07 octubre 2010

Recaudación municipal

Al ver la imponente mesa, de seis metros de largo por dos de ancho, cubierta por treinta centímetros de recibos desordenados comprendió el verdadero alcance de las palabras de Uranga.
- ¿Me echarías una mano con los recibos de la recaudación?
Y se arrepintió de su entusiasmo juvenil al contestar:
- Eso está hecho, Uranga.
Recibos de alcantarillado, basuras, vehículos, agua, pasos de carruajes, licencias, etc., con los ejercicios, las direcciones y los nombres revueltos, yacían en aquel informe montón y, algunos de ellos, también tirados por el suelo como las papeletas abiertas de una tómbola.
Le llevó mes y medio ordenar todo aquello, primero por contribuyentes y luego por domicilios; otras dos semanas meterlo en carpetas y archivarlo.
Ahora, pensó, se puede proceder sistemática y coherentemente al cobro. Y respiró.
Uranga, el viejo zorro, le palmeó la espalda y le dijo:
- Si mis hermanos hubieran sido como tú, se nos saldría el dinero por la chimenea.
A la mañana siguiente al entrar a la sala de archivo de la imponente mesa se quedó atónito. Aquilino, el socio de Uranga, sacaba a puñados los recibos de sus carpetas y los seleccionaba:
- Éste paga, éste también, éste no, éste no, éste tampoco, éste sí…
Y aquellos que consideraba desechables, o no le interesaban, los volvía a arrojar en la gran mesa que se veía ya cubierta por una capa nueva de recibos revueltos.
A punto de agarrar a Aquilino por el cuello, se contuvo y, dando media vuelta, decidió ir a poner en conocimiento de Uranga lo que estaba acaeciendo.
Fue en ese momento cuando un contribuyente, rojo de ira, congestionado por la rabia, bajaba por las escaleras como un toro, igual que un miura. Le pasó por delante sin mirarle, hecho una furia, luego empujó la puerta del recaudador, entró sin permiso y, blandiendo unas providencias de embargo, comenzó a blasfemar y, enajenado, a proferir protestas airadas e inconexas que su vehemencia volvía cada vez más confusas.
Uranga, con gesto serio, pero sin descomponer el semblante, le dejó que se desahogara sin interrumpirle. Cuando al cabo de cinco minutos se serenó, el recaudador, aplomado, en tono conciliador le habló con voz confianzuda, atemporal y armónica, adoptando una mezcla de hombre de mundo y confesor:
-Mire usted yo estoy aquí para informar. No, no para aconsejar, yo no puedo aconsejarle a usted, eso no puedo. Aconsejarle, no. Todos somos mayores de edad y yo no puedo decirle a usted que si esto que si lo otro, ni que si esto es así o si deja de serlo. Eso no puedo. No puedo aconsejarle y bien que lo siento. Ahora, eso sí, informarle, sí. Y es lo que voy a hacer, le voy a informar. Si usted quiere, voy a informarle. Pero, quede claro, sólo a informarle.
Y entonces, el recaudador, hizo una pausa, levantó la mano derecha y señaló con el dedo índice los papeles que el otro traía en la mano. Levantó trágicamente el tono de voz y, con gesto ensombrecido y circunspecto, prosiguió como un profeta laico del destino:
- Eso, eso que trae usted en la mano, es una providencia de embargo. Las providencias de embargo, tan pronto llegan al Juzgado, son inapelables. Eso ya no hay quien lo detenga, es imposible… A menos, claro, que aún no haya llegado a manos del señor juez instructor.
Hizo otra pausa Uranga.
- Antes, tan sólo hace unos meses, nosotros, los recaudadores, podíamos hacer algo, poca cosa, no crea usted. No mucho, pero algo. Pero, amigo mío, ¿conoce usted la normativa nueva? ¿Sabe usted las órdenes que han salido? ¡Menudas órdenes han salido! Eso es increíble. Nos han cercenado toda posibilidad de intervención. Pero toda. No obstante, en atención a su caso, voy a intentar lo imposible. Pero, quede claro, no le prometo nada. Pero nada, ¿eh?
