Al
igual que su pasión por Valeria, la aversión hacia Hilario fue creciendo sin
pausa. Por su parte, el filósofo, no perdía ocasión de alimentarla. Parecía que
Hilario aunara su habilidad y sus conocimientos en la tarea, nimia para él, de mortificar
al muchacho. Los observadores, que no faltaban en aquellas tertulias, notaban
una inquina desproporcionada en la actitud del profesor, pues aquello llegó a
parecer exagerado y fuera de lugar. No cuadraba, en un hombre culto y formado,
aquel virulento desprecio hacia el bisoño joven.
Además,
los buenos ojos con que Valeria miraba a su profesor no hicieron más que
exacerbar, con celos ocultos, la inquina sorda que Lázaro albergaba hacia él y que,
hasta ese momento, se veía impotente para sofocar o dar salida.
Por
otro lado, Hilario, lejos de deponer su actitud, perseveraba contumazmente en
ella. Y así el transcurrir del tiempo fue asentando venenosos sentimientos en
Lázaro. Latía en su cabeza un resentimiento que le hacía soñar con el día en que
pudiera resarcirse de tanta humillación. Aunque el muchacho, en su impotencia,
pensaba que ese día jamás llegaría y que, a lo más que podía aspirar, era a que
Hilario desapareciera de su vida por casualidad y le dejara en paz. Quién
sabía, quizá un traslado o algo así.
Aquella
tarde de primavera Valeria salió a pasear con Lázaro por un camino, río arriba,
que se alejaba entre choperas. Ella vestía un traje chaqueta verde verbena con una
falda ceñida. Le pareció un color muy llamativo, pero Valeria estaba muy guapa
con él y su belleza fresca y juvenil hacía que, incluso aquel color chillón, le
sentara bien a la muchacha.
Charlaron
y caminaron largo rato, pero su mutua atracción pudo, al cabo de una hora,
mucho más que el resto de las cosas y, en un lugar apartado de la ribera
herbosa, se entregaron ansiosamente el uno al otro. Luego, saciados de placer,
tornaron cogidos de la mano, deshaciendo el camino antes andado, y regresando
indolentemente a la ciudad mientras las sombras de los chopos se alargaban y, con
el irse de la tarde, bajaba el frescor al fondo de la vega.
Valeria
no habló mucho. Y Lázaro, feliz con aquellas expansiones amorosas, se sentía
colmado interiormente y, a la vez, protegido y compensado de cualquier
infortunio que pudiera acecharle. De todo le resarcía el amor espontáneo,
carnal y acogedor de la muchacha. Era su refugio y fortaleza.
Él
pensó que en el regreso a la ciudad habían conversado, pero no fue así. Apenas
se dirigieron la palabra. Caminaron absortos, mecidos en un sentimiento de agradable
calidez que se trasmitía por las palmas de sus manos enlazadas. Así, Lázaro,
creyó una vez más, irreflexivamente, que los sentimientos se comunicaban por
telepatía; que, lo que él sentía, era compartido y conocido, forzosamente y a
la par, por la bella muchacha que caminaba con los dedos enlazados tiernamente a
los suyos. Eso era el amor y no otra cosa.
Aquella
sensación, capaz de confundir la comunicación con las ensoñaciones, era, por
entonces, muy propia de Lázaro.
Pasaron
un par de semanas con la lentitud que los días tenían en Alfambra. Lázaro había
quedado aquella tarde con Miguel Alvira, uno de aquellos universitarios que
frecuentaban las tertulias. Miguel le había invitado a tomar café en su casa
con el propósito de mostrarle la biblioteca de su padre y charlar un rato sobre
libros. Además, le prometió sorprenderle con las portentosas vistas que había
desde el mirador de la casa familiar.
A
Lázaro le sobrecogió la impresionante mansión que la familia de Miguel tenía en
una colina del ensanche, la más alta que daba sobre el valle. Ya desde la
primera planta, a ojo de halcón, se dominaba la vega, allá abajo, hasta
perderse la vista en aquel panorama de choperas verdes y huertas cuidadas. La
ciudad quedaba a la derecha con sus torres y, el resto de la vista, lo llenaban
los montes circundantes en un radio de kilómetros.
La
factura de aquella mansión, grandiosa y desproporcionada, no era precisamente
bella ni artística, pero sí original. Tenía una peculiaridad que Lázaro no
acertaba a captar y que la hacía extraña y única. Era, además, una construcción
de diseño inusual, y un tanto mastodóntica, para ser una vivienda familiar.
Miguel,
notando la perplejidad de Lázaro, le contó que el edificio lo había mandado
edificar su abuelo. El viejo, que había sido almirante de la Armada, eligió
aquel enclave elevado y después construyó toda la casa cuidando de dejar la
parte superior semejante al puente de un navío. Por eso tenía aquellas formas
tan exageradas, tan geométricas y tan poco habituales en Alfambra. Y, también
por eso, las vistas eran las que se tendrían desde el puente de un barco varado
en aquella abrupta y accidentada orografía sin mar. Entonces comprendió Lázaro
la extraña disposición de aquel edificio tan sorprendente y singular.
Una
vez en el mirador principal, en lo más alto de aquel inusitado observatorio, se
sintió impresionado. Las vistas eran aún más espectaculares de lo que había
imaginado y, por si fuera poco, había media docena de prismáticos militares que
permitían acertar a ver detalles precisos de cuanto se observaba.
