25 enero 2012

El oficio más viejo

Aunque le costaba reconocerlo, tenía dolores fuertes en el espinazo. Pero le enorgullecía ser todavía capaz de cazar de sol a sol.
Especialmente en esos días, los dolores de espalda le recordaban a aquel otro viejo, de entonces, que vendría a ser, más o menos, lo que él era ahora. Y le parecía que, en los atardeceres mortecinos, escuchaba su queja sobre la cortedad de los días y su deseo de que, oscureciendo, el sol se detuviera y el ocaso prolongara el día de un modo indefinido. Recordaba la avaricia insaciable de aquel viejo por las horas de luz que, inevitablemente, se escapaban y hacían que la jornada no se acabara, sino que tuviera que suspenderse por causas ajenas a su voluntad. “Lo mismo pasa con la vida”, solía decir con una especie de disgusto resignado.
El viejo de su recuerdo no era precisamente un hombre diligente. Era, más bien, una persona tranquila, pausada en sus actividades diarias, buen conversador, socarrón y bromista, graciosamente dilatador de los trabajos y que tenía por costumbre posponer las tareas, por apremiantes que fueran, como si sus días no fueran otra cosa que una inevitable espera, abrumadoramente tediosa, de las jornadas de caza. Era lo único que tenía sentido para él, la única de las actividades de la vida en la que se volcaba. Era como si todo lo demás fueran enojosas fatigas, a evitar en lo posible, que no valieran la pena.
“Pero de algo hay que vivir, muchacho –le decía-, y pocos son los que viven de algo que les guste. Este es un mundo de resignados y fingidores. Nadie es libre.”
El viejo le enseñó muchas cosas. Lástima que él, por entonces, no las comprendiera del todo. Por ejemplo, le contó que, aunque toparía con grandes tiradores, la caza no era eso. Él sabía que los buenos tiradores se encontraban a cientos, pero no era la reputación ganada en concursos de tiro la que hacía al cazador, ni tampoco el número de piezas. Y menos lo eran las grandes cacerías, ni la vanidad, ni la fama, ni los cotos de muchas campanillas.
“El oficio de cazar es el más viejo, contra lo que se dice por ahí. Que la lujuria –hijo- viene siempre después de satisfacer el hambre, que es la primera dictadora.”
“Mira –añadía-, el cazador ha de fundirse con el campo, volver a ser un elemento más de él, como lo era el hombre libre en los principios del mundo, cuando la caza era su primera y única religión. Una religión que, en puridad, ha sido la única que, a lo largo de la historia, le ha dado al hombre de comer sin meterle en problemas.”
De él aprendió que, en la caza, cualquier tiempo pasado fue también mejor. Pero en esto no estaba del todo conforme porque, a decir verdad, muchas otras personas dicen eso mismo de la vida, siendo que lo que echan de menos es, casi exclusivamente, su juventud y otras cosillas agradables que ésta traía aparejadas.
Pero sí, la caza para aquel viejo era una actividad minuciosa, a la que se dedicaba concienzudamente y con un interés tan exacerbado como incomprensible. Volcaba en ella toda su capacidad de observación y, a la gran experiencia de sus años, sumaba, sin excepción, la peripecia del día anterior. Y, según él, todas esas cosas juntas no le permitían asegurar que no sería testigo, al día siguiente, de algo nunca visto ni, por asomo, imaginado.
“Tenemos, los cazadores, fama de mentirosos. Pero, amigo, no lo creas –acostumbraba a decirle-. Lo que ocurre es que contamos cosas que, a los profanos, les parecen inverosímiles porque desconocen que, en el campo, lo que no ha sucedido en diez años, puede suceder en un segundo. Pero, por desgracia, como ellos no han de poderlo comprobar jamás, por su indolencia, antes de pasar por crédulos prefieren hacernos pasar por mentirosos a nosotros, gente seria y honrada que, cándidamente, contamos cuanto nos sucede en lugar de callarlo y dejarlo egoístamente para nuestro magín. Y, así, en lugar de creer nuestras mentiras desinteresadas, que aunque lo fueran no harían mal a nadie, prefieren creer las patrañas egoístas de otros, más taimados que nosotros, que simplemente dicen a los auditorios lo que éstos quieren oír. Y no te digo más, hijo mío, porque no me gusta señalar a nadie.”
Al pasar por el cementerio de bardas de adobe carcomidas por el tiempo y gastadas por los aguaceros, se acercó a la tumba del recordado compañero. Las letras del nombre y los números de las fechas le parecieron mucho más antiguos, desvaídos y gastados que su recuerdo. Sólo el breve epitafio le recordó al viejo: “Finalmente libre”


10 comentarios:

Isidro dijo...