El atribulado contribuyente retorcía los papeles entre sus manos. Uranga, haciendo un gesto ampuloso, miró al hombre y luego le miró a él, que se había quedado atónito apoyado en la puerta del despacho. Al segundo le gritó:
- ¡Oficial! ¡Oficial! Busque el expediente de este hombre inmediatamente.
- Sí, señor Uranga –dijo él, el repentinamente llamado oficial, asombrado por lo pronto que se había metido en la escena que Uranga estaba montando- Ahora mismo consulto en el archivo, señor recaudador.
Entró a la sala donde Aquilino seguía revolviendo y arrojando recibos despreocupadamente sobre la mesa. Pero, ante la nueva escena, ya no se descompuso. Aquilino, sin levantar los ojos de los recibos, dijo:
- Dile que ya está en el juzgado.
- Pero si no sé ni de lo que se trata.
- Es igual, tú dile eso.
Al cabo de dos minutos volvió de nuevo al despacho de Uranga. El contribuyente, ahora calmado, estaba expectante.
- Señor Uranga, el expediente de este señor se envió la semana pasada al juzgado.
- ¡Ay Dios mío!, ¡maldita sea! ¿Está usted seguro? –dijo Uranga como si le hubieran comunicado la muerte de un hijo.
- Totalmente, señor Uranga.
- ¡Esto no va a tener arreglo! Póngame ahora mismo con el juzgado. Rápido, no pierda usted un segundo. Tiene usted el número debajo del teléfono.
- Inmediatamente, señor Uranga –y, el oficial recién nombrado, marcó el número que encontró y, apenas descolgaron, le pasó el teléfono a Uranga.
- ¿El juzgado?... Póngame con Osorio… Sí, sí, con Osorio, el de quiebras y embargos.
A los pocos segundos continuó el diálogo.
- ¿Osorio?... ¿Han pasado al señor juez el expediente de Gil Moñate?... ¿Cómo?... ¿A punto de entregarlo?... Por lo que más quiera, Osorio, no se lo pase… Sí, sí, retírelo inmediatamente, por favor…Sí, bajo mi responsabilidad… Sí, sí, tengo aquí al interesado… Bien, bien, entiendo… Ahora mismo le envío a un oficial para que se haga cargo del expediente… Muy agradecido, Osorio. Nos ha hecho usted un gran favor…No sabe qué peso me quita de encima…Sí, muchísimas gracias.
El recaudador se dejó caer en el sillón. Pidió a Gil Moñate que tomara asiento y, como al que le han conmutado una pena de muerte, habló:
- Amigo, ha sido cuestión de minutos. Hemos podido retirar su expediente por los pelos… Naturalmente, el embargo ha quedado en suspenso pero es imprescindible que haga usted efectivo el pago en el acto. No queda otra solución.
El contribuyente se echó mano al bolsillo, sacó un fajo de billetes y se los entregó a Uranga. Éste, tras chuparse un dedo, los contó como el que pasaba páginas de un libro.
- Correcto.
- Muchas gracias, señor Uranga, le quedo agradecido –dijo Gil Moñate, dando la mano a Uranga y desapareciendo enseguida escaleras arriba como el que huye de un fantasma.
Apenas se marchó, el que hasta ahora había sido llamado oficial pomposamente, le dijo a Uranga:
- Joder, Uranga, no sabía que tuvieras tanta influencia en el juzgado.
Uranga le miró risueño. Soltó una carcajada y respondió:
- No te queda nada por aprender, muchacho. El teléfono que has marcado era el de mi casa y, el tal Osorio, mi mujer.
Y el falso oficial volvió a su ser y cayó en la cuenta de que no valía la pena decirle a Uranga lo de los recibos y, mucho menos, ponerse a ordenarlos nuevamente.

2 comentarios:

Insumisa dijo...

Nada nuevo bajo el sol. Aquí, allá y acullá. La misma gata, nomás que revolcada.

Soros dijo...

En efecto, Piel de Letras. Pero esta situación recreada, como en un cuento, te aseguro que pasaba aquí hace más de cuarenta años. Ahora, te aseguro, que las cosas no son así. Afortunadamente.