De modo paralelo a su vida
privada, surgieron algunos contratiempos en el monótono trabajo de Lázaro.
Finalizaba el curso. El
comportamiento de los alumnos había sido tan regular como el paso del río bajo
el puente. Pero los alumnos mayores, que ya no volverían a La Casa por haber
terminado sus estudios, se resistían a soportar un último agravio. Lo habían
sufrido en los cursos anteriores. Pero aquella vez, incluso entre los jóvenes
más sumisos, se larvaba un conato de rebeldía.
Lázaro notó un ambiente raro en
la residencia. Sin embargo, lo atribuyó a que los muchachos estaban revueltos
por el influjo solar de la primavera, excitados por el olor mezclado de los
cientos de flores brotando y soltando sus pólenes, alterados por el nerviosismo
de los exámenes finales y por el latir poderoso de sus adolescencias. Pensó
también que aquella especie de rebeldía que se intuía se debía a la ya próxima
y anhelada idea de liberación que traía la cercanía de las vacaciones. Todo eso
era normal y constituía el ambiente, bien conocido, reinante los fines de curso
en todas las instituciones pobladas por gente joven.
No se engañaba, pero había algo
más.
Poco a poco la queja llegó a los
educadores y singularmente a Lázaro, al que,
por intuición, los alumnos mayores consideraban el más asequible.
El asunto parecía una trivialidad
si no fuera porque ese año los alumnos no parecían dispuestos a tolerarla. La
dirección, al acabar cada curso, pedía un dinero extra a cada alumno para
celebrar una fiesta a la que llamaban pomposamente Fiesta de la Juventud.
Durante la semana que duraba, según los alumnos, el dinero sólo se gastaba en
agasajar a las autoridades locales con merendolas, copas y buenos vinos,
mientras los alumnos vagaban ociosos por los patios, como mucho, con algún
balón.
Lázaro lo comentó con los demás
educadores sin necesidad, porque también ellos conocían la queja. Pero todos se
inhibieron y dijeron que eso eran problemas de los alumnos que a ellos ni les
iban ni les venían.
Lázaro, sin embargo, se identificó
de inmediato con la razonable queja. Al educador aquello le pareció
inconcebible. No podía creerlo. Lázaro les dijo que, si eso era así, no podía
admitirse, que hablaría con el director y que le plantearía sus recelos y su
postura porque, evidentemente ellos, la juventud, debían de ser el eje de la
fiesta que llevaba su nombre. Y Lázaro no albergó ninguna duda de que los
estudiantes pedían lo justo. Habló con el director convencido de que éste no
consentiría lo que temían los estudiantes.
No le gustó nada al director que
Lázaro, uno de los educadores de su residencia, se erigiera en representante de
los alumnos. Sin embargo, pensó taimadamente que, si le decía la verdad, los
alumnos se negarían a pagar aquel plus. Así que le aseguró a Lázaro que aquel curso
todo sería distinto, que se harían actividades para ellos con aquel dinero y
que, de los extras en comida, se beneficiarían todos. El director le dio su
palabra.
Lázaro, incapaz a sus años de
dudar de la palabra de aquel prócer, trasmitió satisfecho la contestación a los
alumnos y éstos, un tanto renuentes y menos crédulos que Lázaro, pagaron
finalmente sus cuotas a regañadientes.
Fue grande la decepción de todos
y más aún la de Lázaro cuando, llegada la semana indicada, sucedió lo que los
alumnos pronosticaron y lo que Lázaro menos se esperaba: que el director
faltase a su palabra.
Y descubrió el tonto de Lázaro
que el que el director faltara a su palabra no mermaba en absoluto el principio
de autoridad que aquél tanto invocaba.
Lázaro vinculaba la autoridad con
el respeto a la palabra dada, pero no se daba cuenta de que estaba confundiendo
autoridad con poder. El poder no necesitaba de excusas y a nada se sentía
vinculado.
Como hay edades en las que
algunos se atreven a casi todo, por ridículos que terminen siendo sus
atrevimientos. Lázaro tuvo el valor, cargado de justa indignación, de
enfrentarse nuevamente con el director y, sin amilanarse ante su pagador,
decirle que no le parecía honrado ni justo lo que había hecho. Sobre todo, tras
haber prometido lo contrario.
El director, aunque era un viejo
zorro que en su vida había oído de todo y que tenía más salidas que bocas el
Metro, encajó las palabras del muchacho de muy mala gana y, pese a sus
espuelas, se le puso la cara de vinagre. Sin embargo, se contuvo y, de momento,
nada hizo contra aquel insignificante payasete que se había erigido, por cuenta
propia, en defensor y paladín de los estudiantes. Fingió, cínicamente, ser el
primero en sentirse disgustado y quiso convencer a Lázaro, sin conseguirlo, de
lo ineludibles de aquellos compromisos sociales de La Casa con las autoridades
locales. Esos imponderables, dijo, ocurrían de vez en cuando a su pesar y, muy
forzado, terminó la entrevista con Lázaro musitando un breve y distraído “lo siento”. Luego, fingiendo un ánimo triste
y abatido, despidió al muchacho.
