17 marzo 2017

19.- El Aprendiz: La buena tinta


Cuando la noticia del suicidio se extendió por Alfambra, la gente de la calle se quedó sorprendida. Nadie esperaba, del ahora suicida Hilario, una cosa tal. Era un profesor que había pasado algunos años en la ciudad y al que nunca se le habían conocido irregularidades, excentricidades ni extravagancias, como no fueran las inherentes a ser filósofo que, algunos, ya tenían por tales.
Nadie se lo explicaba. Sin embargo, los mayores sabían que siempre hubo suicidas, que éstos no eran fácilmente detectables y que, curiosamente, el viaducto, desde su misma construcción, les había atraído como los insectos a los murciélagos. Se veía que desde aquella altura, y una vez superado el difícil trance de la decisión, era seguro que ya no había marcha atrás y, según decían los expertos, de antes y de ahora, un verdadero suicida busca algo irreversible. El viaducto lo era.

El hecho en sí pasó rápidamente a un segundo plano pues, al no ser Hilario de allí, sus restos se llevaron a su ciudad natal, en Galicia. Afortunadamente, el finado, había sido un forastero.
Por otro lado, su viuda, tras los trámites inherentes al suceso, pidió el traslado y se marchó enseguida y para siempre de Alfambra, y no dio motivo alguno para más comentarios.
Sin embargo la sombra de la duda y, en algunos casos, también el recelo y el temor se extendieron entre la gente del entorno de Hilario. Durante mucho tiempo las cosas no volverían a ser como solían. En las tertulias, que el profesor había frecuentado, el ambiente se enrareció y nadie parecía querer hablar con nadie, ni fiarse de aquellos con los que hasta entonces había departido alegremente.
Algunos no creían que Hilario se hubiese suicidado, pero no se atrevían a decirlo abiertamente. Así que afirmaban que Hilario no podía haber hecho aquello o, al menos, no podía haberlo hecho sin alguna razón poderosísima. Una razón importante que, a un hombre estable como él, aún siendo filósofo, le hubiera desequilibrado por completo.
Como el asunto de la política era tabú, nadie se atrevió a mencionar que la muerte de Hilario pudiera haber tenido algo que ver con ella.
Sin embargo, algunos tenían vagos indicios del enredo del filósofo con Valeria y, ¿cómo no?, el morboso asunto comenzó a propagarse por Alfambra con esa velocidad que convierte en lenta a la que la pólvora dicen que tiene.

Los rumores de todo tipo tomaron cuerpo en los distintos mentideros de la ciudad. Si Valeria había pasado desapercibida para la mayor parte de la población, hasta ese momento, su nombre iba ahora de boca en boca y su figura se puso en el punto de mira de los dedos índices de todos aquellos a los que, de ordinario, no les gustaba señalar.
Comenzaron a oírse comentarios, todos sabidos de buena tinta, de esa, tan clara y volátil, que jamás se utilizó para escribir:

Que si Valeria, tras seducir al profesor, le había dicho que dejara a su mujer por ella.
Que si Valeria, cada vez más crecida por haber atrapado entre su sexo a don Hilario, le había amenazado con que todo lo iba a saber su esposa de una vez y por su boca.
Que si Valeria le había hecho chantaje al profesor pidiéndole dinero, de forma taimada y sibilina, por mantener oculta su relación.
Que si Valeria estaba preñada y dispuesta, además, con el fruto de su vientre a montar un embarazoso escándalo.
Que si Valeria, en su locura posesiva, le había dado achares a Hilario y le había hecho enloquecer dejándose ver con un joven, un tal Lázaro, que llevaba unos meses en Alfambra.
Que si Valeria no sabía de cuál de los dos era el hijo que llevaba en su vientre, y que se lo había querido adjudicar al profesor porque era mejor partido.
Que si Valeria le endilgaría ahora el mochuelo a ese tal Lázaro que, como era un ignorante, habría de cargar con la criatura fuese o no suya…

Y, según pasaban los días, la fértil inventiva popular ideaba nuevos matices y detalles que hacían la historia paulatinamente tan complicada como inverosímil aunque, había que reconocerlo, cada vez más interesante, morbosa y creativa.
Y Lázaro comenzó a experimentar en sus propias carnes los aguijones acerados y anónimos de los bulos, ese pasatiempo social que él practicó, si bien en la intimidad de sus informes policiales, con el difunto profesor. Aunque reconoció que Valeria, por su condición de mujer, era la diana preferida de aquellos dardos. Sin duda, el embrujo femenino ponía un atractivo apasionante a la historia de un suicidio donde un serio profesor, seducido y muerto cornudo, y un joven asimplado, ambos mera comparsa de aquella flor de lujuria, no aportaban interés alguno.

