado. Cómo se estaba
apartando tan oportunamente de todo aquello. Cómo, de un modo educado,
tranquilo y agradecido, se las estaba arreglando para salir caballerosamente de
la red que Mansoz le había tendido.
Tal
como las cosas se habían puesto, no debía continuar en su labor de confidente. Estaba
claro.
Sin
embargo, tenía que reconocer que, inesperadamente, Mansoz le había ofrecido una
salida discreta y airosa de todo aquello. Iba pensando que, tal vez, el
comisario no fuera tan ruin como pensó al principio. Al fin y al cabo, y pese a
las tentaciones pecuniarias, le ofreció la posibilidad de un abandono discreto,
digno y anónimo de sus actividades vergonzantes.
Pero,
olvidando a Mansoz, iba Lazaro úfano de sí mismo por cómo, después de meses
engolosinado por ese bienestar tan muelle, había sido capaz de recobrar el tino
y seguir los dictados de su buen criterio.
Y
es que Lázaro aún tenía confianza en la palabra de los hombres que, sin
probadas razones, tenía por sagrada. E igual pensaba de la caballerosidad, que
hasta los más truhanes, pensaba el infeliz, reservaban para los que tenían por
iguales, socios o por asimilados.
Al
entrar en el bar, apenas traspasado el umbral y en cuanto los camareros le vieron,
notó como uno de ellos, precipitadamente, se escabulló escaleras arriba. Sin
duda subía a avisar al encargado. No le extrañó, era lo normal cuando se
presentaba en el local los días acordados.
Sintió
ganas de orinar, por lo que entró, no sin repugnancia, a los chocrosos
servicios que descubriera el primer día.
Todo
seguía en el mismo estado de asquerosa decrepitud y suciedad. Orinó y, apenas
se lavó las manos con mucha prevención en el lavabo menos roto, buscó algo
limpio con lo que secárselas. Tuvo que echar mano al bolsillo y secarse con su
pañuelo pues, no digamos toalla, ni siquiera papel encontró.
Fue
en ese momento cuando se abrió de un golpe la puerta de los lavabos y la luz
del bar los iluminó bruscamente. También entró una oleada de música. Alguien
había puesto la máquina de discos a todo volumen. Julio Iglesias cantaba “La
vida sigue igual” y distinguió por unos segundos su voz melosa, “…unos que
ríen, otros llorarán…”, hasta que un portazo la cercenó de golpe.
De
los tres hombres que habían entrado, dos le miraban, plantados como estatuas a
los lados de la puerta con los brazos en jarras, y el tercero, el encargado, la
atrancaba con parsimonia tras haberla cerrado de golpe. Candada la puerta desde
dentro, el encargado se volvió hacia él y dijo:
-El comisario Mansoz nos ha contado lo bromista que
es usted. También ha tenido la delicadeza de decirnos que hoy nos haría su
última visita, así que les he pedido a estos amigos que acudieran para
despedirle. Y le vamos a despedir, como usted se merece, de modo que nos
conserve siempre en su memoria.
Los
tres hombres se abalanzaron sobre Lázaro y éste, sorprendido y asustado, al
tiempo que recibía un tremendo puñetazo en el estómago, escuchó:
-No le marquéis la cara. Aún es menor.
Fue
lo último que oyó. Después le vino una tanda de golpes, una hacienda de
puñetazos y una catarata de patadas por todos lados. Cayó al suelo y perdió
toda noción.
Alguien,
con no mucha fuerza, le zarandeaba. Tenía la mente perdida y una sensación un
tanto dulce, estúpida y vaga pero, simultáneamente, de frío muy intenso.
-Vamos, chico. Levanta. Espabila, ¿cuánto llevas
tirado aquí? Arriba, que te vas a helar.
Tras
mucha voluntad por parte de quien le zarandeaba, Lázaro abrió los ojos. Tardó
unos larguísimos segundos en reconocer a Camelia, la prostituta que le consoló el
día del observatorio. Entonces hizo un intento por levantarse pero notó cómo le
dolían las costillas y la espalda y, después, el fondo de dolor retardado que
le venía del estómago, y de las nalgas, y del bajo vientre… y recordó que le
habían dado una paliza en los mugrosos servicios del burdel. Se miró y vio que
estaba sucio, maloliente, con manchas en el pantalón y la chaqueta cuyo origen
era preferible no indagar.
