Amigo José:
A veces pienso en tu afición por el toreo. Y me imagino  que, tras él, debes ver algo que muchos otros no vemos. Pero supongo que, aunque  para verlo no haga falta, para narrarlo se ha de tener, como mínimo, una  asimilación al rango de poeta. Pues, a mi juicio, sólo ellos ven lo que los  demás buscamos a tientas. Y se ha de ser poeta para tener la osadía de atacar la  labor de decir lo inefable.
En mi poca experiencia como espectador de toros, pues en  una plaza no creo que haya visto más de cien corridas, no logré aficionarme. O,  tal vez, mi afición se vio superada machaconamente por el aburrimiento. Me  pareció un espectáculo tedioso en el que, a veces, teniendo al lado a un buen  aficionado, éste aún me afianzaba más en mi impresión al describirme, sin errar,  lo que los protagonistas iban a hacer en cada momento. 
Reconozco, sin embargo, que en rarísimos instantes llegué  a percibir un arte efímero y sobrecogedor que quedaba dibujado en el aire, en  segundos, antes de desvanecerse para siempre, pero cuya impresión estética y  ética ha durado en mí hasta hoy. Supongo que fueron esos pocos instantes, que mi  memoria atesora, instantes de verdad. De esa verdad que los aficionados buscan y  que es tan difícil de encontrar que, a los que no lo somos, nos parece quimera.  Pero sí, yo también, pese a mi descreimiento, tuve algunos momentos de  transporte sin estar, precisamente, predispuesto a ello. Las raras veces que  esto ocurrió, inmediatamente después, no me creía que había visto lo que había  visto, pero la impresión era tan fuerte que no me abandonaba en varios días. Así  que me dije que, a lo mejor, el toreo era como la investigación y que había que  dedicarle horas y horas, sin garantía ninguna, para descubrir atisbos  sobrenaturales que apenas duraban menos que un instante. Sin embargo, veía a mi  suegro absorto en las faenas y me pregunta si aquel viejo herrador y yo podíamos  estar sintiendo lo mismo. Imposible me fue romper la inmutabilidad de su  silencio fijo. Para él aquello era más sagrado que la misa mayor de su pueblo y  yo llegué a pensar que, si uno estuviera tan atento a todo cuanto mira,  podríamos llegar a vislumbrar fenómenos en otros aspectos de la vida que, de  ordinario, a la fuerza nos deben pasan desapercibidos. Tal era la fijación de  aquel anciano que se obcecaba en buscar un milagro o el aliento de lo  inexplicable donde yo, por lo general, sólo veía arena, charangas y  rutina.
Otras veces se me ha ocurrido que el toreo debe  parecérsele al cante porque ése sí que llega a emocionarme y, alguna vez, el  cante puro, un martinete, por ejemplo, me ha llevado, por así decirlo, por  encima del tiempo. Y, reconozco, que el cante, cuando se viste sólo de folclore,  puede ser muy tedioso. Pero, amigo, los quiebros y los tonos de ciertas  gargantas parece que sacan una fuerza oculta que anduviera en la tierra y que,  de repente, te sube por las piernas, te remueve las tripas y, quieras o no, te  ahoga y te sale por los ojos, quién sabe si para no causar daños mayores. Es  algo con una potencia que no se sabe de dónde viene pero que ahí,  inexplicablemente, aparece y su ser no se puede negar.
Hasta me ha dado por pensar, en algunas ocasiones, que  los hombres de hoy hemos perdido el contacto con la verdad primaria. La verdad  de la vida, la que nos ha hecho a los hombres distintos de los animales. Una  verdad que es a la vez de la vida y de la muerte, la que nos impulsó por encima  de los otros animales a sabiendas de que nuestro destino también era la muerte  pero que, originariamente, nos creó resortes que hoy tenemos olvidados, fuentes  de energía interna hoy desconocidas, contactos con fuerzas ignoradas, recursos  todos que hoy se desconocen y a los que, en cierto modo, y casi  inconscientemente, sólo nos aproxima el arte y, dentro de sus gamas, el más  primitivo de los artes, el que se dibuja en el tiempo y en el aire  jugando con la vida y la muerte. Ese arte  que, cuando es puro, sólo puede encerrar verdad. Y tal vez el hombre sea hombre  porque es capaz de asumir ese reto voluntariamente, de entregar al arte su mayor  propiedad y, a decir verdad, la única que verdaderamente tiene: la  vida.
Otros ratos me digo que todo esto es ponerle demasiada  fantasía a algo que ha devenido en un oficio: el de trastear al toro para ganar  dinero. El de un arte que se ve deteriorado y degradado al rango de oficio y, ni a eso siquiera, al de un trabajo rutinario más. Y así resulta que los toreros, si  es que merecen ese nombre, se convierten en sus propios enemigos. Y llegamos a  un extremo en que los sacerdotes destruyen su propia religión. Y lo que habría  de ser descubierto con el ánimo sobrecogido, casi como si el espectador fuera un  visionario en busca de una trasmutación casi imposible, se convirtiera en  despachar ferias y no fieras y, sobre todo, en ganar dinero a costa de los pocos  creyentes antiguos que al toreo le quedan y de desengañar definitivamente a los  neófitos, que a tal arte se acerquen, buscando algo más que comerse el bocadillo  en un tendido con la peña.
Algunas veces me digo: A ver si a mí lo que me pasa es  que me gustan los toros de verdad y no esto que hay, y por eso voy diciendo que  no me gustan los toros.
Te echo de menos por aquí porque eres de las pocas  personas con las que se puede hablar de algo, así, sin más, sin poner un  intento. Porque para hablar, cuando hay intento, ya estamos en algo demasiado  voluntarioso y, entonces, hablamos de las cosas de siempre, con las muletillas  de siempre, con las frases heredadas y con todos esos fiambres del lenguaje y  del pensamiento que siempre tenemos tan a mano para resolver cualquier situación  sin salirnos de tono.
Me voy el día 16 de diciembre de la profesión. Y me  parece que estas cosas tienen algo de funeral de esos antiguos, de los de cuerpo  presente digo, pero con el cuerpo vivo. Así que me he empeñado en evitar esas  ceremonias y me iré como llegué. Porque, al fin y al cabo, es lo  natural.
También te mando este mensaje un algo conmovido por el  gesto que tuviste de invitarnos a Brasil. Te lo agradezco mucho pero cada día me  vuelvo más provinciano de lo que siempre he sido, y lo soy mucho, y no tengo ya  ganas de ver más cosas nuevas que, con digerir las viejas, tengo ya  bastante.
Un cordial saludo allá donde te encuentres.
 

 
 


