21 marzo 2017

22.- El Aprendiz: El caballeroso acuerdo


Llegó el día. Acabado su trabajo en la residencia, hecho el silencio y entrada ya la noche, Lázaro se encaminó hacia el burdel.
Llevaría a término lo comunicado a Mansoz en su último informe. Sería el fin de su colaboración con la policía. Recibiría el último de sus ingresos a cuenta, según suponía, del erario público. Contaba con aquellos billetes para terminar su estancia en Alfambra y, en cierto modo, los consideraba su finiquito.
Se sentía rehabilitado por la decisión de renunciar a aquella cómoda, aunque denigrante, vida de soplón circunstancial. Orgulloso, pensó que cada uno de los pasos que daba en su paseo nocturno le aproximaba a su regeneración.

Según caminaba hacia el tugurio, atravesando la ciudad, no paró de pensar. Ponderaba lo correcta y desapasionadamente que, por una vez, había razonado. Cómo se estaba apartando tan oportunamente de todo aquello. Cómo, de un modo educado, tranquilo y agradecido, se las estaba arreglando para salir caballerosamente de la red que Mansoz le había tendido.
Tal como las cosas se habían puesto, no debía continuar en su labor de confidente. Estaba claro.
Sin embargo, tenía que reconocer que, inesperadamente, Mansoz le había ofrecido una salida discreta y airosa de todo aquello. Iba pensando que, tal vez, el comisario no fuera tan ruin como pensó al principio. Al fin y al cabo, y pese a las tentaciones pecuniarias, le ofreció la posibilidad de un abandono discreto, digno y anónimo de sus actividades vergonzantes.
Pero, olvidando a Mansoz, iba Lazaro úfano de sí mismo por cómo, después de meses engolosinado por ese bienestar tan muelle, había sido capaz de recobrar el tino y seguir los dictados de su buen criterio.
Y es que Lázaro aún tenía confianza en la palabra de los hombres que, sin probadas razones, tenía por sagrada. E igual pensaba de la caballerosidad, que hasta los más truhanes, pensaba el infeliz, reservaban para los que tenían por iguales, socios o por asimilados.

Al entrar en el bar, apenas traspasado el umbral y en cuanto los camareros le vieron, notó como uno de ellos, precipitadamente, se escabulló escaleras arriba. Sin duda subía a avisar al encargado. No le extrañó, era lo normal cuando se presentaba en el local los días acordados.
Sintió ganas de orinar, por lo que entró, no sin repugnancia, a los chocrosos servicios que descubriera el primer día.
Todo seguía en el mismo estado de asquerosa decrepitud y suciedad. Orinó y, apenas se lavó las manos con mucha prevención en el lavabo menos roto, buscó algo limpio con lo que secárselas. Tuvo que echar mano al bolsillo y secarse con su pañuelo pues, no digamos toalla, ni siquiera papel encontró.

Fue en ese momento cuando se abrió de un golpe la puerta de los lavabos y la luz del bar los iluminó bruscamente. También entró una oleada de música. Alguien había puesto la máquina de discos a todo volumen. Julio Iglesias cantaba “La vida sigue igual” y distinguió por unos segundos su voz melosa, “…unos que ríen, otros llorarán…”, hasta que un portazo la cercenó de golpe.
De los tres hombres que habían entrado, dos le miraban, plantados como estatuas a los lados de la puerta con los brazos en jarras, y el tercero, el encargado, la atrancaba con parsimonia tras haberla cerrado de golpe. Candada la puerta desde dentro, el encargado se volvió hacia él y dijo:
-El comisario Mansoz nos ha contado lo bromista que es usted. También ha tenido la delicadeza de decirnos que hoy nos haría su última visita, así que les he pedido a estos amigos que acudieran para despedirle. Y le vamos a despedir, como usted se merece, de modo que nos conserve siempre en su memoria.
Los tres hombres se abalanzaron sobre Lázaro y éste, sorprendido y asustado, al tiempo que recibía un tremendo puñetazo en el estómago, escuchó:
-No le marquéis la cara. Aún es menor.
Fue lo último que oyó. Después le vino una tanda de golpes, una hacienda de puñetazos y una catarata de patadas por todos lados. Cayó al suelo y perdió toda noción.

