26 octubre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo II

Por fortuna para Rafafá no eran, la iletrada y habitual gente de la comarca y las ocasionales gentes doctas, cultas o religiosas que iban de paso, los únicos clientes de la Venta del Carrasco. También pernoctaban con frecuencia en ella grupos de cómicos y músicos.
El saber de estos últimos era una mezcolanza, amalgamada y variopinta, de historia, sabiduría popular, literatura, gramática parda y un algo de esa ciencia infusa que acompaña por lo general a los seres errantes. Pero, de todos los clientes, éstos eran los únicos que subyugaban a Rafafá por su fértil imaginación y por lo florido de sus palabras en aquellas veladas, siempre empapadas en vino y aguardiente, que precedían a la hora de dormir.
En especial los faranduleros, bien por empatía, bien por tener más familiaridad que otros con los sentimientos humanos o puede que por mera piedad, solían regalarle al ventero Rafafá palabras esperanzadoras. Y coincidían en augurarle, con toda la seguridad de que es capaz la poesía, que sus padres habían atravesado el umbral que conducía a otro tipo de vida.
Algunos le hablaban de un edén, que existía según testimonio de no pocos novelistas y  vates, en el que ciertas personas hallaban el acogedor asilo que la vida se empecinaba en negarles.
No obstante, le dejaban patente que tales lugares estaban ocultos para el vulgo. Y, por esta razón, recomendaban al ventero paciencia para soportar las crueldades y las chanzas con las que el prójimo, habitualmente inclemente, le zahiriera. Y Rafafá les agradecía el espléndido consuelo que tales palabras le proporcionaban correspondiéndoles con generosas frascas de vino. Y, de este modo, todos quedaban reconfortados.
Un comediante, un enano al que llamaban Maestro Corporín, le contó una noche que, en nuestro planeta, existen parajes ocultos y que, desde siglos atrás, personas muy distintas habían dado con ellos y, cada cual en su lengua, los habían nombrado. Así, le aseguró, existía una zona indeterminada, que algunos llamaban país y otros isla, sin que unos y otros llegaran a un acuerdo. La tal demarcación había sido nombrada desde antiguo como: El Dorado, Scharaffenland, Luylekkerlant, Pays de Cocagne,  Paese de Cuccagna, Tierra de Pipiripao, Nueva Arcadia… Pero los españoles, desde tiempo inmemorial, habían bautizado a ese lugar arcano como el País de Jauja. Y le aseguró que estos conocimientos se guardaban en romanceros y refraneros viejos y que no eran ninguna ocurrencia suya. Y, para que Rafafá le creyera, le dijo que él tenía aprendidos de memoria algunos versos de los que dichos libros contenían y, sin más, subiéndose en lo alto de una mesa, el Maestro Corporín declamó a grandes voces entre el regocijo y la atención de la nocturna concurrencia:

“Jauja, ciudad celebrada y nunca bien ponderada.
En Jauja no hay pordioseros, que todos son caballeros.
Los árboles dan levitas, pantalones y botitas.
Se apedrean los chiquillos con bollos y bartolillos.
Los lunes llueven jamones, perdices y salchichones.
Los martes pescados fritos, albóndigas y cabritos.
Los miércoles chocolate y pollitos con tomate.
Los jueves pavos asados y pasteles hojaldrados.
Los viernes queso, manzanas, higos, pasas y avellanas.
Los sábados caen manguitos y cigarros exquisitos.
Y los domingos chuletas, panecillos y libretas.”

