08 febrero 2012

Fin de temporada


-        ¡Coño, cuánto echo de menos al Colás!
Sí, es cierto. Pero, sin embargo, me resisto a ir a verle. No quiero contarle que me he hecho cazador de nuevo. Y, menos aún, contarle mis cuitas.
El Colás, al contrario que yo, no ha dejado nunca de ser cazador en su cabeza.
-        ¡Papo, Sarvi!, si yo encontrara un compañero, aún me hacía con una escopeta y seguro que no quedaba mal. No como antes, o sea, pero mi papel lo cumpliría. Porque yo, antes muerto que rajarme. ¡Me cago en diole!
Y miro al Colás y veo a un anciano. Está entre los ochenta y los noventa. Tiene la espalda torcida. El pelo hirsuto, blanco. Camina de lado. Cojea, y se desplaza a golpe de meneo de cadera. Otea, más que ve, por un punto pequeño del centro de sus gafas.
-        Sí, es verdad –me digo- , pero, ¿y su cabeza?, ¿qué tendrá en su cabeza?
Hace poco me dijo que todavía creía que podía educarse la voz, o sea, por la cosa del cante. A punto estuve de decirle que él no necesitaba educación alguna, que, lo que había sido, bueno o malo, no tenía remedo ni cambio, pero que no pretendiera resucitar ni en el cante ni en la caza. Que lo escrito, escrito estaba. Me callé, ¿quién era yo para desengañarle? A los hombres, los demás, debieran dejarnos vivir. ¿Qué más les da nuestra quimera?
-        A las perdices no te digo, Sarvi, pero, ¿a la liebre? Me cago en diole, a pocos ibas a encontrar más finos que yo. Sí.
Y me daban ganas de decirle: “Pero Colás, adónde vas”, pero él, antes de que pudiera abrir el pico me decía:
-        A las liebres, talmente igual que antes, Sarvi, que las veo a cincuenta metros. ¡Papo, si las veo! Sí
Y yo miraba a mi entrañable Colás, con su cabeza blanca, con sus gafotas, con su obstinado porte de tornillo torcido y roto empeñado en erguirse ante de mí. Y, la verdad, es que me daban ganas de abrazarle. Como si fuera una criatura. Como a un niño.
-        Colás, Colás. Si mi afecto te devolviera la pujanza, aquella pujanza salvaje que un día tuviste, no dudes que te la devolvería. Es más, para mí la quisiera, pues no he conocido a nadie con tu fuerza salvaje, con tu conocimiento instintivo del campo abierto, del terreno agreste y puro. Colás, Colás, ¡cómo te echo de menos! Pero, ni mi afecto tremendo, ni nada, puede parar el tiempo. ¡Cómo podría convencerte! –pero esto, naturalmente, eran sólo mis pensamientos callados. De decirle a él, ni por pienso.
Y yo sabía que no era cuestión de palabras, que la caza es una cuestión de pensamientos, que el Colás se sentía por dentro tan joven como entonces, como si los años no hubieran pasado, como si la escoliosis no existiera, como si la artrosis no fuera con él, como si la vista no la tuviera taponada por unos culos concéntricos de vaso, como si las fuerzas vinieran sólo de dentro, del espíritu, y no las trasmitiera la máquina del cuerpo, cómo si los pulmones hincharan las velas de unas piernas que nos permitieran navegar al infinito, como entonces, sin acordarnos de toses, asfixias ni bronquios atascados. Como si olvidáramos que podemos caernos en lo más limpio y pretendiéramos, con el pensamiento, navegar surcando oblicuamente las laderas más accidentadas. Amigo Colás, cómo decirte que entonces era entonces. Cómo decirte algo tan sencillo.
-        Aunque, no te creas –me dijo, haciendo una generosa concesión a sus mermas-, ya no soy el de antes que, antes de que se muriera la andaluza, un día que se fue a su pueblo, yo me dije que, sin control como estaba, iba a cenar lo que más me gustaba: y me compré medio de castañas pilongas y un bote de kilo de callos. Me lo comí de una sentá, Sarvi, a fuerza de pan y vino, claro. Tú qué sabes cómo disfruté. Papo, Sarvi, las castañas pilongas y los callos, lo que más me gusta en el mundo. Pero, si no llega a venir un vecino y avisa, me muero esa misma noche. Me subieron a la residencia y me hicieron un lavao de estómago. Si no llega a ser por eso, casco. Sí.

