A
partir de aquel día Hilario rehuyó al muchacho. Lázaro, crecido y consciente de
que el filósofo le evitaba, se sentía seguro. Ansioso por fastidiar a su rival,
dio un paso más. Por pura saña, comenzó a mencionarle casualmente, como de pasada,
en los informes que enviaba al comisario.
Por
qué no había de hacer leña del árbol caído, se decía Lázaro. ¿No le había torturado
el profesor cuanto pudo? Él había sido también una presa fácil para Hilario y
éste no había dudado en machacarlo sin piedad. Ahora era su turno.
Y
sin tener idea de las consecuencias que sus palabras pudieran producir, y por
el mero placer de complicarle la existencia a Hilario, escribió en los informes
cuantas sandeces le vinieron a la cabeza:
“Que si el profesor Hilario Soares se
identificaba con el ambiente cultural más progre de la ciudad…”
“Que si parecía el líder indiscutible
del círculo de personas izquierdosas que pululaban por la villa…”
“Que si fingía discreción y ortodoxia en
sus posturas filosóficas y, para disimular sus verdaderas tendencias, tenía el
valor de declararse aristotélico-tomista…”
“Que si el profesor solía relacionarse con
gente extraña que periódicamente aparecía por Alfambra…”
Lázaro
escribió en sus informes insinuaciones infundadas sobre Hilario, pero ninguna
afirmación segura, definitiva, ni concreta. Todo lo inventó por fastidiar al
profesor. Pensó que esas informaciones vagas no le causarían ningún mal, pero sí
alguna molestia por parte de la policía.
Así
pasaron varias semanas.
Y
Lázaro disfrutaba porque no sólo no volvió a tener enfrentamientos con un rival
que le esquivaba, sino también porque, internamente, se gozaba en aquella
secreta venganza. Su tácita victoria sobre un contrincante que desaparecía, al
llegar él a las tertulias, le llenaba de vanagloria. Se habían cambiado las
tornas.
Una
mañana en que los estudiantes acababan de salir para sus centros, Lázaro
recibió una llamada telefónica de alguien que se identificó como López.
Enseguida dedujo que era uno de los policías que le pararon en el viaducto. Urgentemente
y del modo más discreto, debía pasarse por comisaría. Mansoz le esperaba sin
excusa ni pretexto.
Estaría
feo decir que Lázaro perdió el culo para acudir a la llamada de Mansoz, pero así
fue.
Cruzó
el viaducto con tal prisa que no se detuvo a averiguar lo que algunos grupos de
curiosos y desocupados observaban. Había un pequeño atasco. Supuso que se
trataría de alguno de los accidentes de circulación que, dado el intenso
tráfico que atravesaba el puente en dirección a Levante, sucedían con
frecuencia. Intrigado por la llamada de Mansoz no se entretuvo ni un segundo,
no estaba para curiosidades.
Rebasado
el viaducto, llegaría a la comisaría en cinco minutos.
Pero
un coche paró bruscamente a su lado y López le hizo señal de que subiera.
-¿Por qué me ha esperado aquí? ¿No ha dicho que fuera
a la comisaría?
-Quería cerciorarme de que lo hiciera. Cumplo órdenes.
Y no vamos a la comisaría.
-¿Adónde vamos?
- A un lugar donde nadie pueda relacionarle con
nosotros.
Y
López, tras salir de la ciudad por la parte baja, dejó la carretera enseguida y
continuó por un camino. Al cabo de un par de kilómetros, en una pequeña borda,
López detuvo el coche, dijo a Lázaro que se aperara y entrase en la casa de la
finca. El policía no salió del vehículo.
Esta
vez Mansoz no le hizo esperar. Al contrario, el comisario le aguardaba tras la
puerta del piso bajo. Estaba sentado en una hamaca en el centro de una pequeña
sala ordenada y fresca, con pasto almacenado al fondo y en una de cuyas paredes
se veían, colgados y colocados ordenadamente, utensilios y herramientas.
Al
entrar Lázaro, el comisario encendió un habano con parsimonia. Luego le pidió
que se sentara en una banqueta que había frente a él.
-He de agradecerle el gran servicio que nos ha
prestado –dijo el comisario a modo de saludo, exhalando lentamente la primera
calada del puro, mientras observaba las volutas azuladas que el humo dibujaba
en el aire.
-¿Le han sido útiles mis informes? –dijo un Lázaro
sorprendido pero que, apercibido por los consejos de Mansoz, había optado de
antemano por seguirle la corriente.
-Sí, así ha sido. Nadie sospechaba del profesor
Hilario Soares. Yo fui el primer sorprendido cuando usted comenzó a citarle en
los informes. Unas informaciones relevantes.
-Pues, ya ve usted –dijo Lázaro, sin mostrar sorpresa
pero sin entender la relevancia de sus ocurrencias sobre Hilario.
-De hecho, habíamos llegado a un grado tal de
confianza en él que, desde hace bastante tiempo, lo considerábamos nuestro
mejor confidente.
-¿Cómo? –y Lázaro ahora, no se mostró intrigado y
sorprendido, es que de veras lo estaba.