-Si así son las semanas, bien entiendo que no hayan vuelto mis padres en el año largo que llevamos sin ellos –dijo Rafafá, interrumpiendo al declamador, con la cara golosa.
-Pues hay más, señor Rafafá. Escuche lo que sigue –dijo el Maestro Corporín que, tras dar un quedo y largo beso al tinto y aclararse la garganta, prosiguió:

“El que prueba la verdura, lo cuenta en la sepultura.
Los chicos y los ancianos se acuestan calamocanos.
El perro, el ratón y el gato comen en el mismo plato.
Hasta de las mismas peñas brota el tinto y Valdepeñas.
Como no hay que trabajar sólo piensan en bailar.
Las mujeres, no os asombre, hacen el amor al hombre.
Si alguno busca trabajo, le zurran con un vergajo.
Cuando alguno come poco, todos le tienen por loco.
Se castiga con rigor al que tienen mal humor.
Cuando llega un forastero le agasajan con esmero.
Hay manantiales preciosos que dan vinos generosos.
Los gusanos son morcillas y las arenas rosquillas.
Las casas de azúcar son y las calles de turrón.
Las gallinas, ellas solas, cantan en las cacerolas.
La risa es la enfermedad que lleva a la eternidad.
Acompañan los entierros con panderas y cencerros.
No hay lazos que eternamente hagan del hombre un paciente.”

-Bien cierto, Maestro Corporín, es esto último. Que pacemos eternamente como animales en nuestras pesebreras –dijo el ventero.
-Ciertamente, amigo Rafafá, hasta el punto de que confundimos el pacer con el padecer. Pero escuche, amigo, y seguirá sagazmente sacando conclusiones:

“Cada cual busca pareja y cuando quiere la deja.
La principal diversión es comer a discreción.
A manos de los chiquillos se vienen los pajarillos.
Llevan en las procesiones, en vez de santos, jamones.
Si alguno mandar desea, sin piedad se le apalea.
Hasta en el monte las fieras saben bailar habaneras.
Se bañan cuando hay calor en estanques de licor.
La leyenda más divina es el libro de cocina.
De resultas de la holganza todos tienen grande panza.
El más ilustre blasón es morir de un reventón.
Los quesos y los melones abundan por los rincones.
Amenizan los festines con bandorriones y violines.
Como no tienen cuidados se duermen muy sosegados.
En invierno los granizos son de huevos y chorizos.
Cuando nieva son buñuelos, bizcochos y caramelos.
Sin conocerse la gente se regala mutuamente.
Tienen coches muy bonitos tirados por corderitos.
En los huertos, sin disgusto, nunca se agota la fruta.
Son de Jauja en el vergel fuentes y ríos de miel.
Esto y mucho más se encierra en tan rica y fértil tierra.”

Y Rafafá quedó boquiabierto por el feliz destino que, según los versos, podían haber alcanzado sus queridos padres. Y, sin dudar de la religiosidad de los religiosos, de la sapiencia de los sabios, de los estudios de los estudiosos, ni quitarles a ninguno de ellos ningún misterio, dio por mil veces más cierta la bellísima versión del Maestro Corporín.
Pero el enano, luego de que Rafafá le hubiera hecho repetir los versos media docena de veces, pensó que sus palabras habían producido en el ventero una euforia excesiva. Y, para que su fe en ellas no fuera tan desmesurada, le dijo:
-Pese a ser muy cierto lo que le he contado, no olvide, señor Rafafá, aquel refrán que dice: “De las cosas más seguras, la más segura es dudar.”
A lo que el ventero, con la ilusión en la cara, contestó:
-Si dudé de lo que daban por seguro, sobre la desaparición de mis padres, porque nadie lo probó, por tener dudas más ciertas, me quedo con lo inseguro.

Pero, sin embargo, a partir de ese día, a Rafafá le cupo la duda de que alguna vez regresaran de tal lugar sus padres, ni siguiera por él.

2 comentarios:

Ángeles dijo...

El pobre Rafafá, que teme que sus padres no van a volver. Y seguramente es porque piensa que él tampoco volvería de ese lugar, claro.


Soros dijo...

O puede que la vida, en conjunto, sea un viaje continuo a lugares de los que no podemos regresar. A pesar de nuestras buenas intenciones.
Saludos, Ángeles.