-¿Dónde estamos? ¿Por qué estoy aquí?
-Estás tirado en un callejón, cerca del bar donde trabajo,
¿recuerdas? En cuanto a por qué estás aquí, eso tú lo sabrás.
Camelia
tenía un coche pequeño, aparcado a unos cien metros de allí. Le ayudó a llegar
a él. Lázaro quiso mirar su reloj pero no lo tenía.
-¿Qué hora es?
-Está casi amaneciendo.
-Llévame al otro lado del viaducto, tengo que llegar
a la residencia donde trabajo.
-Pero, ¿tú te has visto?, déjate de historias. Vivo
cerca de aquí, en un pueblo pequeño. Te llevaré conmigo y en mi casa te asearás
un poco para que estés presentable. No creo que tenga importancia que, por un
día, llegues tarde al trabajo.
Lázaro
no replicó, se sentía agotado. Ella puso el coche en marcha y despacio atravesó
las solitarias calles de la ciudad en la penumbra indefinida del amanecer. La
calefacción del modesto coche entonó un poco a Lázaro, entumecido por el frío y
aturdido aún por los golpes. Ansiosamente se palpó los bolsillos. Tenía la
cartera pero, al sacarla, comprobó que sólo le habían dejado la documentación.
En los bolsillos tampoco tenía una sola moneda. Le habían dejado sin un
céntimo, pues todo cuanto tenía acostumbraba a llevarlo encima. Pese a su
preocupación, en los quince minutos del trayecto, no pudo evitar el quedarse adormilado,
con las mejillas repentinamente ardientes por el cambio de temperatura y por la
febrícula que en su cuerpo se iniciaba.
Ella
le espabiló y le ayudó a entrar en una casa baja, pequeña y fría de un pueblo
cercano, al que Lázaro, al quedarse dormido, no había podido identificar por
los indicadores de la carretera. Le acomodó en un sofá, le echó una manta encima
y enseguida encendió una estufa de leña con unos papeles y unas astillas. Ésta,
al arder en ella dos grandes tacos de madera que Camelia echó después, templó
en pocos minutos la habitación.
-Bueno, me quieres decir qué es lo que te ha pasado.
Lázaro
tenía aún la mente confusa. Tampoco sabía si debía contarle a esa mujer aquel
enredo pero, sin saber la razón, dijo:
-Haz café, por favor. Ahora te lo cuento todo.
Camelia,
sin dilación, encendió un hornillo de butano que estaba en una habitación
adjunta que hacía de cocina, tomó de una estantería una cafetera de aluminio,
de esas que se dividen en dos partes y se enroscan, y se puso a la tarea.
Lázaro, mientras tanto, sopesaba el cumplir o no con lo que había prometido, lo
de olvidar para siempre y no mencionar sus pasadas actividades. Pero
repentinamente, sintió vergüenza de sí mismo. Camelia le había recogido. Una
persona que le conocía de un día, bueno de una noche, le había amparado. Sin pensárselo,
le había llevado a su casa. Y todo esto, sabiendo que él conocía su condición
de prostituta. Y le dio vergüenza el dudar de quien tan desinteresadamente le
ayudaba y así, cuando ella trajo la bandeja con la cafetera humeante y las dos
tazas, ya tenía decidido contarle la verdad.
Sin
entender los caminos que la confianza elige, se vio desvelando a Camelia todo
lo que a Valeria ocultó.
Cuando
terminó, ella sacó de un armarito de formica brillante, imitando madera
exótica, una botella de coñá, sirvió dos copas y dijo:
-Lázaro, tienes mucha suerte.
-¿Todavía te parece que tengo suerte? –dijo él – ¿Es
que no te has fijado en cómo me han puesto?
-Sí, ya te veo. Pero lo tuyo en un par de semanas
habrá desaparecido.
-Y qué te parece, entonces, ¿qué tendrían que haberme
hecho?