Alguien, con no mucha fuerza, le zarandeaba. Tenía la mente perdida y una sensación un tanto dulce, estúpida y vaga pero, simultáneamente, de frío muy intenso.
-Vamos, chico. Levanta. Espabila, ¿cuánto llevas tirado aquí? Arriba, que te vas a helar.
Tras mucha voluntad por parte de quien le zarandeaba, Lázaro abrió los ojos. Tardó unos larguísimos segundos en reconocer a Camelia, la prostituta que le consoló el día del observatorio. Entonces hizo un intento por levantarse pero notó cómo le dolían las costillas y la espalda y, después, el fondo de dolor retardado que le venía del estómago, y de las nalgas, y del bajo vientre… y recordó que le habían dado una paliza en los mugrosos servicios del burdel. Se miró y vio que estaba sucio, maloliente, con manchas en el pantalón y la chaqueta cuyo origen era preferible no indagar.
-¿Dónde estamos? ¿Por qué estoy aquí?
-Estás tirado en un callejón, cerca del bar donde trabajo, ¿recuerdas? En cuanto a por qué estás aquí, eso tú lo sabrás.
Camelia tenía un coche pequeño, aparcado a unos cien metros de allí. Le ayudó a llegar a él. Lázaro quiso mirar su reloj pero no lo tenía.
-¿Qué hora es?
-Está casi amaneciendo.
-Llévame al otro lado del viaducto, tengo que llegar a la residencia donde trabajo.
-Pero, ¿tú te has visto?, déjate de historias. Vivo cerca de aquí, en un pueblo pequeño. Te llevaré conmigo y en mi casa te asearás un poco para que estés presentable. No creo que tenga importancia que, por un día, llegues tarde al trabajo.
Lázaro no replicó, se sentía agotado. Ella puso el coche en marcha y despacio atravesó las solitarias calles de la ciudad en la penumbra indefinida del amanecer. La calefacción del modesto coche entonó un poco a Lázaro, entumecido por el frío y aturdido aún por los golpes. Ansiosamente se palpó los bolsillos. Tenía la cartera pero, al sacarla, comprobó que sólo le habían dejado la documentación. En los bolsillos tampoco tenía una sola moneda. Le habían dejado sin un céntimo, pues todo cuanto tenía acostumbraba a llevarlo encima. Pese a su preocupación, en los quince minutos del trayecto, no pudo evitar el quedarse adormilado, con las mejillas repentinamente ardientes por el cambio de temperatura y por la febrícula que en su cuerpo se iniciaba.

Ella le espabiló y le ayudó a entrar en una casa baja, pequeña y fría de un pueblo cercano, al que Lázaro, al quedarse dormido, no había podido identificar por los indicadores de la carretera. Le acomodó en un sofá, le echó una manta encima y enseguida encendió una estufa de leña con unos papeles y unas astillas. Ésta, al arder en ella dos grandes tacos de madera que Camelia echó después, templó en pocos minutos la habitación.
-Bueno, me quieres decir qué es lo que te ha pasado.
Lázaro tenía aún la mente confusa. Tampoco sabía si debía contarle a esa mujer aquel enredo pero, sin saber la razón, dijo:
-Haz café, por favor. Ahora te lo cuento todo.

Camelia, sin dilación, encendió un hornillo de butano que estaba en una habitación adjunta que hacía de cocina, tomó de una estantería una cafetera de aluminio, de esas que se dividen en dos partes y se enroscan, y se puso a la tarea. Lázaro, mientras tanto, sopesaba el cumplir o no con lo que había prometido, lo de olvidar para siempre y no mencionar sus pasadas actividades. Pero repentinamente, sintió vergüenza de sí mismo. Camelia le había recogido. Una persona que le conocía de un día, bueno de una noche, le había amparado. Sin pensárselo, le había llevado a su casa. Y todo esto, sabiendo que él conocía su condición de prostituta. Y le dio vergüenza el dudar de quien tan desinteresadamente le ayudaba y así, cuando ella trajo la bandeja con la cafetera humeante y las dos tazas, ya tenía decidido contarle la verdad.
Sin entender los caminos que la confianza elige, se vio desvelando a Camelia todo lo que a Valeria ocultó.
Cuando terminó, ella sacó de un armarito de formica brillante, imitando madera exótica, una botella de coñá, sirvió dos copas y dijo:
-Lázaro, tienes mucha suerte.
-¿Todavía te parece que tengo suerte? –dijo él – ¿Es que no te has fijado en cómo me han puesto?
-Sí, ya te veo. Pero lo tuyo en un par de semanas habrá desaparecido.
-Y qué te parece, entonces, ¿qué tendrían que haberme hecho?
-Más bien se trata de lo que podrían haberte hecho. Podrías haber seguido la suerte de Hilario. Te ha salvado el hecho de que no pareces saber gran cosa y, sobre todo, que lo de Hilario está aún muy reciente y no se han arriesgado a repetir la suerte. Incluso en los días que vivimos, dos muertes por suicidio, en tan poco tiempo y entre gentes relacionadas, habrían dado mucho que hablar. Eso puede haberte salvado –y cambiando de tema, dijo – ¿Sabes?, me alegro de que no seas policía. No me lo pareciste el día que te conocí.
-¿Por eso no me quisiste cobrar?
-No fue por eso. Fue porque fuiste cariñoso –dijo Camelia, ocultando que también le pareció entonces, y aún ahora, un ser ingenuo y desvalido perdido a su suerte.

