Era
la mañana de un sábado más. No era necesario levantarse tan temprano los
sábados, pero aquél había que despabilar a los muchachos. Tenían una excursión
y los autobuses vendrían a recogerles puntualmente.
Lázaro
estaba de semana y, por tanto, fue despertando rutinariamente a los internos en
los distintos pabellones. Sólo al llegar al último, al de los mayores, se
encontró con que ninguno se había levantado de la cama. Como si se hubieran
puesto de acuerdo, pese a las voces de Lázaro, ninguno se movió de su litera.
Tal vez para ellos fuera un juego el poner a prueba los nervios del educador,
el tensar la cuerda para ver qué pasaba y, al final, fingiendo fastidio y
desgana, obedecer. Al fin y al cabo eran los mayores, algunos más que el propio
Lázaro. Sin embargo, estando todos despiertos, ninguno se movió. Era como si
hubiesen hecho una apuesta a ver quién era el primero que cedía.
Lázaro
se puso nervioso pero, aún así, pensó que sería cuestión de levantar a uno y
demostrar así que no estaba dispuesto a tolerar aquello.
Se
dirigió a la litera más cercana y tiró de las ropas que cubrían al muchacho.
Como éste se resistiera a moverse tiró Lázaro de su brazo hasta hacerle saltar
de pies al suelo. El forzosamente levantado, sintiendo la burla de sus compañeros,
compinchazos para no ceder, y humillado por el tirón de Lázaro, lanzó un
puñetazo al educador. Lázaro, furioso a su vez, por la actitud de los estudiantes
y por el inesperado puñetazo, devolvió el golpe al muchacho. En ese pequeño
intervalo todos los estudiantes, como por milagro, habían echado pie al suelo,
las burlas se acallaron y se hizo el silencio. Al parecer se habían dado cuenta
de que, jugueteando, el asunto había llegado demasiado lejos. Lázaro, recompuso
el ánimo, se tragó la rabia, y, como si no hubiera pasado nada, dijo secamente:
-A las ocho y media desayunando, a las nueve en los
autobuses.
Dejó
la estancia dolido y alterado por haber tenido que pegarse con aquel estudiante
para resolver, de mala manera, la situación. Tenía ganas de contarle lo
ocurrido a alguien, pero no encontraba a quien. Los otros educadores estarían
aún en la cama y, probablemente, pensarían que eso le pasaba a Lázaro por
relajar la disciplina, por no saber llevar a los muchachos, pues a ninguno se
le había presentado ese problema. A la trinidad directiva menos aún pues,
aparte de no estar disponibles de habitual, menos lo estarían a esas horas y en
un fin de semana. Así que decidió dejar el problema entre aquellos muchachos y
él. Estaba seguro de que el pequeño motín no volvería a repetirse.
Los
mayores desayunaron junto con el resto y, si cabe, con menos alboroto del
habitual y, a su hora, todos salieron en los autobuses. A Lázaro se le fue
pasando lentamente el disgusto y la decepción que le causaron los del pabellón
de los mayores. Pensaba que les había tratado siempre bien. En la cara le dolía
el golpe del muchacho pero más le dolía por dentro lo absurdo de aquella
situación. Lo del golpe lo sintió más en su amor propio pero, de todos modos,
el estudiante también había encajado el suyo. Y, equivocadamente, pensó que las
cosas habían tenido su punto final y que todo había acabado donde empezó, en
aquel pabellón. Y, a medida que fue transcurriendo el día, se reforzó más en su
idea.
Fue
a media tarde cuando el señor Santiago, el conserje, le dijo que el director
quería verle inmediatamente en su despacho.
-¿Sabe usted para qué, señor Santiago?
-No, no lo sé. Sólo me ha dicho que le avise –dijo el
conserje, dejando entrever un gesto grave en su cara seria y cansada de hombre,
ya viejo, a un paso de la jubilación.
Y
a Lázaro no le quedaron dudas. Alguien había informado al director.
