03 marzo 2017

13.-El Aprendiz: El destello


Al igual que su pasión por Valeria, la aversión hacia Hilario fue creciendo sin pausa. Por su parte, el filósofo, no perdía ocasión de alimentarla. Parecía que Hilario aunara su habilidad y sus conocimientos en la tarea, nimia para él, de mortificar al muchacho. Los observadores, que no faltaban en aquellas tertulias, notaban una inquina desproporcionada en la actitud del profesor, pues aquello llegó a parecer exagerado y fuera de lugar. No cuadraba, en un hombre culto y formado, aquel virulento desprecio hacia el bisoño joven.

Además, los buenos ojos con que Valeria miraba a su profesor no hicieron más que exacerbar, con celos ocultos, la inquina sorda que Lázaro albergaba hacia él y que, hasta ese momento, se veía impotente para sofocar o dar salida.
Por otro lado, Hilario, lejos de deponer su actitud, perseveraba contumazmente en ella. Y así el transcurrir del tiempo fue asentando venenosos sentimientos en Lázaro. Latía en su cabeza un resentimiento que le hacía soñar con el día en que pudiera resarcirse de tanta humillación. Aunque el muchacho, en su impotencia, pensaba que ese día jamás llegaría y que, a lo más que podía aspirar, era a que Hilario desapareciera de su vida por casualidad y le dejara en paz. Quién sabía, quizá un traslado o algo así.

Aquella tarde de primavera Valeria salió a pasear con Lázaro por un camino, río arriba, que se alejaba entre choperas. Ella vestía un traje chaqueta verde verbena con una falda ceñida. Le pareció un color muy llamativo, pero Valeria estaba muy guapa con él y su belleza fresca y juvenil hacía que, incluso aquel color chillón, le sentara bien a la muchacha.
Charlaron y caminaron largo rato, pero su mutua atracción pudo, al cabo de una hora, mucho más que el resto de las cosas y, en un lugar apartado de la ribera herbosa, se entregaron ansiosamente el uno al otro. Luego, saciados de placer, tornaron cogidos de la mano, deshaciendo el camino antes andado, y regresando indolentemente a la ciudad mientras las sombras de los chopos se alargaban y, con el irse de la tarde, bajaba el frescor al fondo de la vega.
Valeria no habló mucho. Y Lázaro, feliz con aquellas expansiones amorosas, se sentía colmado interiormente y, a la vez, protegido y compensado de cualquier infortunio que pudiera acecharle. De todo le resarcía el amor espontáneo, carnal y acogedor de la muchacha. Era su refugio y fortaleza.
Él pensó que en el regreso a la ciudad habían conversado, pero no fue así. Apenas se dirigieron la palabra. Caminaron absortos, mecidos en un sentimiento de agradable calidez que se trasmitía por las palmas de sus manos enlazadas. Así, Lázaro, creyó una vez más, irreflexivamente, que los sentimientos se comunicaban por telepatía; que, lo que él sentía, era compartido y conocido, forzosamente y a la par, por la bella muchacha que caminaba con los dedos enlazados tiernamente a los suyos. Eso era el amor y no otra cosa.
Aquella sensación, capaz de confundir la comunicación con las ensoñaciones, era, por entonces, muy propia de Lázaro.

Pasaron un par de semanas con la lentitud que los días tenían en Alfambra. Lázaro había quedado aquella tarde con Miguel Alvira, uno de aquellos universitarios que frecuentaban las tertulias. Miguel le había invitado a tomar café en su casa con el propósito de mostrarle la biblioteca de su padre y charlar un rato sobre libros. Además, le prometió sorprenderle con las portentosas vistas que había desde el mirador de la casa familiar.

A Lázaro le sobrecogió la impresionante mansión que la familia de Miguel tenía en una colina del ensanche, la más alta que daba sobre el valle. Ya desde la primera planta, a ojo de halcón, se dominaba la vega, allá abajo, hasta perderse la vista en aquel panorama de choperas verdes y huertas cuidadas. La ciudad quedaba a la derecha con sus torres y, el resto de la vista, lo llenaban los montes circundantes en un radio de kilómetros.
La factura de aquella mansión, grandiosa y desproporcionada, no era precisamente bella ni artística, pero sí original. Tenía una peculiaridad que Lázaro no acertaba a captar y que la hacía extraña y única. Era, además, una construcción de diseño inusual, y un tanto mastodóntica, para ser una vivienda familiar.
Miguel, notando la perplejidad de Lázaro, le contó que el edificio lo había mandado edificar su abuelo. El viejo, que había sido almirante de la Armada, eligió aquel enclave elevado y después construyó toda la casa cuidando de dejar la parte superior semejante al puente de un navío. Por eso tenía aquellas formas tan exageradas, tan geométricas y tan poco habituales en Alfambra. Y, también por eso, las vistas eran las que se tendrían desde el puente de un barco varado en aquella abrupta y accidentada orografía sin mar. Entonces comprendió Lázaro la extraña disposición de aquel edificio tan sorprendente y singular.