-Lo que está oyendo.
-Pero, ¿entonces Hilario es otro igual que…?
–continuó el muchacho.
-Sí, exacto. Igual que usted –le cortó el comisario-
Sólo que, en su caso, es usted un colaborador reciente y, hasta ahora, menor. A
don Hilario le fichamos un año antes que a usted. Por eso no desconfiábamos de
él y, solamente –y el comisario recalcó las palabras siguientes- gracias a sus
sagaces informaciones, hemos analizado sus pasos concienzudamente estas últimas
semanas.
-¿Y sólo me ha llamado usted para felicitarme?
-Bien, sólo en parte. ¿Sabe usted cómo nos hicimos
con la colaboración de don Hilario? –cambió de tercio el comisario, dándole
otra profunda calada al puro.
-Pues, ni idea.
-Es confidencial pero, dado el punto al que las cosas
han llegado, se lo diré. No creo que ya importe. El profesor se había liado con
una de sus alumnas, con una menor. Este hecho, unido al estado civil del
profesor, nos bastó para contar con su colaboración. ¿Comprende usted?
Lázaro
no sabía qué era lo que le estaba contando el comisario para su información y
qué para que supiera lo enterado que estaba de todo. Era una especie de juego
en el que el policía tenía experiencia. Así que Lázaro, consciente de ello,
calló y siguió sus palabras sin inmutarse.
-Lo comprendo, señor comisario.
-El caso es que cuando descubrimos, gracias a sus informes,
–volvió a recalcar ostentosamente Mansoz- su relación clandestina con algunos
grupúsculos izquierdistas, vamos, abiertamente rojos, el profesor se vino abajo
y, ante su situación personal y nuestra capacidad de persuasión, terminó confesándolo
todo y delatando a cada uno de sus colaboradores y enlaces. Así pues llegamos a
la conclusión, obviamente de acuerdo con él, de que no sería necesario
procesarle ni hacer público el asunto. Nos sería mucho más útil haciendo de
topo para nosotros. Además, se evitaría el escándalo.
-Pero, ¿no era ya su informador?
-Resultó ser un falso informador, lo averiguamos por
sus informes –volvió a recalcar machaconamente el comisario- Como le digo, tras confesar, decidimos que no
íbamos a detenerlo, naturalmente, a cambio de que se convirtiera en nuestro infiltrado
más fiable dentro de esas organizaciones clandestinas –continuaba fumando el
comisario y mirando distraídamente los caprichosos remolinos que el aire
producía en el humo.
-Inteligente por su parte, señor comisario. Pero,
¿por qué me cuenta a mí todo esto?
-¿Por qué? –lanzándole una mirada de curiosa
extrañeza, el policía continuó- Porque, ahora, hemos pensado que usted podría
ser la persona idónea para esa tarea. Por eso le estoy poniendo al tanto sin
reservas.
-Pero yo no tengo contactos, ni soy conocido en esos
medios. Sería un error. Además ya tienen a don Hilario que no podrá negarse
dada su situación. Él es la persona idónea, no yo –dijo Lázaro que, aparentando
serenidad, estaba ansioso por escurrir el bulto y escapar de aquel compromiso.
El
comisario miró al suelo. Movió la cabeza varias veces hacia los lados como si
mostrara incredulidad o se sintiera súbitamente exasperado. Lentamente desplazó
su mirada desde los zapatos de Lázaro hasta su cara. Chasqueó la lengua un par
de veces antes de hablar:
-Pero, ¿cómo?, ¿es que aún no se ha enterado usted?
–dijo, al fin, con exagerada gravedad.
-¿Enterarme?, ¿de qué?
-Hoy, al amanecer, han encontrado el cadáver de don
Hilario bajo el viaducto –dijo Mansoz observando fijamente a Lázaro con los
ojos entornados.
Esta
vez Lázaro se quedó de veras sin habla. El comisario le observaba impertérrito,
queriendo detectar cualquier gesto revelador en la cara del muchacho. Sin
embargo, lo único que observó es que éste estaba aterrorizado. No se
equivocaba, el policía estaba acostumbrado a ver a muchos hombres asustados.
Lázaro
entendió por vez primera la magnitud del peligroso juego en el que se
encontraba metido. Tenía necesidad de pensar pero, para eso, primeramente
necesitaba calmarse.
El
comisario se percató a su vez de que Lázaro, quizá por su juventud, no era
capaz de asimilar aún lo que acababa de oír. Así que, antes de que recuperase
el uso de la razón y luego el de la palabra, le dijo:
-Piense usted en la situación. Medítelo con calma.
Vea los pros y los contras. Pondere el asunto. Tenga en cuenta todo lo que le
he contado –y volvió a recalcar las palabras siguientes- Usted nos ha servido
muy bien y nosotros no olvidamos, pero de ningún modo queremos implicarle en
algo que exceda su capacidad y, sobre todo, a lo que no esté dispuesto
voluntariamente. Porque hay labores para las que no basta simplemente con estar
dispuesto, sino que se necesita algo más, algo parecido a un compromiso, a una
implicación. Digamos que es preciso un espíritu decidido y patriótico de
colaboración. No sé si me entiende.