No
era normal que el director, las pocas veces que lo hacía, hablara con un
educador en su despacho. Y Lázaro apenas entró en él, después de llamar
respetuosamente a la puerta pidiendo permiso, intuyó que la conversación iba a
estar enmarcada en una oficialidad tan desmesurada como inevitable.
-¿Qué ha ocurrido esta mañana?
Lázaro
narró los hechos.
-¿Por qué no me ha informado inmediatamente?
-Porque he pensado que la situación, que no se había
dado nunca, era un hecho excepcional y que ya había quedado resuelta.
-En el hecho de ser excepcional reside la necesidad
imperiosa de erradicar tales incidentes de esta institución. Sólo faltaría que
se dieran a diario. El principio de autoridad no debe ser cuestionado en ningún
momento y mucho menos por un alumno que, tras desobedecer, se permite agredir a
un miembro del equipo educativo de esta casa.
-Bueno, en realidad, yo respondí a su agresión, que
tal vez motivé al bajarlo a la fuerza de la litera, y la situación se resolvió
en segundos.
-¿Cómo que usted la motivó? Hay que tener entereza y
poner a cada uno en su lugar. Usted en ese momento hizo lo que debía pero, sin
embargo, su falta ha sido el no informar inmediatamente de los hechos. Al no
hacerlo, ha dado la impresión de que tales actitudes carecen de consecuencias
serias y, de ninguna manera, pienso consentir que tales comportamientos se
generalicen. Mi responsabilidad es cortarlos de raíz. Sepa que ese alumno no
debiera haber salido de excursión con sus compañeros como si tal cosa. Sepa
también que he llamado a su padre para comunicarle la expulsión irrevocable de
su hijo. Esta noche dormirá por última vez en la residencia ante la
imposibilidad de expulsarle antes de que mañana venga su padre a recogerle. En
estos casos hay que mostrarse inflexible. Con respecto a usted, que sea la
última vez que actúa por su cuenta sin comunicar cualquier incidencia. Por su
poca experiencia pasaré por alto este vergonzoso hecho y podrá continuar en su
puesto pero, si vuelve a repetirse algo parecido, prescindiré inmediatamente de
sus servicios. ¿Queda claro?
-Sí, señor.
-Por cierto, cuando mañana venga el padre del alumno,
quiero que sea usted el encargado de comunicarle mi decisión firme. Espero que
sepa mostrar la entereza que de usted se espera. ¿Comprendido?
-Sí, señor.
Lázaro,
nervioso, abatido y con mala conciencia, abandonó el despacho. Comprendió que,
en sus pensamientos, había olvidado algo importante, indispensable y vital: el
principio de autoridad. Él, en última instancia, había querido ver el asunto
como el de dos muchachos, prácticamente iguales, que, pasado el primer momento
de acaloramiento, se dan cuenta de que todo fue una tontería que no debería
haberse producido. Pero no, estaba el principio de autoridad, principio rector
de aquella sociedad, gobernada por los que detentaban en exclusiva este
principio. Sin él, tal vez, no existirían ellos.
La
entrevista con el padre fue un trago peor del que Lázaro había imaginado. Se
trataba de un hombre de pueblo, seguramente un labrador, en todo caso un hombre
de campo curtido por el sol y los vientos. Venía vestido con su mejor o,
probablemente, único traje, con una camisa blanca sin corbata. Tenía un aire
humilde y aturdido. Cuando Lázaro entró en la pequeña sala donde le esperaba,
el hombre se quitó la boina con un respeto impropio de un hombre de su edad
hacia el jovenzuelo tonto e inexperto que en aquel momento Lázaro se sentía.
Con una humildad, que parecía ejercida obligadamente durante muchos años, se
dirigió a él. Sólo quería que perdonara a su hijo, que éste no perdiera la
beca, que solucionaran aquel problema como fuera, que a él poco le importaba su
dignidad, ni tampoco humillarse, que sólo le importaba que su hijo siguiera
estudiando, que sus medios eran limitados, que los jóvenes no se daban cuenta
de las cosas ni de sus consecuencias...
Y
Lázaro comprendió enseguida que no debía prolongar esa tortura, esa angustia
que traía el viejo y que ahora compartía con él, que ahora le había contagiado.