Una vez en el mirador principal, en lo más alto de aquel inusitado observatorio, se sintió impresionado. Las vistas eran aún más espectaculares de lo que había imaginado y, por si fuera poco, había media docena de prismáticos militares que permitían acertar a ver detalles precisos de cuanto se observaba.
Lázaro estaba tan entusiasmado por el panorama que se le ofrecía desde aquel mirador que, al instante, olvidó la fealdad del edificio. También quedó postergado su interés por la gran biblioteca, alojada en una de las salas, y que Miguel acababa de enseñarle. Durante mucho rato estuvo absorto en las vistas, tan callado como si fuera mudo, casi sobrecogido.
El sol de la tarde quedaba a espaldas de aquella atalaya. Iluminaba toda la vega y la ciudad sin posibilidad de deslumbrar en absoluto. Justo al contrario, era como si proyectara una luz intensa, dedicada a resaltar portentosamente todo cuanto allá abajo existía, desde la lejana cordillera al cogollo de la ciudad vieja.
Tan embebido notó Miguel al asombrado Lázaro que, tomando un libro, se apartó y se entretuvo tranquilamente en hojearlo. Dejó que Lázaro probase con calma la potencia de aquellos prismáticos, hechos todos para observar en el mar a muchas millas de distancia. Lázaro agradeció el silencio de su amigo. La discreción de Miguel le permitió pasar un rato deleitándose. Observó primero los detalles de la ciudad y, luego, los de la estación, el barrio bajo y la vega, entusiasmado por los detalles que los prismáticos le permitían ver. Estaba tan ensimismado en ello como un niño con un juguete nuevo.

Fue al enfocar las choperas más lejanas, cuando aquella brizna de verde, más brillante, atrajo su atención. Repentinamente intrigado, tomó los prismáticos de mayor alcance o, mejor dicho, se puso tras de ellos. Eran unos gigantescos 20x140 sustentados por un trípode.
Al principio no podía creer lo que veía. La brizna verde que llamó su atención era el traje de Valeria que, como un destello en movimiento, destacaba con un verde vivo y chispeante entre los tonos glaucos y ocres mucho más apagados. Estaba con alguien a quien Lázaro no identificaba. Pero a ella sí, sin duda. No había quien llevara un traje como aquél en toda Alfambra.
El corazón de Lázaro latía con tal fuerza que lo notaba palpitar en el cuello y en las sienes. ¿Cómo podía ser aquello? ¿Quién era aquella otra persona?
Vio como ambos se acercaban, se abrazaban, sin duda se estaban besando. No había confusión posible, era ella. Luego siguieron caminando y sus figuras se ocultaron tras un cañaveral.
A los pocos minutos un coche salía de detrás de las cañas y tomaba un camino en dirección a la ciudad. Aún en el vehículo y por un momento, pudo Lázaro ver el destello verde, como una diminuta chispa, bajo la luz aún intensa de la tarde. Se disipó su duda. Era el coche de Hilario.

A Lázaro se le inició una nausea angustiosa en el estómago y sintió cerrarse su garganta como si una soga se la apretase. Su cabeza cayó en el vacío de un vórtice enloquecedor, al tiempo que empezaba a comprender.

CAPÍTULO ANTERIOR                           CAPÍTULO SIGUIENTE

8 comentarios:

Sara dijo...

Jopé, se me ha consumido el cigarrillo... Es que tengo la fea costumbre de leerte fumando...

Y supongo que en este "laberinto de pasiones" habrá venganza en forma de pertinente y detallado informe a Mansoz.

Lo que no acabo de comprender es el porqué del doble juego de Valeria. ¿Acaso Hilario está casado y no puede vivir su idilio libremente con él? Ya nos contarás.

Me muerdo las uñas.

Soros dijo...

Sara, leer y fumar pueden ser placeres complementarios.
Ya veremos si se cumplen tus predicciones. Dentro de lo predecible de los comportamientos, siempre se pueden esconder matices y sorpresas que ni los propios protagonistas se esperan.
Gracias por tus comentarios y tu fiel seguimiento.

Conxita C. dijo...

Pobre Lázaro, qué decepción ver a su querida Valeria con el tipo al que desprecia. Ya se avisaba que una cosa era lo que él creyera que Valeria sentía y otra lo que la mujer sentía de cierto, pero ahora añades una nueva intriga, ¿qué buscan esos dos del pobre Lázaro?
Un abrazo

Soros dijo...

Conxita, puede que esta historia no se base en lo que nadie busque en los demás, sino en lo que algunos encuentran sin buscarlo. Pero Lázaro se irá enfrentando a sentimientos que desconocía y, seguramente, los demás también. Puede que sea una historia más de aprendizaje del que no dan los libros.
Gracias por tu comentario y por seguir la narración.
Un abrazo.

Ángeles dijo...


Esto ha tomado un giro casi de historia de intriga y suspense. La escena de Lázaro con los prismáticos, captando el detalle del traje verde, lo convierte en una especie de James Steward en su ventana indiscreta.
Y los prismáticos, una metáfora de lo que le hacía falta: una visión más lúcida de la realidad.

Y me temo que ahora la realidad le va a parecer mucho más sórdida que antes.
Qué duro es aprender por las malas.

Soros dijo...

Ángeles, dándole vuelta a las cosas que ocurren, muchas de ellas, pueden ser vistas, después, como metáforas. Es un modo de ponerle imaginación a la vida y que, además, al escribir dan mucho juego. El uso de los recursos literarios, que dicen los imaginativos críticos. ;-)
Al final se aprende de muchas maneras y tan útiles son las placenteras como las dolorosas, aunque las unas gusten y las otras no.
Gracias por tu comentario y por seguir esta novela corta.

Anónimo dijo...

Vaya, esto sí que no me lo esperaba yo. Con razón la chica llevaba un traje color verbena, para que se la viera bien y no se la pudiera confundir con nadie más.
Me ha gustado la descripción del mirador, casi que me han entrado ganas de estar ahí, contemplando el panorama. Pero sin hacer descubrimientos desagradables.

Soros dijo...

Gracias, Palomamzs.
El mirador era un lugar muy extraño. Pero lo que vio Lázaro le extrañó más todavía.