Lázaro
estaba tan entusiasmado por el panorama que se le ofrecía desde aquel mirador que,
al instante, olvidó la fealdad del edificio. También quedó postergado su
interés por la gran biblioteca, alojada en una de las salas, y que Miguel
acababa de enseñarle. Durante mucho rato estuvo absorto en las vistas, tan
callado como si fuera mudo, casi sobrecogido.
El
sol de la tarde quedaba a espaldas de aquella atalaya. Iluminaba toda la vega y
la ciudad sin posibilidad de deslumbrar en absoluto. Justo al contrario, era
como si proyectara una luz intensa, dedicada a resaltar portentosamente todo
cuanto allá abajo existía, desde la lejana cordillera al cogollo de la ciudad vieja.
Tan
embebido notó Miguel al asombrado Lázaro que, tomando un libro, se apartó y se
entretuvo tranquilamente en hojearlo. Dejó que Lázaro probase con calma la
potencia de aquellos prismáticos, hechos todos para observar en el mar a muchas
millas de distancia. Lázaro agradeció el silencio de su amigo. La discreción de
Miguel le permitió pasar un rato deleitándose. Observó primero los detalles de
la ciudad y, luego, los de la estación, el barrio bajo y la vega, entusiasmado
por los detalles que los prismáticos le permitían ver. Estaba tan ensimismado en
ello como un niño con un juguete nuevo.
Fue
al enfocar las choperas más lejanas, cuando aquella brizna de verde, más
brillante, atrajo su atención. Repentinamente intrigado, tomó los prismáticos
de mayor alcance o, mejor dicho, se puso tras de ellos. Eran unos gigantescos 20x140
sustentados por un trípode.
Al
principio no podía creer lo que veía. La brizna verde que llamó su atención era
el traje de Valeria que, como un destello en movimiento, destacaba con un verde
vivo y chispeante entre los tonos glaucos y ocres mucho más apagados. Estaba
con alguien a quien Lázaro no identificaba. Pero a ella sí, sin duda. No había
quien llevara un traje como aquél en toda Alfambra.
El
corazón de Lázaro latía con tal fuerza que lo notaba palpitar en el cuello y en
las sienes. ¿Cómo podía ser aquello? ¿Quién era aquella otra persona?
Vio
como ambos se acercaban, se abrazaban, sin duda se estaban besando. No había
confusión posible, era ella. Luego siguieron caminando y sus figuras se
ocultaron tras un cañaveral.
A
los pocos minutos un coche salía de detrás de las cañas y tomaba un camino en
dirección a la ciudad. Aún en el vehículo y por un momento, pudo Lázaro ver el
destello verde, como una diminuta chispa, bajo la luz aún intensa de la tarde.
Se disipó su duda. Era el coche de Hilario.
A
Lázaro se le inició una nausea angustiosa en el estómago y sintió cerrarse su
garganta como si una soga se la apretase. Su cabeza cayó en el vacío de un
vórtice enloquecedor, al tiempo que empezaba a comprender.
8 comentarios:
Jopé, se me ha consumido el cigarrillo... Es que tengo la fea costumbre de leerte fumando...
Y supongo que en este "laberinto de pasiones" habrá venganza en forma de pertinente y detallado informe a Mansoz.
Lo que no acabo de comprender es el porqué del doble juego de Valeria. ¿Acaso Hilario está casado y no puede vivir su idilio libremente con él? Ya nos contarás.
Me muerdo las uñas.
Sara, leer y fumar pueden ser placeres complementarios.
Ya veremos si se cumplen tus predicciones. Dentro de lo predecible de los comportamientos, siempre se pueden esconder matices y sorpresas que ni los propios protagonistas se esperan.
Gracias por tus comentarios y tu fiel seguimiento.
Pobre Lázaro, qué decepción ver a su querida Valeria con el tipo al que desprecia. Ya se avisaba que una cosa era lo que él creyera que Valeria sentía y otra lo que la mujer sentía de cierto, pero ahora añades una nueva intriga, ¿qué buscan esos dos del pobre Lázaro?
Un abrazo
Conxita, puede que esta historia no se base en lo que nadie busque en los demás, sino en lo que algunos encuentran sin buscarlo. Pero Lázaro se irá enfrentando a sentimientos que desconocía y, seguramente, los demás también. Puede que sea una historia más de aprendizaje del que no dan los libros.
Gracias por tu comentario y por seguir la narración.
Un abrazo.
Esto ha tomado un giro casi de historia de intriga y suspense. La escena de Lázaro con los prismáticos, captando el detalle del traje verde, lo convierte en una especie de James Steward en su ventana indiscreta.
Y los prismáticos, una metáfora de lo que le hacía falta: una visión más lúcida de la realidad.
Y me temo que ahora la realidad le va a parecer mucho más sórdida que antes.
Qué duro es aprender por las malas.
Ángeles, dándole vuelta a las cosas que ocurren, muchas de ellas, pueden ser vistas, después, como metáforas. Es un modo de ponerle imaginación a la vida y que, además, al escribir dan mucho juego. El uso de los recursos literarios, que dicen los imaginativos críticos. ;-)
Al final se aprende de muchas maneras y tan útiles son las placenteras como las dolorosas, aunque las unas gusten y las otras no.
Gracias por tu comentario y por seguir esta novela corta.
Vaya, esto sí que no me lo esperaba yo. Con razón la chica llevaba un traje color verbena, para que se la viera bien y no se la pudiera confundir con nadie más.
Me ha gustado la descripción del mirador, casi que me han entrado ganas de estar ahí, contemplando el panorama. Pero sin hacer descubrimientos desagradables.
Gracias, Palomamzs.
El mirador era un lugar muy extraño. Pero lo que vio Lázaro le extrañó más todavía.
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