El hombre ignoraba que no estaba en su mano el ayudarle, que aquello estaba ya
decidido de antemano, que de nada servirían sus súplicas, que el perdón, aunque
él lo diera, estaba oficialmente denegado, que se había vulnerado el principio
de la todopoderosa autoridad.
Así
que Lázaro, ajeno a toda sensibilidad, como un ser al que hubieran programado,
deseando acabar cuanto antes con aquel trámite y a punto de rogar al viejo que
no se humillara más, que todo era inútil, sólo pudo decirle:
-Lo siento, señor. Aunque yo le perdone, no hay nada
que hacer.
El
hombre pareció hacerse más pequeño, se levantó y salió de la salita con los
ojos húmedos y mirando mansamente al suelo.
Lázaro
reparó en que ni siquiera se había sentado. Se dejó caer en un sillón, encendió
un cigarrillo y pensó en lo que se estaba convirtiendo.
¿Qué
pertenencias morales le quedan a una persona cuando ni siquiera de su perdón es
dueña?
8 comentarios:
Muchas veces, Soros, en esta sociedad de esclavos en la que vivimos hay que ser mucho más que valiente para poder ser dueño del perdón.
No he dejado nunca de pensar que Lázaro es, en esencia, un buen muchacho; con sus luces y sus sombras, pero de buena entraña. Ahora lo veo más que nunca a merced, como todos, de fuerzas cuyo control se le escapa. Pero eso es la vida. ¿O acaso ese pobre campesino que tan bien has descrito es menos títere que él? En fin, Lázaro ha puesto en la balanza obras buenas y otras no tanto, pero, pese a que sus sentimientos suelen ser íntegros por lo general, que sea héroe o villano dependerá del azar.
Besos.
Gracias, Sara.
El dueño del perdón, podría ser el título de un libro o de una película.
Los pequeños acontecimientos y los que nos parecen más importantes, dejan señales en nuestras vidas por medio de ese testigo interior que llamamos memoria.
La memoria propia, aunque no pueda ser vista por los demás, es un testigo que no se deja corromper ni silenciar. Así que hay muchas personas que le temen.
Besos.
Me ha dado muchísima pena el padre del chico.
Supongo que también a Lázaro.
Gracias, Palomamzs, por el comentario.
A Lázaro, hasta en su humilde vida laboral, no le faltaban disgustos. Y, si en la otra vida que llevaba tenía problemas cada vez más complicados, tampoco le faltaban en su trabajo sinsabores. Su primer destino era no poder eludir el verse manejado de continuo. Él, que tan iluso, se había sentido libre por primera vez.
Como ha dicho Palomamzs, me ha dado mucha pena del padre del alumno. Pero también siento compasión por Lázaro.
No sé cómo resiste, con tantos sinsabores. Qué inico más duro en la vida adulta está teniendo. ¿Era igual para todo el mundo? Porque parece que había unos cuantos "puppet masters" que manejaban los hilos, y el resto, la mayoría, a danzar al son que tocasen.
Sí, Ángeles, la disciplina era primordial en aquel tiempo. Un rasgo de debilidad era mostrar piedad con los débiles.
No sólo movían los hilos a su antojo sino que no callarse podía ser aún más peligroso que ser manejado. Para mucha gente fueron tiempos de sumisión. Era peligroso levantar la voz.
A mi también me ha apenado el padre del chico y el propio chico al que una estupidez no pensada lo lleva a esta situación, me ha hecho pensar en esos adolescentes perdidos que no quieren quedar como menos delante del grupo y acaban haciendo acciones realmente absurdas.
Pobre Lázaro.
Saludos
Gracias, Conxita.
Quizá eran tiempos en los que nadie quería complicarse la vida y todo se regía por el principio de acción y reacción, sin valorar las consecuencias ni plantearse tal principio. Lázaro intuía que no era justo obrar así pero no estaba en su mano oponerse al sistema, al igual que es muy difícil nadar hoy contra corriente. Salvando las diferencias, claro.
Saludos.
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