Triste recuerdo de este viejo, de aquel otro, que encontró su libertad en un sitio tan remoto.

Bien montado y mejor trasmitido este relato, Soros, como siempre.


Un saludo

Soros dijo...

Isidro, los relatos, sin ser ciertos, tampoco puede decirse que no lo sean, porque, ¿cuántas cosas pueden pasar por las cabezas en ese mundo de soledades, que tú conoces tan bien?
Si te fijas en este relato, aunque trata de la caza, no se narran acciones, se narran sentimientos. Y estas cosas tú también puedes hacerlas. Al menos, tema tienes. Ya lo creo, y mucho.
Saludos.

matrioska_verde dijo...

¡que curiosa coincidencia!

¿o sóis la misma persona?

dos párrafos exactamente iguales.

http://carlanca.blogspot.com/2012/01/contra-corriente.html

diferente palabras, contenido parecido.

biquiños,

Soros dijo...

Escribo estos dos blogs.
En éste cuando me apetece escribir sin medida; en el otro, cuando quiero ceñirme solamente a cien palabras.
Bicos.

Paz Zeltia dijo...

yo también soy dilatadora de los trabajos y tengo por costumbre posponer las tareas, (no sé si graciosamente
:-)
oyendo, (vale, leyendo) lo que dice el viejo, es como si pudiera entender, por un momento, las razones de la práctica de la caza.(Que siempre me resultan difíciles de asimilar)
gracias por ayudarme a comprender.

Anónimo dijo...

Largas son tus campiñas, las altas y las del valle que juntos compartimos. Tú en esos ratos de ´recortada, yo recortando lomas. Diferentes formas de disfrutar de la soledad de los sembrados tú y de las faldas yo.
Siempre te lo he llamado "paralelo" y nunca lo nombré por pura prudencia para evitar cualquier relación que tú no quisieras. Ahora ya lo descubres.
Esas tierras bajo los mil metros donde Tetis dejó durante tanto tiempo sus desgracias y otros fósiles. Labranzas por encima de esos para disfrutar de vistas inmensas donde escuchar el sonido de la perdiz o del gazapo, tú. Por ocejones de otras latitudes, yo.
Saúde e ceibedad.
[Hay otras formas de libertad pero cada vez se nos escapan más. Hoy, en occidente, no es muy necesario recurrir al oficio más viejo sino es por puro lujo; supongo entre otras]

Soros dijo...

Eso, Beato, de disfrutar de las faldas me produce cierta envidia. ;-)
El lujo, algunas veces, amigo, es la vuelta a la sencillez. Pero, claro, todo se puede mirar de modos diferentes.
Un abrazo, Beato.

Soros dijo...

Zeltia:
La desconfianza del viejo hacia los trabajos que se realizan en la vida hacía que su constante posponer las cosas tuviera un sabor gracioso, al menos, él era capaz de darle esa gracia.
La caza. No soy un defensor de la caza. Porque la caza engloba muchas prácticas. Solamente escribo cosas que tienen que ver con la caza, con la caza tal y como algunos la sienten. Pero no me atrevo a defenderla ni a atacarla. Cada uno puede sentir cosas distintas y tener un modo de considerar lo que nos rodea. Yo simplemente escribo lo que siento, como hago en casi todas las ocasiones. Si esto te sirve para tener más referencias me alegro mucho, Zeltia.
Bicos.

Paz Zeltia dijo...

Grazas, Soros (doblemente)
-te sentiste espléndido-

:-)

Soros dijo...

No sé si son despistes míos o que, de vez en cuando, me saca los comentarios por duplicado.
Gracias Zeltia.