Quedó establecido: La víctima propiciatoria, elegida por la sociedad de Alfambra, para darle una explicación razonable al suicidio de don Hilario Soares, catedrático de filosofía del Instituto de Enseñanza Media, casado, hombre cabal y todo un señor, fue Valeria, una muchacha libre, con los dieciocho cumplidos y todo lo que esto llevaba consigo, fundamentalmente: inconsciencia.

Ella, que al principio quedó tremendamente impresionada por la muerte de su profesor y amante secreto, no se esperaba tal cosa. Se le hizo el vacío en las reuniones donde antes era bien aceptada. De ser considerada una mujer sin prejuicios pasó a ser tenida poco menos que por una ramera. Y, la chica, tuvo que acostumbrarse a que la gente le negara el saludo fingiendo despiste, a oír comentarios a sus espaldas una vez que dejaba atrás los corrillos de la Calle Mayor, y a ver cómo, quienes antes estaban deseando invitarle a su mesa, ahora se deslizaban fuera de la cafetería cuando ella entraba. Sólo le quedó Lázaro.
Y ella, considerándole su único asidero, no se atrevió a contarle la verdad por temor a perderle también a él.

Lázaro, por su parte, sabía que tenía que tomar una decisión con respecto a la propuesta de Mansoz.
Pensó contarle a Valeria todo el asunto pero, finalmente, no lo hizo. Tal vez desanimado porque Valeria no había tenido la confianza que esperaba de ella, tal vez porque pensó que el contar ciertas cosas era comprometer, sin necesidad, a otras personas y también, cómo no, por no tirar por tierra su propia reputación.
El caso es que Valeria, contra lo que Lázaro esperaba, no se sinceró con él y tampoco le confió su historia con Hilario.

Desanimado por el ambiente de la ciudad, por la reacción de ensimismamiento y tristeza de Valeria y, sobre todo, por su silencio sobre Hilario, Lázaro se dio cuenta de que aquello tenía todas las trazas de terminarse, es más, que a todos convenía que así fuera.
Viendo el cariz que tomaban las cosas en Alfambra, tanto desde un punto de vista general, como para él en particular, escribió el informe a Mansoz y decidió, definitivamente, que fuera el último.

Sr. Inspector Mansoz:

Aprovechando su sensato consejo, me he tomado unos cuantos días antes de enviarle esta meditada nota que, por lo que más abajo le explico, será nuestra despedida y el fin de una relación mutuamente provechosa.
Deseo agradecerle, en primer lugar, su ayuda económica a cambio de unas informaciones que, las más de las veces, fueron para mí agradables de reunir y supongo que relativamente fastidiosas de leer para usted.
Ante el fallecimiento de don Hilario Soares, el ambiente socio-cultural que hasta ahora he frecuentado en Alfambra, y al que he permanecido vinculado para enviarle mis informaciones, está totalmente enrarecido y las personas, que antes eran accesibles, han dejado de serlo para convertirse en sujetos retraídos a los que es difícil sacar una palabra. Parece como si todo el mundo estuviese prevenido y, para qué negarlo, asustado por la brusca desaparición del profesor Soares.
Ante esta tesitura, y sintiéndome desorientado por desconocer el ambiente político clandestino al que debería vincularme, le comunico mi decisión de desligarme del proyecto que amablemente me ofreció. Le ruego que no lo considere un desaire personal, ni una falta de agradecimiento, sino una muestra de responsabilidad por sentirme incapaz de desempeñar su encargo eficientemente. En consecuencia declino, agradecido pero realista, su amable y generoso ofrecimiento.
No dude que olvidaré todo cuanto sé de este asunto, tal como usted me pidió, y en mí quedarán y de mí no saldrán todas las confidencias que recibí de usted.
El próximo día treinta de mayo pasaré por el sitio acostumbrado para recibir mi última mensualidad y, cumpliendo con el acuerdo entre caballeros del que hablamos en la última reunión, será mi última visita a dicho local.
Quedando a su disposición le saludo atentamente y le quedo agradecido.
Lázaro

