11 septiembre 2015

Historia del matacán.- Séptima parte

El arrebol del amanecer ya se había esfumado. Los rayos de sol se filtraban bajo las nubes un palmo por encima del horizonte. Pero los cúmulos negruzcos se iban juntando paulatinamente en el cielo. El Mondacimas levantó la cabeza y dijo:
-Casi seguro que nos mojamos. Mira, está la nubecilla de la Laguna Sapera. Vaticina tormenta, siempre se ha dicho.
-¿Es la que decía la Guadalupe?
-Esa misma.
-¿Dónde está? –pregunté curioso.
-Justo allí –señaló con el dedo el Mondacimas- Parece cerca, pero está en medio del monte. ¿Ves la Peña Castelara? Pues justamente debajo de ella.
-Sé el nombre de la peña pero no he estado en ella ni tampoco en la laguna.
-Pues hoy no llevamos ese camino, así que ya irás a la peña y a la laguna en otra ocasión. Tiempo no te ha de faltar.
-¿Me llevarás?
-Ya veremos.
-¿Y siempre que hay una nube sobre la Laguna Sapera llueve? –volví a preguntar.
No sé si el Mondacimas se cansó de mis preguntas o si, por el contrario, quiso satisfacerlas al completo pues, según subíamos la escarpada cuesta, cambió la voz, poniéndola más grave de lo habitual, y me contó confidencial y pausadamente lo siguiente:
-Eso de la Laguna Sapera se ha dicho siempre, ¿sabes? Y no sólo llueve cuando está la nubecilla, puede que haya más. Dice la leyenda que de la Laguna Sapera, en verano y en otoño principalmente, salen tempestades, como si la laguna fuera un poro por donde suda la Tierra sus humores. Y la gente de antaño sostenía que esas furiosas tempestades solían ser frecuentes y espantosas por la  abundancia de relámpagos y truenos que traían y porque tampoco escatimaban los cielos, en esas ocasiones, en centellas, rayos e inmensas cantidades de piedra y agua. Y recordaban, los de antes, digo, que tales fortísimas tormentas traían consigo grandes ruinas en los campos e incluso mataban ganados y bestias y aun a hombres, si no se guarecían a tiempo de ellas. Y dice la misma leyenda, claro, que en lo profundo de la laguna vive, además, un fiero monstruo que se conmueve a veces por furias infernales o se irrita por la gran actividad del sol en el verano y que, el tal monstruo, está encerrado en ella desde antes de que los hombres tuviéramos memoria. Y dicen también, aunque esto otro dicen haberlo averiguado algunos señores muy estudiosos, que los anales y las crónicas viejas relatan que hubo cierto conde, señor de estas tierras hace muchísimos años, lo menos en tiempo de los Moros, que quiso saber la profundidad de la laguna. El tal conde, hombre de gran fortuna y posibles, mandó hacer un barco en ella y luego lo quiso hacer fondear y los medidores no encontraron fondo en sus aguas. Hicieron muchos intentos, usando sondas cada vez más largas y, en su afán por encontrar el fondo, llegaron a medir hasta más abajo de los ochocientos metros sin hallarlo. Y eso pese a que el contorno de la laguna no llega a los cuatrocientos metros. Desistieron los del conde de buscar el fondo, pero sí que notaron que sus aguas eran, y lo siguen siendo, templadas y, a veces, calientes. Y vieron que, con el fulgor del sol, se solían embravecer y que, cuando eso ocurría, si estabas cerca, podías oír unos bramidos, tan fuertes y salvajes como cuando en el mar hay borrascas o tormentas o huracanados ciclones. Pero, eso sí, ninguno llegó a aclarar si aquellas brutales bramaderas procedían de las mismas aguas o eran la voz del monstruo que mora encarcelado en ellas. Esto último, ni antaño ni hogaño, lo ha llegado a saber nadie con certeza. Pero, cuando yo tenía tu edad, decían los más viejos que desde muchas leguas de distancia se podía reconocer la llegada de la tempestad, porque siempre la precedía una nubecilla blanca, justamente como la que hay hoy, la cual, poco a poco, se iba levantando de la superficie de la laguna y era signo de la desastrosa fatalidad que se avecinaba. Y, por mi propia experiencia, puedo decirte que he comprobado algunas veces que llevaban razón y que, en cuanto se divisa la nubecilla, pasado un rato más o menos largo, suele formarse poco a poco un nublado oscuro que puede llegar a cubrir la luz del cielo por entero y que, después, los vientos comienzan a agitarse por todos lados. Se supone que con una fuerza e intensidad proporcional a la furia y vesania que el monstruo de la laguna tenga acumuladas y, también, al tiempo que haga que no haya desfogado su fiereza. Así que antiguamente, en cuando desde los pueblos de por aquí veían la nubecilla, empezaban a tocar las campanas a nublado porque era muy segura la tempestad. Y, entonces, los vecinos corrían temblando a refugiarse en sus casas abandonando con premura el campo e invocando a la Virgen y a los Santos con velas, lamparillas y quedas oraciones musitadas en el rincón más protegido y oscuro de sus casas. Pero, para mí, Santi, que la nubecilla no es tal, sino los vahos que el monstruo suelta por sus fauces cuando comienza a enfurecerse. Pero esto, para ser honrado, no lo sé de cierto y sólo son figuraciones mías.
La narración del Mondacimas me dejó impresionado y mudo. Pero también pensativo y temeroso, al ver el cariz que estaba tomando el cielo. Pasó un largo rato hasta que me atreví a preguntar:
-¿Y hace mucho que no se ha desahogado el monstruo?
-No creas. Hubo un par de tormentas grandes este verano. Yo creo que podemos estar tranquilos, aunque nunca del todo –contestó el Mondacimas con solvencia.
No pregunté más y, aunque el templado y perito Mondacimas me daba seguridad y amparo, no dejé yo de mirar muy mucho al cielo con miedosa desconfianza o, más bien, con bastante canguelo. Y tampoco estaba ya muy seguro de querer ir a la Laguna Sapera.


2 comentarios:

Ángeles dijo...

Me encanta la historia y la forma de contarla de Mondacimas, y me imagino a Santi con los ojos como platos, asustado y fascinado. Y me lo imagino con el aspecto de mi sobrino cuando era pequeño y yo le contaba historias emocionantes que me iba inventando sobre la marcha :D

Soros dijo...

Es que el Mondacimas y, en general, la gente de entonces estaban muy acostumbrados a contar cuentos y los niños a escucharlos anonadados.
También yo le contaba historias que me inventaba a mi hermana pequeña que solía escucharme con una adicción mezclada con terror, pues siempre terminaban siendo historias de miedo que comenzaban candorosa y dulcemente. A veces aún me lo recuerda con estas amables palabras: "¡Cómo me acojonabas, cabrón!"
Ya ves, Ángeles, ya de jovencito era un cuentista.