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8 comentarios:

Sara dijo...

No sé si se me han saltado las lágrimas de rabia, de impotencia o de ambas cosas a la vez.

Camelia es un ángel sabio como pocos, Lázaro debería seguirla.

Brillante capítulo.

Besos.

Soros dijo...

Gracias, Sara.
A mí me parece que Lázaro, antes de seguir a nadie, debería encontrarse definitivamente consigo mismo. Las personas con las que va topando influyen en él de una manera u otra. Pero, al final, ha de ser él el que afronte cómo quiere vivir y bajo qué ética o moral.
Parece que volver al "buen camino" no le esta siendo precisamente fácil.
No te aflijas tanto, mujer, esto es sólo un relato, la vida, a veces, es mucho más cruel.
Besos.

Anónimo dijo...

Ahora sí que le va a costar volver a creer en la palabra de los hombres y en su caballerosidad.
Menudo encontronazo con la maldad del mundo.
Menos mal que también se topó con la bondad, representada por Camelia.
Si va a ser un visionario Julio Iglesias, "la vida sigue igual".

Soros dijo...

Palomamzs, más que creer, lo que Lázaro tenía que aprender era a distinguir. Siendo la palabra lo que diferencia a las personas de los otros seres vivos, el no creer en ella por sistema es tan inicuo como creer siempre en ella. Y, además, lo mismo que la maldad aparece de improviso, también la bondad surge de donde menos se espera. Así que vivir la vida de "inocente" tiene tan poco sentido como vivirla permanentemente de "sobrado".
Esas generalidades que cantaba Yulio siempre triunfan en el "saber popular", del mismo modo que lo hacen esos sabios y manidos refranes "Piensa mal y acertarás" o "Paso corto, mirada larga y no fiarse de nadie" o tantas otras muestras de sabiduría tosca como decimos a diario. Pero la vida ha de vivirse con finura, administrando creencias y dudas, y aprendiendo bondad hasta el final. Creo.

Conxita C. dijo...

Bueno es que Lázaro está pecando de ingenuo si se creía que lo iban a dejar salir tan tranquilamente, está recibiendo una dosis de realidad a toda velocidad, volver al buen camino no siempre es fácil porque se molesta.
Me ha gustado esa prostituta desinteresada y cariñosa con el pobre ingenuo.
Un saludo

Ángeles dijo...



Ya me parecía a mí que lo de Mansoz no iba a ser tan fácil como simplemente renunciar. Y creo, como dice Camelia, que después de todo ha tenido suerte. Podría haber sido peor.

Me ha gustado la idea de que le cuente a Camelia cosas que no le contó a Valeria. Porque es muy verdadero que a veces nos abrimos más con personas a las que apenas conocemos que con otras con las que tenemos más intimidad. ¿Será porque nos importa menos lo que piense de nosotros esa persona, o porque nos inspira confianza a pesar de no conocerla?

Soros dijo...

Conxita, llevas razón, siempre es más fácil caer en una trampa que salir de ella. Y, aunque en la vida aprendamos a vislumbrar el mal y a protegernos de él, el bien suele sorprendernos y, muchas veces, nos coge por sorpresa y se recibe de quien menos se espera.
Gracias por seguir y comentar este relato.

Soros dijo...

Ángeles, los caminos de la confianza son extraños. Creo que la mayor parte de las personas estamos más habituadas a hablar que a escuchar y, a veces hasta tal punto, que hablamos sin que nos escuchen y no escuchamos cuando nos hablan. Sin darnos cuenta, vivimos cada cual con su monólogo. Un antídoto contra esto puede ser la escritura pues, por las contestaciones a lo que escribimos, siempre se percibe si el interlocutor escuchó. Tal vez por esta razón al intercambio de escritos se le llama con el bonito nombre de "correspondencia".
Gracias por seguir el relato y por los comentarios.