Quedó Lázaro complacido por su honesta decisión y, también como redactor, por la cortesía que derrochaba la carta. Estaba seguro de que Mansoz le agradecería su sinceridad y le permitiría salir de aquella situación de modo honroso.
Pronto entraría el mes de junio y el curso terminaría. Con el dinero, que pensaba recoger en su postrera visita al burdel, pasaría sus últimas semanas en Alfambra y volvería a casa. Después habría de buscarse la vida en otro lugar y seguir estudiando. Ya se vería la manera.

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7 comentarios:

Sara dijo...

¡Ay, los mentideros! ¡Destructores de la honorabilidad de las personas! Y muy concretamente de la de las mujeres. Pues si ahora ya se "castigan" otros delitos sociales, hubo un tiempo en el que, en este país, solo existía el sexto mandamiento... Y con un doble rasero... Celebro que hayas señalado este machismo diciendo que, en el rutilante jolgorio de chismes, Hilario y Lázaro eran meras comparsas y Valeria la presa fácil.

Me da en la nariz que el pobre Lázaro se verá, una vez más, superado por los acontecimientos. Mansoz es mucho Mansoz y no lo dejará irse de rositas.

Sigues hilvanando una historia excelente de excelente manera.

Soros dijo...

Gracias, Sara.
En los mentideros todo se sabía de muy buena tinta, especialmente lo concerniente a las mujeres que, como todo el mundo sabía, eran las que inducían a los "incautos e indefensos" hombres a la perdición. En todas las historias aparecía una mujer tentadora, sin la cual ninguna tragedia podía producirse. Entonces, cuál era la razón de todas las desgracias, sino ella. Si ya le pasó a Adán, qué me vas a contar. Si todo viene hasta avalado por la Biblia. :-)

Conxita Casamitjana dijo...

A la gente le gusta hablar mucho y ensuciar más, buscar culpables y encontrarlos lo sean o no, todo por un buen chisme que repetir y repetir y como muy bien destacas si encima la protagonista es una mujer se le carga a ella todas las culpas y su "delito" siempre parece peor.
Mentiras, hipocresia, machismo y Lázaro que dudo mucho salga tan bien del asunto con ese informe con el que pretende cerrar su colaboración, como si fuera él el que escogiera.
Saludos

Anónimo dijo...

Lo de echar la culpa a una mujer es muy antiguo.
Mira la que lió Eva con la manzanita. Y desde entonces, una detrás de otra tentando sin parar.
Lázaro se ha querido despedir muy finamente pero me da que no le va a resultar tan fácil escapar de Mansoz y sus secuaces.

Anónimo dijo...

No me había dado cuenta de que ya habías hablado tú en un comentario de Adán y Eva ;)

Soros dijo...

Conxita, Lázaro es un iluso que, aun en las situaciones más comprometidas, no duda de la honorabilidad de las personas y, mucho menos, de la palabra dada.
Las comidillas de calle y de bar son, han sido y serán deporte nacional. Tanto es así que ahora se elevan a los espacios televisivos obteniendo, naturalmente, muy buenas audiencias. Y también es cierto que hay muchas personas decididas a vender su intimidad si el dinero compensa. La intimidad es una mercadería más. Antes se especulaba con ella gratuitamente sólo en las calles y ahora también, previo pago, en los espacios de algunas televisiones.

Soros dijo...

Claro, Palomamzs, si es que ya le crearon a la mujer mala fama desde que apareció en la historia. Parece que el machismo lo traemos de serie. Hubo tiempos y países en que ningún hombre podía ser acusado de nada por una mujer. Y mientras es habitual en los hombres hablar de "su mujer" con un posesivo rutinari, las pocas mujeres que dicen "mi hombre" no parecen hacerlo por sentido de pertenencia, sino más bien de admiración hacia el varón que les ha tocado. Hasta el lenguaje pervierte la relación entre hombres y mujeres. Y ni los posesivos usados por unos y por otras denotan la misma sensación al que los lee. Y muchas cosas más.