09 septiembre 2015

Historia del matacán.- Quinta parte

Me llamo Santi. Entonces tenía nueve años. Y precisamente aquel día había conseguido, por primera vez, convencer a mi padre para que me dejara ir al día siguiente de caza con el señor Goyo, o sea, con Gregorio el Mondacimas, que vivía en la casa de al lado.
Yo admiraba mucho a Gregorio el Mondacimas y me impresionaba ver venir a mi vecino con dos o tres conejos apiolados del cinto o con un par de perdices o alguna liebre. Me encantaba verle llegar cada vez que regresaba de caza. De hecho, conocía sus horarios y le esperaba cuando calculaba que iba a regresar. No le decía nada, ni él a mí tampoco, sólo le miraba y le acompañaba boquiabierto calle arriba hasta que entraba en su casa. Además, me había hecho amigo de su perra, la Fa, y por eso nunca me ladraba, ni me enseñaba los dientes, ni me gruñía como les hacía a los demás chicos del pueblo.
Mi padre era molinero y, aunque me parecía un hombre muy fuerte y le quería mucho, no tenía comparación con el Mondacimas. Mi padre se pasaba la vida trabajando en la aceña y, sin embargo, el Mondacimas, sobre ser agricultor, no paraba de zurcir los campos, los montes y la sierra, día sí día no, cazando en compañía de su fiel Fa. Yo le imaginaba variando cada día de aventuras, enfrentándose al azar, a los temporales, viviendo portentos y aceptando las sorpresas y peligros que proporciona el monte incierto. Y, en mi imaginación de niño,  todas aquellas cosas revoloteaban mezcladas como pájaros exóticos. La imagen que yo tenía de mi vecino era fascinante y legendaria.
Así que aquella tarde me la pasé esperando a que el Mondacimas llegara a su casa. En cuanto sentí ruido en su cuadra y vi el brillo de la luz del candil, bajé, llamé a su puerta y esperé.
Abrió la puerta y la Fa inmediatamente me reconoció y  meneó el rabo a modo de saludo.
-Hola, señor Goyo, que quería decirle que si me deja ir de caza mañana con usted –dije yo muy educado porque, entonces, a todos los mayores había que llamarles de usted y, si además eran poderosos, ricos o gente de estudios, había que decirles el don delante del nombre.
-¿Lo sabe tu padre? –cortó el Mondacimas.
-Sí que lo sabe y ni se imagina lo mucho que me ha costado que me diera permiso. Pero me ha dicho que la última palabra la tiene usted, señor Goyo –dije yo, con cierta solemnidad pero sobre todo con la ilusión dibujada a lo ancho de la cara.
-Pero es que voy a andar mucho –respondió el Mondacimas.
-Sí, pero estoy seguro de que voy a aguantar. Además, como mañana es domingo, no tengo que ir a la escuela. Es el único día que puedo ir con usted, señor Goyo –dije, en un tono suplicante, cuando noté que el Mondacimas no se fiaba de mi resistencia.
-No sé, no sé –dijo el Mondacimas rascándose el cogote, y luego añadió - ¿Cuántos años tienes, no eres demasiado pequeño?
-No, señor –dije yo, un poco ofendido y empinándome para parecer más alto- Tengo nueve años pero muy pronto voy a cumplir diez.
El Mondacimas se entretuvo un momento, que a mí se me hizo largísimo, ponderando mi caso. Finalmente dijo:
-Bueno, en ese caso, si casi tienes diez años, te llevaré. Pero, como me falles y tenga que volverme porque te canses, será la primera y la última vez que vengas conmigo. ¿Estamos?
-Gracias, señor Goyo –dije yo con una alegría tan grande que me puse a dar saltos al tiempo que la Fa se me unió jugando y ladrando alegremente a mi lado.
-Déjate de saltos. Mañana al amanecer estarás preparado. Dile a tu madre que te haga un bocadillo porque no sé a qué hora vamos a volver. ¡Ah! Y, si no estás en la puerta cuando yo salga, aquí te quedas.
-Gracias, señor Goyo. Ya verá como estaré.
-Bueno, pues entonces a cenar y a la cama –dijo el Mondacimas con gesto serio.
-¡Hasta mañana, señor Goyo! –contesté un segundo antes de salir corriendo hacia mi casa.
Llegué sofocado a la cocina y, por mi cara de satisfacción, mis padres supieron que el Mondacimas me iba a llevar. Engullí la cena y me acosté. Ni siquiera me entretuve en jugar con mi hermana, como solía hacer antes de que a ambos nos mandaran a la cama. Creía que me iba a ser imposible dormir aquella noche, porque en mi cabeza la fantasía y la ilusión se abrazaban. Eso me producía un nerviosismo tan descomunal que estaba seguro de que los latidos de mi emocionado corazón y las ensoñaciones que pasaban por mi magín me mantendrían despierto hasta el alba.
Me equivoqué. Cuando mi madre me despertó estaba dormido como un cesto y me parecía que apenas había pasado un minuto desde que me acosté. Ella sólo tuvo que decir:
-Santi, va a amanecer.

4 comentarios:

Ángeles dijo...

Me ha gustado mucho la historia de Santi (y el personaje), especialmente la forma en que has reflejado su emoción, su nerviosismo y su ilusión por la aventura del día siguiente.

Soros dijo...

Gracias, Ángeles. Me alegro de que te vaya gustando el cuento. Y me anima el que hagas comentarios.

Ángeles dijo...

My pleasure :)

Soros dijo...

Thanks a lot, again.