14 octubre 2014

XXXVI.- El Renuncia: Caminantes, peregrinos y otras hierbas

Apenas sirvió la cena, Fortunato les dejó. El de la fonda sabía que una de las mercedes, que más agradecía un caminante, era que se le dejara en paz mientras comía. Después, y no antes ni durante, habría tiempo para la cháchara.
Cuando terminaron con la cuña de flan que les sirvió de postre, hizo el fondista el primer comentario.
-Igual van ustedes al Muedo, por asunto religioso.
-Pues no. Ni noticia tenemos de tal sitio. Nosotros, sabe usted, vamos de viaje así, sin más –dijo MP en tono comedido, agradecido como estaba por todo, y disimulando, no muy bien, la molesta desazón que la curiosidad ajena y reiterada solía provocarle.
Mas, el patrón de la fonda, pareció ignorar su tono concluyente y, decidido a pegar la hebra, prosiguió:
-Antaño venía mucho personal al Muedo, pero ya no viene casi nadie. Dicen que ahora la gente va más al Rocío, por la cosa del ambiente, el postín y la jarana, y, sobre todo, al Camino de Santiago, que tiene fama de ser un camino cuidado y atendido, donde dan, según cuentan, hasta alojamiento gratuito. Así que perdonen pero, al verles con los macutos y trazas de peregrinos, me he dicho: éstos al Muedo van.
-Ya, pero nosotros no somos de ésos, no somos peregrinos. Ya le digo que viajamos porque sí, sin ningún estímulo espiritual ni material que nos guíe, como no sea, claro está, el de mirar este otro mundo que aún existe fuera de las ciudades y del que disfrutan algunos pocos afortunados como usted –contestó muy finamente don Macario.
Inclinado al palique, como suelen los de su profesión, contestó el tabernero:
-De afortunado puede que sólo me quede el nombre. Pues los años nos van mermando en todo a hombres y mujeres y llega un momento en el que solamente encontramos algo de dicha en los recuerdos y así, la mayoría, nos convertimos en evocadores del pasado. En cuanto a ese mundo ideal que usted percibe, yo nunca lo he visto. Pero, si es eso lo que desean conocer, corren el riesgo de encontrar sólo el escenario, porque, quedar, quedamos pocos y, más que disfrutar de esta vida, la padecemos y la sobrellevamos peor que mejor. Porque aunque esto sea bonito, las personas ansiamos compañía y, sin ésta, lo bonito se hace monótono, deja de percibirse por cotidiano y termina por no apreciarse. Lo nuevo para ustedes, es lo acostumbrado para los pocos que quedamos por aquí, y, a eso, poco valor se le da. Mi mujer y yo aguantamos porque estamos a punto de jubilarnos y, a nuestros años, adónde íbamos a ir. Por eso me ha hecho ilusión su aparición, porque me han parecido dos peregrinos de los que antes pasaban. Como si fueran ustedes reliquia de otros tiempos.
-Y caminando venimos, pero sólo eso somos: caminantes. Porque aunque todo peregrino sea caminante, no todo caminante es peregrino, ni romero, ni devoto,  ni cosa parecida, como ya le he dicho. Y, aunque hay peregrinos que se sienten denigrados si alguien les llama caminantes, también hay caminantes a los que les molesta que les confundan con peregrinos –contestó MP, esforzándose por  puntualizar y templar su paciencia.
-Pues sepa usted que, a lo largo de mi vida, y bajo la denominación de caminantes, que a todos abarca, he visto venir al Muedo peregrinos veteranos de otros muchos trayectos, e incluso romeros, que propiamente eran los que regresaban de Roma, y hasta algunos palmeros, como se les llama, aunque casi nadie use ya ese término, a los peregrinos que volvían de Tierra Santa -continuó impertérrito el locuaz ventero.
-A lo de romeros le veo la relación, pero eso de palmeros a qué viene –dijo MP picado repentinamente por la curiosidad.
-A que, antiguamente, los peregrinos que regresaban de Tierra Santa traían en recuerdo una palma, lo mismo que los de Santiago traían, por el mismo motivo, una concha. Y de ahí, lo de palmeros.
-Y, ¿cómo era posible que tan grandes caminantes vinieran a este lugar tan desconocido y apartado tras haber recorrido tan famosos y antiguos caminos?