-Más bien se trata de lo que podrían haberte hecho. Podrías
haber seguido la suerte de Hilario. Te ha salvado el hecho de que no pareces
saber gran cosa y, sobre todo, que lo de Hilario está aún muy reciente y no se
han arriesgado a repetir la suerte. Incluso en los días que vivimos, dos
muertes por suicidio, en tan poco tiempo y entre gentes relacionadas, habrían
dado mucho que hablar. Eso puede haberte salvado –y cambiando de tema, dijo – ¿Sabes?,
me alegro de que no seas policía. No me lo pareciste el día que te conocí.
-¿Por eso no me quisiste cobrar?
-No fue por eso. Fue porque fuiste cariñoso –dijo
Camelia, ocultando que también le pareció entonces, y aún ahora, un ser ingenuo
y desvalido perdido a su suerte.
8 comentarios:
No sé si se me han saltado las lágrimas de rabia, de impotencia o de ambas cosas a la vez.
Camelia es un ángel sabio como pocos, Lázaro debería seguirla.
Brillante capítulo.
Besos.
Gracias, Sara.
A mí me parece que Lázaro, antes de seguir a nadie, debería encontrarse definitivamente consigo mismo. Las personas con las que va topando influyen en él de una manera u otra. Pero, al final, ha de ser él el que afronte cómo quiere vivir y bajo qué ética o moral.
Parece que volver al "buen camino" no le esta siendo precisamente fácil.
No te aflijas tanto, mujer, esto es sólo un relato, la vida, a veces, es mucho más cruel.
Besos.
Ahora sí que le va a costar volver a creer en la palabra de los hombres y en su caballerosidad.
Menudo encontronazo con la maldad del mundo.
Menos mal que también se topó con la bondad, representada por Camelia.
Si va a ser un visionario Julio Iglesias, "la vida sigue igual".
Palomamzs, más que creer, lo que Lázaro tenía que aprender era a distinguir. Siendo la palabra lo que diferencia a las personas de los otros seres vivos, el no creer en ella por sistema es tan inicuo como creer siempre en ella. Y, además, lo mismo que la maldad aparece de improviso, también la bondad surge de donde menos se espera. Así que vivir la vida de "inocente" tiene tan poco sentido como vivirla permanentemente de "sobrado".
Esas generalidades que cantaba Yulio siempre triunfan en el "saber popular", del mismo modo que lo hacen esos sabios y manidos refranes "Piensa mal y acertarás" o "Paso corto, mirada larga y no fiarse de nadie" o tantas otras muestras de sabiduría tosca como decimos a diario. Pero la vida ha de vivirse con finura, administrando creencias y dudas, y aprendiendo bondad hasta el final. Creo.
Bueno es que Lázaro está pecando de ingenuo si se creía que lo iban a dejar salir tan tranquilamente, está recibiendo una dosis de realidad a toda velocidad, volver al buen camino no siempre es fácil porque se molesta.
Me ha gustado esa prostituta desinteresada y cariñosa con el pobre ingenuo.
Un saludo
Ya me parecía a mí que lo de Mansoz no iba a ser tan fácil como simplemente renunciar. Y creo, como dice Camelia, que después de todo ha tenido suerte. Podría haber sido peor.
Me ha gustado la idea de que le cuente a Camelia cosas que no le contó a Valeria. Porque es muy verdadero que a veces nos abrimos más con personas a las que apenas conocemos que con otras con las que tenemos más intimidad. ¿Será porque nos importa menos lo que piense de nosotros esa persona, o porque nos inspira confianza a pesar de no conocerla?
Conxita, llevas razón, siempre es más fácil caer en una trampa que salir de ella. Y, aunque en la vida aprendamos a vislumbrar el mal y a protegernos de él, el bien suele sorprendernos y, muchas veces, nos coge por sorpresa y se recibe de quien menos se espera.
Gracias por seguir y comentar este relato.
Ángeles, los caminos de la confianza son extraños. Creo que la mayor parte de las personas estamos más habituadas a hablar que a escuchar y, a veces hasta tal punto, que hablamos sin que nos escuchen y no escuchamos cuando nos hablan. Sin darnos cuenta, vivimos cada cual con su monólogo. Un antídoto contra esto puede ser la escritura pues, por las contestaciones a lo que escribimos, siempre se percibe si el interlocutor escuchó. Tal vez por esta razón al intercambio de escritos se le llama con el bonito nombre de "correspondencia".
Gracias por seguir el relato y por los comentarios.
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