
Quitó con la mano el vaho de su nariz en el cristal de la ventana. Y vio aquel perfil majestuoso: la mole parda del cerro San Cristóbal y todo el corte de montes que bordeaban las alcarrias. El Nano imaginó qué habría más allá, cómo sonaría aquella lluvia sobre los pedregales, qué olor desprenderían las encinas, qué dibujos harían sobre el suelo los trazos caprichosos del agua de la lluvia, dónde se habrían amparado las perdices, en qué cobijo andaría asobinada la raposa…
- A ver, Nano, ¿te has estudiado ya los números primos? –irrumpió la presencia sonora del maestro.
- No me entra, don Gonzalo.
- Pues te vas a quedar hasta que te lo sepas.
Y el Nano, otra vez solo, se preguntaba por qué importaba tanto lo que había a este lado del cristal, por qué no reparaba nadie en aquella inmensidad que había fuera. ¿Es que no se daban cuenta? ¿Es que no lo veían?
Y el chico, precoz autodidacta, empezó a sentir la vocación secreta de mirar siempre donde otros no miraban. Y claro, empecinado en ello, con el tiempo sus ensoñaciones tuvieron sentencia:
- No hay manera con él. Este chico es un inadaptado.
2 comentarios:
¿Don. Gonzalo?... ¡castigado!... el cerro San Cristobal.
Uyyyy... eso me suena.
Lo importante es que el relato te suene bien, porque los nombres bien podrían ser otros y, lo dicho, tendría el mismo significado, Isidro.
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