El último día de caza de esta temporada salí de amanecida, como de costumbre. En el resguardo de la casa del pueblo hacía tres grados bajo cero. Pero venía un zarzagán que helaba la cabeza. El viento multiplica el frío. La jodida sensación térmica, que dicen por la tele.
Dimos, a la luz del amanecer, la mano de La Solana.  Unos dos kilómetros de ladera pelada, con altibajos en su falda, con matas hirsutas y peñascos calvos y erosionados. El viento soplaba con violencia y, sólo en los bajos, parecía posible que alguna vida se ocultara. Los animales son como las personas que, del viento helado, se resguardan como del fuego ardiente. Que, en puridad, al cabo de un rato, tanto quema el uno como el otro.
Llevé una mano llena de zarzales y aliagas. Al cabo de una hora tropecé y me di cuenta de que me había metido un pie en la pernera de la pierna contraria, desgarrada por la matas. Buen trompazo me dí. Pese a mis cuidados, con aquellos pantalones desastrados, ya no podía andar por las laderas irregulares y empinadas. Al terminar la mano se lo dije a mis compañeros.
Volvimos al pueblo. A la vista del tiempo, ellos se fueron a tomar café al Pelos y después a almorzar al Pesebre. Eran las diez y media.
Por mi parte, me cambié de pantalones y, tras cavilar, me largué de nuevo al paraje que me pareció más protegido de los vientos. Entré por bajo a los barranquetes de debajo de La Muela. La fui bordeando, despacio, por la falda que limita con baldíos y rastrojos. Llegué a una zona amparada del viento por la mole del cerro. Me detuve. Parecía un milagro encontrar un lugar calmado en medio de la cellisca que comenzaba a caer. Aquello era un abrigo natural. Casi estuve a punto de sentarme a descansar del vendaval, del frío y de los anisillos helados que caían y que zaherían cara, manos y ojos como puntas de alfileres. Pero no lo hice porque me pareció oír el canto ronquillo y quedo de la perdiz, reclamando a sus congéneres. Así era. Acosadas por los rigores del día, se habían refugiado al pie de aquella ladera orientada a contraviento: cazador y caza hermanados, me dije. Sesgué a la derecha en dirección al canto. Enseguida volaron. No eran más de media docena.
-        Si tiro cerro arriba tras ellas, volarán y no las vuelvo a ver. A favor del viento igual llegan a Cuenca –pensé.
Entonces me acordé del Isidro: “Si topas, yendo solo, con un bando, no las sigas de frente. Tírate más abajo de donde creas que se hayan echado y luego tuerce y ve subiendo en zig-zag. Irás tirando a las que se rezaguen y no las desperdigarás”- y, como en este oficio se aprende si tienes la humildad de aprender y la voluntad de andar, hice caso al maestro y empecé zurcir, en largas diagonales ascendentes, la falda tremenda de La Muela.
Al segundo zig-zag, me saltó una desperdigada, como mandan los cánones de Isidro. Salió larga y fallé el primer tiro y el segundo se lo tiré moviendo la mano a la desesperada. Para mi sorpresa cayó, a yo qué sé la distancia, en la cerrada de una chopera, que hay en los bajos del cerro, recién talada. En estos casos, siempre me quedo paralizado un momento al constatar lo que puede alargar una escopeta. ¡Vaya tiro! –me felicité.
Bajé a la carrera. Que si quieres. Media hora de búsqueda. Alocada al principio pero, luego, metódica. Ni rastro. La Tiqui se picaba siempre en el mismo sitio pero yo, como es nueva, no tenía fe en ella.
-        Lástima – me dije- no haberme traído a la Fary aunque, por otro lado – reconocí –, si me traigo a la fiera de la Fary igual me la habría levantado en las Chimbambas. Y, con esta idea, quise consolarme.
Cuando volví a la diagonal abandonada, me dije que las perdices ya debían de andar en lo alto. Así que tomé el sesgo más ventajoso para subir al empinado cerro con el menor esfuerzo. Al llegar arriba el viento me levantaba el macuto de la espalda y me daba con él en la cabeza. Con el viento a mi espalda intuía que esa era la dirección correcta, a salvo de él, en el que se resguardarían las perdices, cubiertas en la ladera que estaba a cobijo del aire.
Hasta la joven Tiqui se picó. Al avistar la ladera, en cuanto me asomé, saltó un perdigacho a veinte metros con la fuerza del viento en su cola. Tanto le quise ver caer, pues lo consideré muerto, que no lo cubrí: ¡Pun, pun! –y se escapó y se perdió en la distancia como un diminuto reactor. No me lo quería creer, pero era evidente. Por mi precipitación, me dejé los tiros bajos. No te reportas, me dije, pero en esta temporada, la primera después de tantos años, ha sido tu tónica tirando a la perdiz.
-        ¡Cojones, parezco nuevo! Y no me quiero dar cuenta de que al fin y al cabo, en estas emociones, nuevo soy, aunque me cueste creerlo.
Cabreado por una impericia que creía tener superada, sigo avanzando con cautela. Queda ladera a cubierta del viento. Alguna más tiene que haber. Y, efectivamente, quedan las otras que saltan, fuera de tiro, a más de setenta metros ladera abajo. Desanimado, ni hago intención.
Bajo de La Muela y recorro baldíos, regueras, rastrojos, pequeños surcos, y asciendo a los medianos tesos circundantes, pero mi imaginación no adivina dónde pueden estar las fugitivas. No doy con ellas.
Picado, subo de nuevo a La Muela. Ni en su cima ni en las laderas peinadas por el viento, que silba con fiereza, salta ninguna. Vuelvo a bajar y, cabreado, me dirijo al coche, pero no para marcharme, sino para ir al pueblo, dejar a la Tiqui, y traerme a la Fary y ver si, la fogosa braca, es capaz de cobrarme la perdiz perdida. Sé que es harto improbable que lo logre porque hace dos horas de ello pero, aún así, voy al pueblo a por ella.
Todo es inútil, la braca no da con rastro alguno. Así que decido dar una vuelta por la mano contraria y me voy a los bajos del Altillo Redondo. Nuevas subidas y bajadas animado por la fogosidad de la braca incansable. Me es difícil sujetarla. El día va venciendo y el viento viene cada vez más cargado de nieve. Reparo en que voy con la nieve adherida a cada centímetro de mi ropa, parezco un espantapájaros blanco. Y, al tiempo que lo pienso, me digo que no he podido dar con una expresión más acertada: me he pasado el día espantando pájaros.
La Fary, pese a sus excepcionales vientos y al terreno que mueve, no levanta una perdiz. Bajamos a lo más bajo del valle y, en cuanto se acerca a los surcones por donde evacuan el agua los cerros, comienza a picarse. Se tira en picado a un surcón de unos quince metros de profundidad. Está ciega y su rabo se mueve como un molinillo. Es indudable, la perdiz está cerca. De sobra conozco a la perra. Una vez más las perdices, como haría cualquiera, se refugian de las temibles condiciones atmosféricas en el fondo de los resguardos. Temo que saque larga a la o las perdices y corro tras ella siguiendo el hilo de la quebrada. Se para de repente, se vuelve, y marca en mi dirección. Deduzco que la perra ha rebasado a la perdiz y que la debo de tener casi a mi altura. Pero la fogueada patirroja no me da ni un segundo para pensar. La veo tomar carrera cuesta arriba a no más de quince metros. En mi ansiedad, a punto estoy de tirarle según toma carrera. Pero no, la dejo levantar: ¡pun, pun!, nuevamente me precipito y no la cubro. Es tal la fuerza del viento que se ve obligada a girar, rodeándome. Me doy cuenta de que la podría haber disparado a placer, en su giro, pero mi precipitación había vaciado nuevamente mi escopeta.
La tarde cae y la nieve arrecia. No por ir hacia el coche olvido que alguna más puede saltar pero, desanimado, casi prefiero que no sea así. Derribé una en el tiro más insospechado y las dos, cantadas, se me fueron como a un nuevo.
Definitivamente, no le diré al Colás que he vuelto a la caza.