-Creo que no puedo comprometerme a algo así –salió un
hilo de voz de la garganta de Lázaro.
-No tome decisiones precipitadas. Deje pasar unos
días. Piense que, si no acepta, habremos de darle por quemado y prescindir de
sus servicios. Naturalmente usted, en tal caso, debería olvidar todo lo
concerniente a este asunto. Piénselo despacio y comuníqueme su decisión en el
próximo informe. En caso negativo dicho informe sería el último, del mismo modo
que, la de este mes, sería su última visita al burdel. ¿Entendido?
Lázaro,
tras medio minuto de silencio, hizo un paréntesis en su asombrado y ensimismado
mutismo para asentir con la cabeza y siguió sentado sin moverse. Parecía
hipnotizado.
El
comisario enarcó las cejas y, al mismo tiempo que movió la mano haciendo un
gesto mixto de despedida y de que eso era todo, mostró los dientes amarillentos
de nicotina ensayando una sonrisa que no pasó de ser una mueca extraña. Lázaro
tardó unos segundos en reaccionar y, cuando lo hizo, se levantó y salió de la
estancia sin hablar.
Pensaba
que le acercarían a Alfambra. Sin embargo, el comisario salió tras él, montó en
el coche con López y, sin mirarle siquiera, arrancaron en dirección a la ciudad.
Lázaro
hubo de volver andando mientras cavilaba, asustado, sobre lo sucedido. Una
sombra de responsabilidad sobre la muerte del filósofo comenzaba a pesarle en
la conciencia. En parte, consideraba justo que así ocurriera, pues las sospechas
gratuitas que había echado sobre Hilario habían desembocado, por pura
casualidad, en algo importante. También le quedó claro que el comisario deseaba
que se sintiera implicado.
Una
hora después, al atravesar el viaducto de regreso, se paró junto a un grupo de
jubilados que miraban, señalaban hacia abajo y comentaban entre sí.
Por
el fondo del barranco, entre las cuidadas huertecillas que había a ambos lados,
pasaba una carretera secundaria. Casi en el centro del asfalto destacaba un
gran chafarrinón de sangre, como si hubieran atropellado a un perro, con
algunos salpicones a los lados. Era la huella que había dejado el cuerpo de
Hilario al final de su viaje gravitatorio de ochenta metros. Unos barrenderos
comenzaban a echar baldes de agua, procedentes de las acequias de las huertas,
y barrían la mancha rítmicamente con grandes escobones de raíces.
-¿Por qué lo habrá hecho? –decía uno de los mirones.
-Cualquiera sabe –dijo otro.
-¿Se tiró él? –terció un recién llegado.
-Sí. Dicen que hubo algún testigo –puntualizó un
enterado.
-Hay manos que pueden empujar sin que se vean
–sentenció uno, más trascendente.
Lázaro
se alejó despacio del lugar, convencido de que debiera alejarse para siempre.
8 comentarios:
Gracias, Soros, por esta apasionante novela. Esta vez hasta se me ha caído la ceniza.
Es lógico que Lázaro se sienta culpable. Yo tendría la impresión de haberlo empujado con mis propias manos.
¿Crees tú que nuestro protagonista tendrá el valor de "aceptar lo que venga"?
Besitos.
Gracias, Sara.
Con valor o sin él todos tenemos que aceptar lo que venga, pues cuando las cosas vienen de nada sirve no aceptarlas. Eso no las cambia. Otra cosa es que intentemos que determinadas desgracias no vengan. Pero, si llegan, hay que convivir con ellas.
Besos.
Has conseguido sorprenderme casi en cada párrafo.
No me esperaba que la trama se complicara tanto.
Y supongo que tampoco se lo esperaba Lázaro.
Vaya, me ha impresionado primero el espíritu vengativo de Lázaro, el ojo por ojo" que ha sido capaz de llevar a cabo.
Y después me he sorprendido, junto con él, al saber que Hilario era también confidente.
Otra lección aprendida: que no se debe actuar a la ligera, sin calibrar muy bien las posibles consecuencias, y que con frecuencia las cosas no son tan simples como parecen.
Palomamzs, me alegro de haberte sorprendido, eso suele buscarse en las narraciones.
Lázaro es un incauto que tiende, en los momentos de euforia que el mismo se fabrica, a pasarse de listo.
Veremos si las historia no pierde interés hasta el final.
Gracias por el comentario.
Ángeles, el muchacho en su inmadurez adopta a veces decisiones primarias e ingenuas, aunque él cree que cada día es un personaje más maduro. Se mueve entre lo que le obligan a ser, lo que es (un joven inexperto que anda por los 18) y lo que le gustaría ser. Y vive en un conflicto interior.
Gracias por seguir las historia.
Buf qué terrible peso para la conciencia de Lázaro. Sus decisiones impulsadas por las emociones, por esa venganza mal entendida causan mucho daño y una situación terrible para el profesor.
Buen giro el que has dado en la historia.
Saludos
Gracias, Conxita.
Espero que te siga gustando.
Saludos.
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