-Pues lo era. Y le diré el porqué. Mire, hay muchas personas que miran con extrañeza y curiosidad a los peregrinos y, aunque alguna vez piensen en imitarles, les produce recelo la idea y el miedo les impide echarse a las andanzas. Sin embargo, a quienes se desprenden del recelo y se arriesgan a vivir la experiencia, suele maravillarles. Porque muchos, creyendo saber adónde van y lo que buscan, topan en los caminos con lo que no buscaban ni esperaban y descubren, para su sorpresa, que los itinerarios en sí son fuente de gozosos avatares, que sólo en tales recorridos se vislumbran. Y llega un momento en el que temen que el camino acabe, con más desasosiego del que sintieron antes de iniciarlo. Y, según mi criterio, se vuelven dependientes de los peregrinajes y tras uno, inician otro y luego otro, y terminan por huir continuamente del tedio de sus vidas y del monótono pasar del tiempo en sus hogares.
MP y Serafín se miraron como dos compinches descubiertos y, ni al uno ni al otro, se les ocurrió cosa que añadir.
El vino que les sirvió, de una jarra que luego dejó sobre la mesa, era espeso, negro y brillante y, lo poco que se derramó, escurriendo hasta el culo de los vasos, dejó en el hule unos cercos morados y densos. Tenía un sabor untuoso, y un paladar áspero y agraz pero, al momento, ponía calor en el estómago. Tras escuchar al tabernero, terminaron el vino que quedaba y quedaron en suspenso.
-Y, ¿dónde cae el Muedo? –rompió al rato Serafín, estimulado por el caldo e intrigado por las juiciosas palabras del viejo cantinero.
-No está lejos. Tienen que seguir dirección a Tarudo y, luego, desviarse a la izquierda cuando lleguen a la cresta de la sierra. Aunque el santuario esté cerrado, el paraje les gustará y sólo tienen que desviarse dos kilómetros. Hay un pequeño habitáculo con cocina, que antes solían dejar abierto para los caminantes. Qué sé yo si lo estará ahora –y añadió el tabernero- Esta noche, si quieren, pueden dormir aquí. Tengo una habitación con dos camas muy arreglada de precio.
Aceptaron inmediatamente el ofrecimiento del providencial posadero.
Como se prolongó la sobremesa, conocieron a María Luisa, la mujer de Fortunato. Hablaron del santuario, de las cosas de antes y de cómo las antiguas devociones se habían transformado en turismo y en lo que algunos llamaban la cosa cultural. También de que el Camino de Santiago se había convertido en una multinacional del pedestrismo, por la procedencia de los peregrinos. Y concluyeron en que, como todos los negocios grandes, había hecho polvo a los pequeños. Y también en que había eclipsado aquellos servicios que se mantenían desde antaño, atendiendo a los visitantes de cultos locales y poco conocidos porque, éstos, sin posibilidad de competir, estaban desapareciendo.
-Y es que el mundo se empeña, cada día más, en hacer todo a lo grande sin reparar, casi nunca, en los innumerables daños que esto conlleva –dijo MP.
-Y sin reparar tampoco en la desaparición de la variedad, porque, sin ella, todo se hace homogéneo y, eso, lejos de promocionar la cultura, como se proclama, acaba solapadamente con ella –puntualizó Fortunato, en el mismo tono cultivado que MP.
Ambos caminantes asintieron nuevamente a las sagaces palabras del ventero. Y, como quiera que éste les había invitado a café y a una copa de Soberano, MP, animado por el tenue vaporcillo del brandy, a punto estuvo de iniciar una de aquellas apocalípticas intervenciones, abominando de la vida anodina que a la Humanidad se le estaba viniendo encima así, sin comerlo ni beberlo y a la chita callando, pero Serafín, apenas le vio las intenciones, le hizo comprender con la mirada lo improcedente de aquella previsible alocución. No estaba bien que sembraran la semilla de la desesperanza y el resentimiento, con palabras de inconformista violencia hacia lo nuevo, en aquel tranquilo recinto donde con paz y calidez habían sido recibidos.
Se fueron a dormir conscientes de que el tabernero, no sólo conocía bien las necesidades primeras de los caminantes, sino que intuía también las razones últimas que les ponían en marcha. Y como la comprensión también es un refugio, MP y el Renuncia, encontraron un poco más del que esperaban en aquella fonda del camino viejo del Muedo.
Y es que, el que no es tonto, aprende en todas partes.

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