6 comentarios:

Isidro dijo...

Bravo, bravo, bravo al cazador que contado parece fácil pero, que no lo es. Ni mucho menos.
Son esas condiciones tan adversas las que te hacen aun más grande.
Y, ¡no te equivoques!!! que esas perdices que vuelan hacia ti son dificilísimas de matar.
Gracias por tus elogios. Y, si hombre si, cuentaseló al Colás.

Un saludo.

Soros dijo...

Gracias, Isidro.
Mucho esfuerzo físico y muy cortos resultados.
Cuando se lo cuente al Colás, igual se empeña en enseñarme a tirar de nuevo.
Un abrazo.

Isidro dijo...

No te sientas decepcionado, Soros, porque para cazar en esas condiciones climatológicas, hace falta tener todo un cúmulo de cualidades y pasiones, que sólo las tiene el amante del campo y el auténtico cazador.
Y te vuelvo a decir, que esas perdices que te salen a tiro, y que se vuelven hacia tí a favor del viento y a esa velocidad, hay que haber fallado muchas antes de matar la primera. Luego, si... ya son mucho más fáciles.

Un abrazo

Soros dijo...

Nuevamente gracias por tus consejos y tus ánimos, Isidro.

Insumisa dijo...

¡Ay!
De pronto me ha dado un poco de nostalgia por un Colás que no conozco y no he conocido mas que por las lecturas que hago en tus blogs.
Pero esa riqueza del hoy anciano, queda en su imaginación. En la tuya, por descontado y en la de los que te leemos escribir con tanta pasión sobre la caza.

Soros dijo...

Eso, Insumisa, quiere decir que yo lo quiero bien y que, sin proponérmelo, trasmito mi sentir a los poquillos que leen este blog.
Y, la caza, para algunos, no es eso que siente casi todo el mundo. Es otra cosa que solamente leyendo los relatos se puede comprender. No tiene ninguna definición exacta. Y no la defiendo ni la ataco.
Miguel Delibes se definía como un cazador que escribía. Y, en mi caso, ni siquiera llego a eso.
Besos.