07 agosto 2007

La Ciudad de Viena


Uno de mis pasatiempos infantiles era quedarme con las narices pegadas al escaparate de las confiterías, mientras llenaba mis pulmones con el delicioso aroma que exhalaban estos locales por las ventilaciones de sus obradores. Si los místicos entraban en trance con sus meditaciones a mi me debía de pasar algo similar con aquellas contemplaciones y aquellos aromas. Ciertamente no eran aquellos unos tiempos en los que los niños nos viéramos hartos de pasteles.
-Un día te tengo que llevar a ”La Ciudad de Viena”, la confitería de mi amigo Ortega, a ver cuántos pasteles eres capaz de comerte, decía el tío Antonio de vez en cuando.
Cierto día, por fin, me llevó. Me presentó al dueño, el Sr. Ortega. Yo le saludé muy comedida y cortésmente mientras miraba los pasteles de reojo. Estanterías repletas, olorosas y multicolores a distintas alturas, con pasteles de distintos tamaños, formas y texturas.
-¿Te gustan los pasteles, majo?
-Sí señor, me gustan mucho.
-Pues coge de los que más te gusten y cómete los que quieras, dijo el Sr. Ortega con una sonrisa de santo.
-¿De verdad que puedo coger los que quiera?, dije con el último resto de duda educada que me quedaba.
-Pues claro, hombre. A ver cuántos eres capaz de comerte.
Obtenida la venia y casi sin creerme del todo estas últimas palabras, no perdí más tiempo. El Sr. Ortega sonreía como un filántropo cuando me comí los dos o tres primeros pasteles, mientras yo deambulaba como un observador minucioso entre las estanterías repletas. Lo que me ocurría era un milagro, no podía ser cierto, no podía durar mucho… no podía ser.
-¡Cómo disfruta la criatura! ¿Te quieres venir a trabajar a la pastelería?
No perdía yo el tiempo, a esas alturas, en contestar preguntas de compromiso. Cuando llevaba seis o siete pasteles, el Sr. Ortega miraba a mi tío con una sonrisilla nerviosa, mi tío se hacía el loco e intentó sacar algún tema de conversación que desviara la atención de mi menuda pero ocupada persona. Yo, a lo mío, concentrado como un beato iluminando un códice.
-No me entienda usted mal, amigo Antonio. No es que me duela que el chico coma más pasteles pero, ¿a ver si le van a sentar mal? ¿Cuántos llevas ya, hijo?
-Me parece que once con éste Sr. Ortega, dije con la boca llena.
Mi tío, ya totalmente azorado, se despidió rápidamente del Sr. Ortega y de los dependientes de la confitería, que ya me hacían corrillo, y me sacó del local tirándome de la mano pero casi en volandas mientras yo engullía otro pastel cogido casi al vuelo y me despedía con la boca llena y los ojos puestos en las estanterías multicolores y repletas. Ya lo decía yo…
-Adiós señor Ortega, (A qué vendrá tanta prisa…). Enseguida comprendí que en este mundo poca gente cumple con su palabra: “Come los que quieras, hijo, come los que quieras...” ¡Sí, sí...!
Mi tío me llevó a una cafetería que había en frente de la “Ciudad de Viena”, allí pedí un café con leche y un croissant, para que los pasteles se asentaran. Solamente fue una vez. Mi tío no volvió a llevarme a “La Ciudad de Viena”, pero a mí no se me ha ido de la memoria.

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