04 octubre 2014

XXXV.- El Renuncia: La Fonda Fortunato

Cuando anochecía, al llegar su camino a una carretera, vieron el indicador: Bloqueona 1 Km. Y, escarmentados como estaban de dormir en campo abierto, tomaron al unísono la carreterilla secundaria que llevaba al pueblo.
Bloqueona era una localidad muy pequeña, así que temieron no encontrar siquiera una taberna.
-No sé si en esta aldea encontraremos algo –dijo MP.
-Pues tendremos que conformarnos con lo que haya, que tenemos ya la noche encima –contestó el Renuncia.
E iban los dos resignados a resguardarse en algún pórtico, soportal o pajar, cuando vieron salir luz de una puerta. Encima de la puerta, colgado de la pared, un anuncio de cerveza rezaba en su parte baja: “Fonda Taberna Fortunato, camino viejo del Muedo”.
Empujaron la puerta y sonó una campanilla según entraron a una estancia cuadrada y espaciosa. A la izquierda había un mostrador de madera con algunos cascos de cerveza, un par de vasos con restos de vino y un cenicero de metal con algunas colillas. En un rincón del mostrador había varios frascos antiguos de caramelos y, junto a ellos, otro recipiente cilíndrico de plástico, coronado por Chupa-Chups clavados por el palito en los orificios de su tapa cónica. En la pared un mosaiquito colgado aconsejaba: “Si bebes para olvidar, paga antes de empezar”.
Dos parroquianos, casi ancianos, sentados junto a una de las mesas, al lado de una estufa de leña, dejaron su conversación en suspenso apenas entraron los forasteros y les observaron con descarada curiosidad.
Saludaron los recién llegados y respondieron los otros. Pero, como no había quien atendiera, MP y el Renuncia esperaron observando el local silenciosamente y calibrando si, en aquel humilde establecimiento, podrían solventarse sus necesidades.
Había cuatro mesas de madera con bancos a los lados frente a la rústica barra; tras ella, una anaquelería mostraba, sin mucho orden, botellas, botes y latas de conservas, cajas de galletas, pasta envasada, una cafetera pequeña y una gran lata de pimentón decorada en el centro con un clavel rojo; esparcidos, en las demás estanterías, aparecían cartones de tabaco, vasos y copas de distintos tamaños, algunos con marcas de vermú, de ginebra o de whisky que, mirados en conjunto, parecían miembros de familias diferentes con un origen olvidado y dispar. De la pared opuesta colgaban: un viejo anuncio de Nitrato de Chile, un almanaque con una joven en bikini sobre el capó de un coche,  una placa algo picada de Seguros La Catalana y una bandeja de albahaca sobre madera con una representación de la Última Cena.
Apenas ojeado el local y los clientes, MP y Serafín se miraron. Y, como si en la vulgaridad de la taberna se hubieran reconocido, siguieron a la espera sin abrir la boca.
-¡Fortunato, que ties gente, es que no has oído la campanilla! –voceó uno de los parroquianos.
-Voy enseguida, creí que erais vosotros que os ibais –contestó una voz procedente de la trastienda.
A los pocos segundos apareció un hombre de unos sesenta y tantos años, más gordo que delgado, con camisa blanca bajo una chaqueta de punto de color verde chillón. Llevaba patillas largas de hacha y una boina grande con vuelos, como si fuera vasco, que le tapaba la calva. Les miró confianzudamente y, con buen gesto, dijo:
-¡Buenas tardes! ¿Qué va a ser?
Al ver aquella diminuta cafetera, y por entrar con buen pie, sin pedir gollerías, MP preguntó amablemente si les haría café. El de las patillas les miró de arriba abajo un instante, luego consultó su reloj y, viéndoles la pinta y los macutos, dijo amistosa e inopinadamente:
-¿Y qué me dicen ustedes de unos lomos de la orza con un par de huevos fritos con patatas y pimientos? Les advierto que el panadero ha dejado hogazas del día esta mañana. Pero, claro, si es café lo que quieren, pues café.
MP y Serafín se miraron entre sí como dos beatos iluminados y luego, mirando al de las patillas con las caras trasmutadas de blanda complacencia, dijeron al unísono y casi ansiosamente:
-¡Los lomos!, ¡los lomos!
-Se echa de ver enseguida cuando el personal no pide lo que quiere –dijo tranquilamente el de la boina y añadió- Enseguida le digo a mi mujer que les prepare la cena y que les haga también una ensalada. ¿Hace?
-¡Hace!, ¡hace! –contestó rápidamente el dúo.
Sin esperar más, se metió en la trastienda y, a los dos minutos, salió con servilletas y cubiertos, un cestillo con gruesas rebanadas de pan y, bajo el brazo, un hule que extendió sobre una de las mesas.
-Vino, ¿no? –dijo sin mirarles- Tengo una pipa de tinto de Aragón que puede cortarse con cuchillo. Ya me dirán luego si es flojo.
Y los dos caminantes, atendidos por aquel cantinero clarividente, dejaron en una esquina sus mochilas y se sentaron a la mesa.
Los dos parroquianos se levantaron entonces y, dirigiéndose a la puerta, se despidieron:
-Hasta mañana, Fortunato. Y a ustedes, buenas noches, buen provecho y que les vaya bien en su camino al Muedo –dijo uno de los viejos
-Y que se cumplan sus peticiones, porque irán allí por alguna promesa, claro –añadió el otro.
-No, no vamos por ninguna promesa, nosotros no… -intentó explicarse MP
-Claro, claro. No lo querrán decir ustedes. Es natural – contestó el otro, ya con un pie en la calle.
MP y el Renuncia quedaron intrigados por el Muedo y sorprendidos de que les hubieran tomado por devotos cumpliendo una promesa.

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