Lázaro, pensando haber amilanado
al director por la gran fuerza que la razón le daba, salió de la entrevista
orgulloso como un libertador. Cargado con la satisfacción inmensa de haberle
recriminado su actitud al jefe y, además, en su propio despacho. No era
entonces capaz, ni lo fue en mucho tiempo, de darse cuenta de que algunos
maduros y correosos personajes tenían mucha práctica en tragarse culebras y
sapos de todos los tamaños. Sus quejas de muchacho, sin trascendencia alguna,
no llegaban ni al tamaño de mosquitos. Y, al director, le alteraron el ánimo
las protestas de Lázaro tanto como las de los monaguillos afectan en el pulso a
los obispos.
Sin embargo, confiando más en la
justicia que en la realidad, el iluso de Lázaro creyó que le había dado un
golpe moral demoledor o, al menos, duro como pocos, a aquel inconsecuente y
venal personaje. Y así, tras recriminar su conducta al director, quedó contento
y orgulloso como un gallo de pelea. Ignorante, el pobre, de que, en cualquier
momento, podía verse cacareando y sin plumas. Pero, como su ingenuidad y su
simpleza caminaban del brazo, quedó ufano y complacido por el éxito aparente de
su queja. Corrido y avergonzado como dejó al director, seguramente en el futuro
éste tendría más cuidado con lo que prometía. Seguro que sí. No le cabía a
Lázaro la menor duda.
Los desengañados alumnos, por su
parte, le dijeron que el director se había valido de él para conseguir mejor
sus fines y, Lázaro, tuvo que admitirlo.
Su protesta posterior sirvió para
tanto como su charla inicial con el preboste. Aquel viejo rácano fue práctico y
astuto y él tonto, pero digno, inoperantemente digno. Y quedó convencido, para
su vergüenza, de que los alumnos habían sido más realistas que él.
Indirectamente su protesta había resuelto la cuestión, el director mintió a los
alumnos justamente por boca del que se aprestó a defenderles, qué mejor modo de
mentir. Nuevo todo para Lázaro, pero, sin embargo, una estrategia tan vieja como
habitual.
8 comentarios:
Una pregunta hecha con toda benevolencia: ¿Crees que la bondad o la maldad son patrimonio de una clase? Es que, por experiencia propia, sé que están por todos lados.
Espero, impaciente y tras este paréntesis escolar, saber qué pasa con Lázaro.
Besos.
Sara, gracias por tu comentario.
La bondad y la maldad no son patrimonio de nadie, creo. Y, me parece, que en cada uno de nosotros ambas cosas andan mezcladas. Sí hay grupos de personas que tienen unas ideas y otros grupos que tienen otras pero, no porque esas ideas sean diferentes, unas personas son mejores que otras. La bondad o maldad con que actuamos las personas suele tener que ver con casos concretos y, yo creo, que no tiene que ver con nuestra afinidad con creencias u otras ideas.
Enseguida voy con el siguiente capítulo.
Besos.
Pero qué retorcido el personaje del director, y qué bien construido por el autor del relato.
Lázaro parece especialmente ingenuo, porque los alumnos, siendo algo más jóvenes que él, no se han dejado engañar.
Pero quizá es que él cree que la justicia es una especie de espíritu que vuela por encima de las personas y que tarde o temprano, con ayuda algunas veces, acaba posándose sobre la cabeza de los despistados.
Y eso explica su atrevimiento.
No sé si lo he dicho ya en algún comentario anterior, pero esta historia resulta interesantísma desde el punto de vista psicológico. Todo un estudio de caracteres, al estilo de los clásicos.
Lázaro se ha creído a si mismo en su papel de defensor de los alumnos, le faltaba aprender que las mentiras se utilizan sin discriminaciones y para conseguir los objetivos que se buscan como ha hecho ese director y otros muchos que las usan en su beneficio.
A pesar de la decepción para Lázaro, me gusta saberlo defensor de causas pérdidas por esa capacidad de empatizar con los alumnos.
Un saludo
Lázaro sigue siendo un inocentón y todavía no sabe moverse entre hipócritas, pero eso me gusta del personaje.
Me ha hecho gracia la expresión "tiene más salidas que bocas el metro", no la había oído nunca.
Ángeles, Lázaro pensaba que cualquier autoridad, alertada por alguien ante una injusticia, se desviviría por remediarla. Le habían dicho que las autoridades estaban para eso.
Los alumnos internos, veteranos de varios años, ya conocían el percal y dudaban de quienes les dirigían.
Gracias por el comentario.
Conxita, Lázaro conservaba la fe en los que dirigían las instituciones, cosa que, inexplicablemente, casi todo el mundo pierde con el tiempo. Y, crédulamente, pensaba que si las autoridades no resolvían algo era porque lo desconocían. Así que tuvo su bautismo de fuego en la permanente batalla del cinismo en la que el mundo se mueve permanentemente.
Saludos y gracias por tu comentario.
Palomamzs, la expresión que te ha gustado y que desconocías no es mía, la he oído por ahí y estuve a punto de no escribirla por parecerme demasiado común. Quizá sea una expresión antigua que hoy ha caído en desuso. Por eso no la conocías.
Gracias por tu comentario.
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